Doctor Tangalanga (1916-2013)

por · Agosto de 2015

Este hombre es feliz cuando lo putean. Si lo putean mucho, quiere decir que ha hecho bien su trabajo; si lo quieren cagar a trompadas, mucho mejor todavía, quiere decir que lo ha hecho de manera inmejorable.

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Este hombre es feliz cuando lo putean. Si lo putean mucho, quiere decir que ha hecho bien su trabajo; si lo quieren cagar a trompadas, mucho mejor todavía, quiere decir que lo ha hecho de manera inmejorable. Este hombre toma el teléfono, llama al prójimo y lo vuelve loco y así se gana la vida, y así ha grabado veinte discos con sus llamados y así se presenta en público, sentado frente a un teléfono, camuflado por una gorra, un par de anteojos y una barba postiza. Este hombre, según las estadísticas de su club de fans, ha usado más de setenta apellidos y estoy autorizado a revelarlos: el único de sus apellidos que no puedo revelar es el que figura en su documento nacional de identidad. El más famoso de sus setenta apellidos es, acaso, el más inverosímil, porque se supone que nadie puede creer que alguien se apellide Tangalanga y sin embargo este hombre, frente al teléfono, ha pronunciado con tal convicción su falso apellido que algunos interlocutores le han creído, y semejante proeza lo decidió a adoptar Dr. Tangalanga como su nombre artístico, aunque para eso debiera renunciar a seguir usándolo en sus bromas telefónicas y reemplazarlo por Tarufetti, Quintana, Gandolfi, Cantalupi, o algún otro que se le ocurra en el momento. Este hombre tiene ochenta y seis años, sesenta y dos años de casado, hijos, nietos y bisnietos. Este hombre atesora 1.200 grabaciones con sus bromas telefónicas.

El humor como alivio para el dolor

Empecé en 1964, para levantarle el ánimo a un amigo que agonizaba en un hospital. Sixto estaba postrado, muy bien de la cabeza, pero postrado, las 24 horas en cama. Entonces lo iba a ver tres o cuatro veces por semana y él la pasaba bien, yo le contaba algún chiste… Sixto tenía un perrito y un día me dice este perrito, sabés la guita que nos cuesta, el veterinario nos cobra cualquier cosa, y me cuenta dos o tres cosas y yo le dije dame el número del veterinario que lo voy a llamar, y entonces él me dijo cuándo llames te va a atender la esposa, te va a decir está atendiendo a un paciente, el doctor está operando, y el doctor seguro que está con un perro. Entonces le dije mirá, me regalaron un grabador que tiene un aparatito que permite las grabaciones telefónicas, lo voy a estrenar mañana con el veterinario. Y llamé al día siguiente y fue tal cual me había avisado: cuando le dije a la mujer que quería hablar con el veterinario, el doctor Tarasiuk, me dijo que el doctor estaba atendiendo a un paciente, yo le dije:

–Bueno, dígale que habla Fiorito, porque él me dijo que el perro no tenía nada y el perro se está muriendo.

Y el tipo vino al teléfono.

–¿Quién habla?
–Fiorito, doctor. Usted me dijo que el perro no tenía nada y el perro se está muriendo.
–Yo no sé de qué animal me habla.
–No, no. Más animal será usted.
–Pero cómo me dice…
–Pero sí, usted qué va a ser veterinario, usted es un talabartero. Yo sé de un amigo que le llevó a revisar un canario y usted le dijo que tenía ictericia.
–Mire, dígame dónde está, que voy para allá y lo cago a patadas…
–Bueno, venga… No, mejor no venga que tengo que salir.

Le llevé la grabación a mi amigo, y a él le sirvió para no tener que explicarle a las visitas cómo estaba. Ni bien entraba una visita, para que no le preguntaran, decía, escuchá esto… terminaban hablando del veterinario, de la mujer, del perro, pero al poco tiempo estaban podridos de escuchar siempre lo mismo y me dieron datos de otra gente: los empleados de un sanatorio, una partera, y así un año hasta que Sixto falleció.

