El binominalismo dialéctico

por · Agosto de 2014

Las discusiones en Chile no terminan, porque ambos bandos se dan por vencedores. Se plantean ideas con miedo, como si una guerra civil estuviera siempre a la vuelta de la esquina. Hay que terminar con la compasión en el debate.

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Este artículo está afectuosamente dedicado al exsenador Camilo Escalona.

Durante muchos años, se ha hecho una concesión que forma parte del ethos de la transición permanente: otorgarle la razón a un otro, aun cuando esa razón pudiese contravenir principios de cohesión social, de inclusión o de derechos humanos. Se le otorga razón porque sí, porque su voz tiene que estar, su presencia en la opinión pública está por encima de su rigor argumental.

Primero, esta práctica se realizó por razones de seguridad nacional (la paranoia en torno a un ejercicio de enlace redivivo). Después, se perpetuó por razones simplemente binominales.

Mientras escribo este artículo, el licenciado en filosofía Remis Ramos me precisa que «darle razón al otro equivale a concederle el punto». Por lo tanto, esta concesión promueve una cadena de equivalencias: darle lugar al interlocutor equivale a validar sus argumentos, lo que equivale a que su opinión sea legítima, lo que equivale a que le sea conferido, en la práctica, el grado de «contraparte por antonomasia». Con lo cual, en su regazo, pueden allegarse todos quienes se sientan ligeramente disidentes de cualquier forma de expansión de los límites del conservadurismo.

Remis me explica que «una discusión crítica puede tener, en teoría, cuatro resultados posibles: ganas tú, gano yo, consensuamos una solución o suspendemos el juicio. Las discusiones en Chile no terminan en realidad porque ambos bandos se dan por vencedores (por su lado). Ergo, no son discusiones críticas». Dicho de otro modo, se plantean ideas, pero estas no terminan de enfrentarse, como si el miedo a una eventual guerra civil estuviera siempre a la vuelta de la esquina y tal pánico paralizara nuestra discusión política.

Salvo durante el mejor momento de la revolución pingüina y del movimiento estudiantil, esta dialéctica frenó cualquier intento de expandir las fronteras delimitadas por el espíritu de Jaime Guzmán, bajando el nivel de la discusión política y devaluando el debate en los partidos políticos, tanto de la hoy Nueva Mayoría como de la Alianza. Y esta limitación del enfrentamiento argumental nos ha mantenido en estas discusiones cavernarias; que tampoco son muy «discusiones», por cuanto no hay enfrentamiento, sino exhibición de posturas.

Gracias a esta vocación por la mera exhibición de posturas, hemos tenido parálisis legislativas por cuanto nos acostumbramos a la existencia de «un otro» que se opusiera a cuanto se promulgase desde el Poder Ejecutivo. Las consecuencias están a la vista.

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Es ridícula la cantidad de años que llevamos con una ley de divorcio sancionada: diez años. Es ridículo que recién estemos superando la discusión sobre la píldora del día después. Y más ridículo es aún que todavía discutamos si procede mantener la prohibición de todo tipo de aborto, a pesar de las recomendaciones de Naciones Unidas. Para qué hablar sobre el rol de la mujer en la sociedad o del trato del Estado hacia los pueblos originarios.

La necesidad de tener permanentemente un otro no es real. Históricamente, se ha cometido el error de sobrerrepresentar el disenso, sin importar que este pudiera ser minoritario. De hecho, ¿se acuerdan cuando los paneles de discusión televisiva incorporaban a algún miembro de El Porvenir de Chile, hacia finales de la década de 1990?

Cuestionar la existencia forzada de este binominalismo dialéctico no es una cuestión subversiva. Su fin no debe ser concebido como una amenaza a la seguridad nacional, sino como semilla de nuevas perspectivas de alineamientos ideológicos. De otra forma, nos encaminamos a ser un Estado orgánico, corporativista, amparado en conceptos fundacionales unitarios y unificantes. Y esto dista muchísimo de nuestras pretensiones estéticas de imitar los procederes de una república avanzada, que cumpla las normas propias de un miembro de la OCDE.

