Fueron, quizás por cuarenta minutos, la mejor selección chilena de la historia.
Sergio Livingstone, el viejo más viejo entre los viejos del fútbol, dio una entrevista antes del partido con Venezuela y dijo: “Esta es la mejor selección de la historia”. Al Sapo hay que creerle porque de verlas las vio todas: tiene 91 años y se acuerda de cada equipo que se puso la Roja desde 1930. Hay que creerle, pero es una pena. Si esta es la mejor y sigue sin ganar —o pelear— una copa, ¿qué queda?
Los argentinos, valorizando su plantel en las fichas de sus jugadores, hablaban de su selección como una Ferrari que Batista, su entrenador, era incapaz de conducir y sólo la chocaba con su incompetencia. Un equipo con tantas figuras que hasta el arriero con menos dientes aseguraría poder dirigirlo mejor. Chile no es una Ferrari: si comparamos los precios, el plantel es más bien un Audi, un auto de lujo y pintoso, seguro y caro, pero no tan rápido ni exclusivo. Aún así —así y todo— el Bichi lo chocó.
Por fin, un equipo respetado. Chile aparecía como favorito y justificadamente: Bielsa —un fantasma que volverá a aparecer junto a sus viudas— dejó armado un equipo para pelear cosas importantes. Definió un espíritu, convenció una actitud y acostumbró a una hinchada: ya no hay chileno que quiera a la selección especulando, esperando, jugando a la contra; de un momento a otro nos hicimos holandeses exigiendo presión todo el partido, pared larga línea de fondo centro atrás, todo a velocidades neerlandesas que nos agrandaron y con razón. Eso, sobre todo, fue lo que recibió Borghi: un equipo agrandado —y con razón.
Pero algo hizo el Bichi, más allá del tenis fútbol, del asado y las bromas. Algo hizo para que este equipo, sin perder ni protagonismo ni hambre, perdiera otras cosas. Cosas que no se vieron tanto en los primeros tres partidos, pero que aparecieron contra Venezuela, en el match que más importaba. Chile, cuando más lo necesitaba, perdió orden y lectura, dos cosas que surgen desde el banco.
Se sabía que Venezuela esperaría y presionaría en la mitad, pero se insistió en jugar por el medio. Se sabía que su fuerte eran las pelotas paradas, pero por ahí llegaron los goles. Y se sabía que Jiménez no es mago sino sólo un jugador con buen representante y una mejor esposa, pero dale con ponerlo de diez. Sumando: un primer tiempo al peo que le costó el partido.
A los jugadores no se les reclama nada: hicieron un enorme segundo tiempo con Valdivia como responsable y la suerte no estuvo. Fueron —quizá y por unos cuarenta minutos— la mejor selección chilena de la historia. Fueron —de seguro— el auto caro que cualquiera querría manejar. Pero el Bichi, con algunas malas decisiones, lo chocó.