Diego Zúñiga: «El Iquique del que he escrito es un lugar que ya no existe»

por · Marzo de 2015

En Racimo, su última novela, Diego Zúñiga vuelve a Iquique como escenario, y trabaja con el caso del Sicópata de Alto Hospicio.

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Diego Zúñiga publicó Camanchaca, su primera novela, en 2009 por Calabaza del Diablo, cuando el boom de las llamadas editoriales independientes recién comenzaba a despegar. El libro tuvo lectores y removió las aguas de la narrativa chilena. Fue traducido y la multinacional Random House fichó a Zúñiga. En Racimo, su nueva novela, vuelve a Iquique como escenario, y trabaja con el caso del Sicópata de Alto Hospicio. Aquí, nos habla de este libro y de cómo observa el escenario de la literatura chilena, entre muchas cosas más.

—Entre las variadas temáticas que aborda Racimo, la más evidente es el caso del sicópata de Alto Hospicio y de las niñas. ¿Por qué este tema? ¿Por qué abordar un «tema país» tan grande, tan relevante?

—Es difícil saber, creo, por qué uno se obsesiona con ciertas imágenes o personajes, o historias. Supongo que porque tienen que ver con uno, aunque no sea tan evidente. Es cierto que éste era un tema grande, una historia policial y conocida por casi todos acá, pero justamente por eso quería ver, en parte, cómo la ficción puede abordar el caso y aportar elementos que un relato periodístico, por ejemplo, no puede. La realidad siempre es más compleja que narrar solamente hechos o interpretarlos. Aquí hay un caso policial e inevitablemente hay un reflejo de Chile, también, de cómo somos y actuamos, de las diferencias sociales, de la política, de cómo miramos a la provincia, en algún sentido. Me interesaban todos esos puntos, pero sobre todo me interesaba contar esta historia —y este paisaje—, sin grandilocuencias.

Algo de mucho valor que está presente en la novela, es el tema de la religión. El libro arranca con la imagen de una Virgen llorando sangre. Hay testigos de Jehová, y existen constantes alusiones al credo. ¿Por qué tu fijación con esto?

—Yo creo que en la provincia, por una cosa de espacio y tiempo, se nota más la presencia de la religión, su poder, sus discursos. Es algo más cotidiano. Viví 12 años en Iquique y a ratos sentía que en la ciudad solo había Testigos de Jehová, por ejemplo, porque todos los días alguien tocaba la puerta de tu casa para ofrecerte «La Atalaya» o la «¡Despertad!», esas revistas en las que se supone que te explican la Biblia y te dicen por qué no sobrevivirás al apocalipsis si es que no te unes a ellos. Me interesa ese discurso en términos de lenguaje, también.

Racimo es también ese territorio inhóspito y maldito llamado Iquique. Es algo que ya habías trabajado en Camanchaca, y que continúas profundizando aquí. ¿Qué tiene esta ciudad, aparte de tu origen, que te llama tanto la atención? Recuerdo, por ejemplo, que era la ciudad «regalona» de Pinochet.

—Claro, ese detalle me parece importante. Me acuerdo que unos compañeros del colegio vivían en un condominio donde Pinochet tenía un departamento, y que una vez que el viejo fue a Iquique, ellos lo vieron y lo saludaron, y llegaron contando lo emocionado que estaban por haberle dado la mano. Eso estaba ahí, en la ciudad, siempre. Además, hay una cosa geográfica: Iquique está entre el mar y unos cerros grandes. Es decir, es una ciudad que podría desaparecer. Si se sale el mar, se podría tragar todo. Es medio apocalíptico si los ves así. También está la Zofri, los inmigrantes, el puerto, no sé. Son muchos materiales que me parecen muy literarios en general. Ahora, hace poco volví a Iquique, a fines de 2014, y me impresionó mucho sentir que ya no era la ciudad donde viví. Hay muchos cambios. No creo que antes haya sido mejor, pero en el fondo el Iquique del que he escrito es un lugar que ya no existe. Ahora es otra ciudad.

