En La Horca, la película de Chris Lofing y Travis Cluff, los fantasmas y los matones coinciden en el escenario de un teatro escolar para montar los roles asignados por el entorno y la presión social.
Si esa estafa infantil llamada Actividad paranormal terminó por agotar el tratamiento audiovisual de found footage, La Horca, de los directores Chris Lofing y Travis Cluff, le devuelve al género el ingenio que tuvo en sus comienzos, con momentos de conseguido pavor mediante su estudiada desprolijidad de cámaras y celulares en mano, agitados por los temblores de sus afligidos protagonistas.
Más cerca de Poder sin límites (Chronicle, 2012) y de la excelente Rec (2007), La Horca muestra la crueldad y manipulación adolescentes, en juegos en los que se desliza el conservadurismo de sus ejecutores y en donde alterar el orden establecido puede convertirse en una osadía castigada con la crítica destemplada y, en casos extremos, con el aislamiento –algo supo de esto esa mártir llamada Carrie (1976).
Los círculos de violencia se abren desde el bizarro accidente que provocó la muerte en escena de Charlie Grimille (que antecede la efectiva campaña viral «Charlie, Charlie» de la película), durante el estreno de la obra “The Gallows”. Veintidós años después, el club de teatro de la secundaria decide hacer una reposición de la obra maldita. Y Reese (Reese Houser), el voluble protagonista de la obra, azuzado por su insoportable amigo Ryan (Ryan Shoos), quien considera casi una herejía que su amigo —un zorrón-americano-pero-con-sentimientos-por-su-nerd-coprotagonista— participe de lo que considera un bodrio, logra convencerlo de zafar boicoteando el set para arruinar el estreno en compañía de Cassidy (Cassidy Gifford), la novia de Ryan.
Ese acto gamberro detona siniestras consecuencias al quedar atrapados en el teatro con el espíritu rabioso de Charlie torturándolos sin tregua a ellos y a Pfeifer (Pfeifer Brown), la impopular compañera de escena de Reese.
Sin sangre ni gore, la historia corre en un tramado que usa toques de melodrama camp y elementos de Whodunit, que puede sonar a exceso y a cóctel caprichoso y disfuncional, lo que puede ser, aunque entretiene y terminar por convertirse en un pequeño título destacado del subgénero de fantasmas y lugares condenados. Ubicando el horror en los entresijos de la imitación de la vida, donde los muertos solo buscan descargar su ira y donde los vivos intentan mantener las apariencias.