La revolución pingüina y el movimiento estudiantil hicieron su lucha por desactivar este esquema al instalar entre sus discusiones nuevos parámetros para el ejercicio de la soberanía popular. Consiguieron lo que pocos: intervenir en la agenda pública demandando reformas tributarias, educacionales o una nueva Constitución. ¿Por qué digo «nuevos parámetros»? Porque históricamente nos acostumbramos a que el poder fuera algo ajeno, ejecutado por otros, por expertos, por notables, por esa ilusión corporativista del sujeto más virtuoso: el tecnócrata.

¿Cómo hicieron su lucha? Por una parte, llamando al debate de ideas más que al planteamiento de posturas. Si el adversario tiene ideas malas, estará obligado a comerse la vergüenza pública y la mofa de la debilidad de su postura (no hay que compensar a la contraparte en mimitos, pues la política no se trata de la entrega de reforzamientos positivos a una escuadra de novatos). Además, reinvindicaron el rol de soberanos: el tecnócrata debe adaptarse a las necesidades de los ciudadanos y no al revés.

Así con las minorías mesiánicas

Así con las minorías mesiánicas

El mal llamado «consenso», desprovisto de su careta, no es más que la ilusión de una falsa cohesión. A nuestra política le hace falta mayor rigurosidad en el enfrentamiento de ideas, le hace falta separar las unidades de sentido de los enunciados y le hace falta determinar la validez y solidez de los argumentos. Es necesario permitirnos este derecho. Uno que es básico, me explica Remis: «Es un derecho someter a un análisis crítico no sólo los argumentos propios y los de los otros, sino que también los supuestos valóricos desde los que se originan, supuestos que muchas veces se asume que no deben tocarse».

No vale la pena perpetuar el miedo al binominalismo dialéctico, el que históricamente ha llevado a la política chilena a mirar con excesiva aprensión el panorama de la controversia y la polémica. Como si esta apertura les recordara algo indebido, una caja de Pandora donde están encerrados desde el sobreseimiento de los Pinocheques hasta las manos alzadas de los líderes de la clase política que clausuraron la revolución pingüina: el fin de una supuesta estabilidad.

El mundo no se va a caer si se denuncia la aberración de la homofobia. Ni la del clasismo. Ni la del racismo. Ni la de la justicia militar hacia civiles. Ni la privación del derecho de la mujer sobre su cuerpo. Ni tantas otras lacras. No es necesario imponer un otro que controvierta por la sola necesidad de poner un adversario sobrerrepresentado que enquiste y conquiste las tendencias conservadoras. Un ejemplo: el fallo de la Corte Suprema a partir de la querella presentada por el MOVILH en contra de tres representantes de la UDI:

«Considerando que las declaraciones de los recurridos dicen relación con un tema valórico en el que están involucrados aspectos sociales, culturales y religiosos, no resulta (…) que deban pedir disculpas públicas, toda vez que ello significa que estos jueces acepten una determinada posición sobre el tema, lo que no corresponde a la función jurisdiccional del tribunal».

Es simbólico que la Corte Suprema iguale en dignidad a quien se siente víctima de una expresión de odio y a quien emite estas declaraciones odiosas, toda vez que el odio correspondiente no ha sido aún establecido como penalizable por una ley promulgada por el Congreso Nacional. Que el máximo tribunal no tome partido y decida formar parte de estos enfrentamientos donde la discusión prefiere abstenerse no puede ser más simbólico.

El espacio público es la plataforma desde la cual podemos despachar nuestras ideologías y evaluar sí son procedentes. Pero al concebir la civilidad como un pensamiento en sí mismo, consideramos la discusión contra el otro como algo caníbal; algo que nos tiene más cerca de preceptos de guerra santa que de criterios propios de una democracia liberal representativa.

El binominalismo dialéctico no tiene razón de ser. El debate debe profundizarse para dejar en claro por qué ya la homofobia, el clasismo, el racismo, la justicia militar hacia civiles o la privación del derecho de la mujer sobre su cuerpo no tienen cabida. Y que son cuestiones tan improcedentes como la ablación o el genocidio.

Es urgente expandir los límites de la discusión.

jaimeguzman
El binominalismo dialéctico

Sobre el autor:

Bruno Córdova es licenciado en comunicación. Publicista y diseñador. Mantiene el blog Dicen Otros.

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