—La violencia contra las mujeres, la corrupción de las autoridades o el desamparo de los más pobres, son temáticas recurrentes en la literatura. Sin embargo, hay autores que siempre consiguen ir más allá. Pienso que en Racimo ocurre esto, que logras penetrar en ese territorio tristísimo donde atisbamos las vidas de las víctimas. ¿Crees que la literatura debe hacerse cargo de esto?

—No sé si sea una obligación de la literatura hacerse cargo de algo así. La literatura tiene que hacerse cargo del lenguaje, que es su particularidad. Buscar en las palabras la forma de crear realidades que nos perturben, que no nos dejen indiferentes. Porque al final, no porque escribas un cuento donde aparece un político o donde planteas ciertos temas escabrosos y polémicos vas a ser un escritor político o trasgresor. Lemebel fue, justamente, un escritor político y trasgresor no por los temas, sino porque en su escritura se estaba jugando siempre algo, ese lenguaje deslumbrante, de la calle, con ese ritmo tan propio que logró construir.

Camanchaca es una novela precisa, fragmentaria. Por otra parte, Racimo se permite narrar con soltura y abordar espacios y tiempos que dan espesor a la trama. ¿Pensaste alguna vez Racimo con otra estructura? ¿Cómo llegaste al material que podemos leer hoy? Pregunto esto, porque me gustó mucho leer una novela de trama, donde los lectores podemos entrar en diversas aristas de los personajes, y también de la historia total que se está narrando.

—Empecé a escribir Racimo en 2008, cuando tenía otro título y la historia era otra. Después apareció Camanchaca y dejé detenido este proyecto, y pasaron muchos años en que escribía y borraba y pensaba, justamente, en la estructura, en quién debía narrar esta historia, en cómo articularla. Y fueron años donde yo cambié mucho, también: me convertí en adulto, descubrí otras lecturas, otras formas de escribir, de armar las frases, me empezaron a gustar cosas que antes detestaba o empecé a detestar cosas que me gustaban, y todo eso influyó en la escritura de la novela. Por eso siento que es un libro de transición. Es algo largo de explicar. Pero pasé por casi todas las ideas: hacer un policial a secas, jugar con la autoficción, escribir una novela de 500 páginas, hacer un libro de no-ficción… Pero de pronto aparecieron algunas imágenes y eso me ayudó a ir armando todo. La imagen del comienzo, por ejemplo, que me pareció importante para darle un aire más fantasmagórico —y menos realista— a la historia. Me gusta que el comienzo sea algo confuso, y que uno entre en la historia un rato después. También me di cuenta de que quería hacer una novela más tradicional, en algún sentido, más decimonónica. Me formé leyendo eso, un poco, cuando tenía 16, 17 años. Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi. Que escribieron novelas muy complejas, pero que sobre todo son novelas que no quieres dejar de leer.

—Ricardo Piglia dice que solo es posible narrar un viaje o un crimen. Racimo es ambas cosas, pero por sobre todo, a mí parecer, es la historia de un gigantesco crimen. ¿Qué piensas con respecto al género policial? Es una elección potente, incluso considerando Racimo como un policial sofisticado, que se permite varias licencias.

—Me siento muy ignorante sobre el género policial, sin duda, así que tengo poco que decir sobre eso. Leí algunos clásicos –Chandler, Hammett, Thompson–, me deslumbraron algunas novelas de Ellroy y me acerqué al género por un costado, también, con Borges y Bolaño, por ejemplo. O con una novela como Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia, que es una de las novelas latinoamericanas más impresionantes del siglo XX. Pero nada. Es un género muy complejo, creo, y con Racimo lo abordo un poco, pero desde un lugar muy modesto. Ahora, ha sido interesante ver, por ejemplo, que en España, muchas de las lecturas que han aparecido de la novela la tratan como un policial a secas, y dicen que funciona. No sé. Me gusta pensar que la novela se puede leer desde distintos lugares. Creo que eso es lo mejor que le puede pasar a un libro.

—Pienso que Racimo tiene varios elementos en común con la serie True detective. A raíz de eso, quisiera saber si ves series de televisión. Qué opinas de ellas, qué cruces observas en la TV de calidad y la literatura.