Tras la muerte de su amigo, Tangalanga abandonó las bromas telefónicas. Tenía un buen empleo, como gerente de planificación de una empresa de jabones, desodorantes y pasta dental. Llevaba cuatro décadas en el rubro: entre 1938 y 1972 en una empresa; desde 1972, en la competencia, hasta que…

El humor como automedicación

En 1980 enfermó de hepatitis y, si las bromas telefónicas habían servido para levantarle el ánimo a su amigo enfermo, Tangalanga pensó que ahora podría usarlas para levantarse el ánimo a sí mismo. Entonces arrancó de nuevo con sus grabaciones.

En 1985, alguna multinacional tuvo la feliz idea de inventar la doble casetera y los casetes del doctor Tangalanga comenzaron a circular en forma casera. En 1994, la primera empresa en la que trabajó el doctor absorbió a la segunda y así, a los 79 años, Tangalanga se quedó sin trabajo mientras su fama crecía boca a boca, casete a casete.

El humor como remedio contra la desocupación

Un productor discográfico le propuso editar un CD con sus charlas. Tangalanga aceptó. Al poco tiempo había vendido ciento cuarenta y cinco mil copias. En la pared de su casa están los discos de platino que lo atestiguan. Grabé más discos que Luis Miguel, me dice, orgulloso, el doctor Tangalanga, y en ese mero dato estadístico no hay ningún motivo de orgullo. Lo verdaderamente importante es que los discos del doctor Tangalanga son mucho mejores que los de Luis Miguel. Luis Alberto Spinetta, por ejemplo, no invitaría a Luis Miguel a comer a su casa, pero a Tangalanga sí. Spinetta es un reconocido fanático del doctor, la única persona en el mundo con la que puede sostener un diálogo cómo el que sigue.

Spinetta: Hola, cómo está, lo llamo para contarle que voy a estar en el teatro Colón.
Tangalanga: ¿Vas a barrer?
Spinetta (muerto de risa): No, voy a estar de acomodador. ¿Quiere que guarde algunas entradas?
Tangalanga: Bueno, guardame treinta, cuarenta… Yo las revendo.

Desde mediados de los 90, Tangalanga se gana la vida con sus conversaciones. Uno de sus últimos discos, grabado en 2002, se llama ¿En qué sentido me lo dice? Le pido que me revele una conversación inédita. Me muestra una con el infortunado dueño de un taller mecánico.

–Mire, un hermano mío le llevó a arreglar el auto la semana pasada, porque el tren delantero no andaba bien. Y ahora anda con unas dificultades bárbaras, se mueve el volante para todos lados.
–¿Cómo se llama?
–Quintana.
–Yo no recuerdo ningún Quintana.
–Claro, a usted no le conviene recordar ningún Quintana, porque usted el arreglo lo hizo para la mierda.
–No, mire, yo estoy hablando correctamente. De manera que usted fíjese cómo me habla.
–Le dije “mierda”, porque lo arregló cómo la mierda.
–No ve que usted me habla de una manera que…
–Y cómo mierda le voy a hablar, querido amigo, le arregló el tren delantero que… Yo creo que el tren delantero del auto lo hubiera arreglado mejor un dentista.
–¿Cómo me dice esa barbaridad?
–¿Qué barbaridad? Si este coche que tiene mi hermano es un cochazo. Es para cinco pasajeros: uno maneja y los otros cuatro empujan.
–¿Cómo que…
–Sí, lo único que no hace ruido en el auto es la bocina.
–¿Pero por qué no se va a la puta que lo parió?
–¿En qué sentido me lo dice?

