Dejar de creer para dejar de sufrir y dejar de temer para luego liberarse. Esas podrían ser las dos ideas de la última película del director chileno Matías Lira (Drama).
Dejar de creer para dejar de sufrir y dejar de temer para luego liberarse. Esas podrían ser las dos ideas de El bosque de Karadima, la última película del director Matías Lira (Drama).
El cotidiano del abusador y el miedo de cómo una sexualidad malsana y no resuelta termina por dañar a otros, en un espiral de podredumbre moral y espiritual, es lo que más transgrede del filme. Aquí, desde el primer encuentro entre abusador y víctima que nada es obvio: el cura es carismático y envolvente, la víctima es un adolescente sensible y cándido que busca en la Iglesia la contención y estabilidad que no encuentra en su hogar.
A partir de ese momento, se firma un contrato siniestro donde la anulación de la voluntad, el terror y la manipulación aparecen como la letra chica que nadie quiere leer. Un párrafo demasiado imposible para los ojos de algunos incrédulos, aunque demasiado necesario y purificador para todos nosotros.
Irónicamente, la secta como metáfora tiene múltiples lecturas en nuestro país. Las hay desde facciones sociales y culturales hasta religiosas. Son numerosas, pero todas operan con el clasismo y la ignorancia como herramientas de control entre sus adeptos. Y es esa idea la que atraviesa la puesta en escena de esta película.
En EBDK no hay una tesis anticlerical, ni tampoco se trata de una furiosa bomba de racimo contra las altas esferas de la elite religiosa y la política chilena. En el filme hay un relato universal, construido con profunda sicología y tacto, dirigido con valentía y juicio, y actuado impecablemente por todos los involucrados: Gnecco, Vicuña, Campos, Isensee.
Aunque, tal vez por razones injustas del montaje, se extrañó ver más escenas de los personajes de Francisco Melo —un poco deslucido dentro de su delimitada participación escuchando la denuncia de Thomas Leighton— y en especial los de Marcial Tagle y Gloria Münchmeyer.
Casi todo el metraje sucede en interiores, entre pasillos de la casa parroquial, dormitorios y livings. Tanto victimarios —no solo Karadima, sino también su red de protección— como víctimas, están encerradas en un circuito asfixiante, neurótico y criminal.
No sacralizar a los hombres por su hábito es el mejor legado-mandamiento que deja este bosque frondoso y melancólico, que ofrece alguna salida una vez encontrado el camino correcto.
Siempre nos dijeron que en los bosques habitaban seres mitológicos de dudosas intenciones, como lo que les pasaba a los personajes de La aldea (2004), de M. Night Shyamalan. Es una vez que alguien rompe el cerco informativo cuando la amenaza pasa inmediatamente a minimizarse y quedar presa de sus miserias y patetismo.
El mito del párroco todopoderoso se ha derrumbado y los mártires ahora viven en un vergel limpio y reparador.