—Recuerdo que el año pasado había pedido vacaciones en el trabajo para terminar de escribir Soy de Católica, eso fue en febrero, marzo. Y en esos días, en algún momento en el que estaba medio bloqueado, vi que estaban dando True detective, que todos hablaban de ella y que iba como el en capítulo 5. Y nada. De curiosidad —porque no veo muchas series, más por falta de tiempo que por otra cosa— puse el primer capítulo y no pude dejar de ver los otros cuatro y luego llegar al final. Efectivamente sentí que había una conexión entre Racimo —que estaba editándola en ese tiempo— y la serie, manteniendo las distancias, por supuesto. Y nada. Fue muy importante e impactante descubrir a Rust Cohle y a Marty Hart, y todo ese mundo que arma Pizzolatto con Fukunaga. El paisaje. La oscuridad. Supongo que es inevitable que la televisión termine influyendo a la literatura, como lo hizo el cine en su momento. Pero creo que estamos muy encima todavía como para verlo bien.

—Has publicado tres libros, te han traducido, hay un corpus crítico que valora mucho tu obra. Además, eres periodista cultural de una importante revista, y parte de la editorial Montacerdos. Considerando todos esos puntos de vista, ¿cómo ves el escenario de la narrativa actual?

—Yo creo que están pasando hartas cosas, y eso está bueno. Creo que las editoriales independientes le dieron aire a la literatura chilena: no solo porque ahora hay más lugares –y más diversos– donde publicar, sino porque están circulando otros libros. Un proyecto como Hueders, por ejemplo, me parece importante: sacan una reedición hermosa de Moby Dick o apuestan por un libro muy arriesgado como es Buscanidos, de Matías Celedón, y eso hace que empiecen a circular otras lecturas, y creo que de alguna forma aquello terminará influyendo en los que escribimos. O las traducciones que publicaron el año pasado La Calabaza del Diablo, por ejemplo, o la Antología de Spoon River, que sacó Das Kapital, o esa colección muy bella de Alquimia donde han publicado a Elvira Hernández y a Carlos Cociña, entre otros, o La misma nota, forever, de Iván Monalisa Ojeda, que sacó Sangría, que fue uno de los mejores libros de cuentos del año pasado junto a Incompetentes, de Constanza Gutiérrez, que salió por La Pollera, o esa rareza que es Evocación de Matthias Stimmberg, de Alain Paul-Mallard, que sacó Cuneta, y así podríamos seguir hablando de más libros y de más editoriales. Creo que un proyecto como Ediciones UDP, por ejemplo, demuestra muy claramente que están pasando cosas aquí y en Latinoamérica. Lo importante es que como lectores tengamos acceso a estas escrituras, que circulen, ya sea en proyectos independientes y también trasnacionales.

—¿Qué proyectos literarios y de otra índole se vienen a futuro?

—Estoy terminando un libro de cuentos, que tiene el título tentativo de Niños héroes, y que probablemente aparezca a fin de año. Son cuentos que vengo escribiendo hace rato, el más antiguo es de 2005, por ejemplo. Algunos han salido en antologías y otros están inéditos, y nada, sentí que había una conexión más o menos clara en varios de estos cuentos, así que me parece que tiene sentido publicarlos como libro. Y también estoy trabajando en otra cosa, un libro más híbrido, más cercano al ensayo, con algunos perfiles que he hecho, entrevistas, columnas, y nada, estoy empezando a darle forma. Y Montacerdos, claro, que tuvo un muy buen primer año de vida, y que esperamos seguir a la altura.

racimo

Racimo
Diego Zúñiga
Random House, 2014
242 p. — Ref. $12.000

Diego Zúñiga: «El Iquique del que he escrito es un lugar que ya no existe»

Sobre el autor:

Simón Soto A. es escritor y guionista. Publicó los volúmenes de cuentos Cielo negro, La pesadilla del mundo y la novela Matadero Franklin. Participó en la escritura de las series Secretos en el jardín y Los 80.

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