El más inofensivo y simpático de los psicópatas revela sus secretos y hay que aprovechar esta oportunidad. Le pregunto cómo encara un llamado cuando carece de datos sobre sus interlocutores. La pinturería, me responde, la pinturería no falla. Es más o menos así:

–Hola…
–Hola, cómo le va, le hablo de la pinturería, por el presupuesto que usted pidió…
–Disculpe, señor, debe ser número equivocado, porque aquí no pedimos ningún presupuesto…
–Bueno, me refiero al presupuesto que usted pidió más o menos hace quince días…
–Disculpe señor, le repito que no hemos pedido ningún presupuesto…
–Mire, yo entiendo la situación económica. Si usted me pidió ese presupuesto hace quince días y ahora tiene problemas para pagarme, no se haga problemas que nosotros vamos a entender su situación y lo puede pagar en cuotas…
–No, señor, a ver si nos entendemos, yo no pedí ningún presupuesto…
–Mire, no se haga el pelotudo, le repito que si tiene algún inconveniente…

… y ahí el tipo, como es lógico, empieza a engranar. Alguien que no conoce lo trata de pelotudo y le quiere sacar plata.

El humor de y para los reverendos hijos de puta

Un cardenal primado de la Argentina, monseñor Antonio Quarracino, cuestionado por su complicidad con la última dictadura militar y por muchas otras cosas, pasó sus últimos días escuchando un casete light de Tangalanga preparado a pedido, sin puteadas.

En los viajes internacionales de Carlos Menem podían faltar, a veces, los best sellers de Morris West, pero jamás podían faltar los casetes de Tangalanga. Un semanario argentino publicó fotos de Menem en el avión presidencial que prueban lo que digo. Tangalanga me mostrará esas fotos, pero al día siguiente –acaso para dejar en claro que no lo enorgullecen demasiado– me contará el siguiente chiste:

Un hombre se disfraza con una sotana y una máscara con la cara de Menem. Cuando llega a la fiesta, el anfitrión le pregunta:

–¿De qué te disfrazaste?
–De reverendo hijo de puta.

El humor y la fama

De la mano del éxito de sus grabaciones, a los 80 años, el doctor Tangalanga llegó a la radio y a la televisión. Se puso una gorra con su nombre, un par de lentes y una barba postiza. Recaló con sus llamados y sus chistes en algunos programas muy populares de la televisión argentina: Peor es nada, Teleshow, Café Fashion, y en diferentes ciclos de la FM Rock & Pop. Lo malo de la fama, dice, es que tres de cada diez personas que llamo me reconocen la voz, pero bueno, todavía me queda un margen para trabajar.

Antes, mucho antes que sus grabaciones se hicieran públicas, el hombre que ahora conocemos como Doctor Tangalanga debutó en el teatro de revistas. En 1984, desde el escenario del mítico teatro Maipo, la actriz y vedette Norma Pons preguntó algo si no habría entre el público un caballero que se animara a contar un cuento. Él, desinhibido gerente de planificación de una prestigiosa compañía, se animó. Arrancó con el de un amigo que le pregunta al otro:

–Cuando vos terminás de hacer el amor, ¿hablás con tu mujer?
–Y, mirá, si tengo un teléfono a mano…

Entonces, ante las carcajadas del público, Norma Pons dijo bueno, señor, era uno solo, pero si tiene otro tan bueno y tan cortito como ese, cuéntelo.

Esa noche, diez años antes de ser famoso, Tangalanga contó cuatro cuentos más, que se acuerda de memoria. Por estrictas cuestiones de espacio, me limitaré a transcribir dos, tal cual él me los contó.

Había un tipo que iba a 1000 kilómetros por al Panamericana, agarró la banquina, dio cuatro vueltas en el aire y fue a parar al hospital. Pobre tipo, le tuvieron que amputar ambas piernas. A la mañana siguiente el tipo se despierta sin saber lo que le pasó y ve a su alrededor otra cama, otra cama, otra cama, y entonces entra el médico y le dice:

–Señor le tengo que dar dos noticias: una buena y otra mala. La mala noticia es que le tuvimos que amputar ambas piernas.
–No me diga. Pero cómo…
–Sí, pero ojo, no se me ponga así, le dije que hay una buena: el de la cama 14 le quiere comprar los mocasines.

Entonces, recuerda Tangalanga que alguien dijo, che, pero eso es humor negro, y Tangalanga le contestó:

–No, humor negro, lo que se dice humor negro es el de la carrera de natación para discapacitados, que había un tipo al que le faltaba una pierna, otro al que le faltaba un brazo, otro todo torcido, y en eso aparece uno al que le faltaban los dos brazos y las dos piernas. El organizador, sorprendido, le dice:
–Qué, ¿Quiere participar?
–Oíme, ¿no es para discapacitados? ¿Qué más querés?

Largan, entonces, este va a parar al fondo de la pileta, se hunde, no salía nunca. Se tiran dos tipos, uno de ellos lo agarra, lo saca, lo levanta, le dice:
–¿Qué te pasó?
–Me agarró un calambre.

Estuve muy suelto, muy espontáneo, en la gloria, me hubiera quedado toda la noche arriba del escenario, tanto que la gente me miraba, creo que desconfiaban, que pensaban que estaba todo arreglado, que yo no era alguien del público, y qué va a estar arreglado, si yo soy pelado, con anteojos, sin maquillaje, cara de boludo…

El humor delivery

Todos los meses, el doctor Tangalanga hace espectáculos, teléfono en mano, en un conocido auditorio de la calle Corrientes. Los espectadores le alcanzan al escenario papeles con los teléfonos y los rasgos particulares de quienes serán burlados. Cada tanto, en sus shows participa, también, la señorita Vilma. ¿Quién es Vilma? La dueña de una santería que honró el oficio del bromista puteándolo durante exactos ocho minutos y medio durante los cuales Tangalanga casi no pudo meter ni un bocadillo. Tanto lo impresionó el enojo de esta mujer y la inventiva enorme que desplegaba para injuriarlo de todas las maneras posibles (escuché la grabación: ruego me disculpen la pudorosa decisión de no reproducirla) que Tangalanga la quiso conocer personalmente y se hicieron amigos.

A su vez, Tangalanga anima casamientos, cumpleaños, fiestas privadas, lo que venga. En este caso, la mecánica es distinta: durante la semana previa a la fiesta, el o los anfitriones le proporcionan datos sobre cuatro o cinco invitados, y Tangalanga los llama, los graba, los hace enojar todo lo que puede. Durante la fiesta, las víctimas conocerán en persona a su victimario y serán, de paso, el hazme reír de sus amigos. Como le pasó hace poco, en una reciente fiesta de médicos, a un pobre cardiólogo.

–Sí, señor, ¿usted es el cardiólogo?
–Así es. ¿Qué desea?
–Mire, lo estoy llamando porque me dice mi mujer que al momento de auscultarla usted le apoyó la oreja sobre la teta…
–Mire, me está ofendiendo, yo soy un profesional con más de treinta años…
–Me imagino entonces la cantidad de veces que habrá apoyado la oreja sobre alguna teta…
–Señor, por favor…
–La cantidad de tetas…

El humor como alivio para el dolor (II)

Se me ocurre decirle que no advierto en él nada parecido al mito del payaso Garrick, nada de eso del humorista como un tipo triste, un amargo irredimible que hace reír a los demás y no puede con sí mismo. Nada que ver, dice, nada que ver. Lo que pasa es que yo no soy un humorista, soy un laburante que se metió a hacer esto de casualidad. Además, durante toda la vida integré cooperadoras de hospitales. Por lo menos una vez por semana, entre 1946 y 1990, visité un hospital, y pasé tres fines de año en el Hospital de Radiación, rodeado de gente con cáncer a la que le llevábamos champagne, sandwiches, bombones, un tipo que tocara la guitarra. Todo eso enseña a vivir: en los hospitales ves cosas que evitan que seas un pelotudo que se hace mala sangre porque llega tarde al cine o porque hay un embotellamiento de tránsito. Todo eso enseña a vivir, repite, y evita que seas un pelotudo que se hace mala sangre por cualquier cosa.

Doctor Tangalanga (1916-2013)

Sobre el autor:

Daniel Riera es periodista y poeta. Autor de los libros Buenos Aires bizarro y Nuestro Vietnam y otras crónicas, entre otros. Desde 2003 edita la revista Barcelona.

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