El oficio de la palabra hablada

por · Noviembre de 2016

Desde el prólogo de Habla Fidel (Sudamericana), la entrevista de quince horas entre el periodista Gianni Minà y Fidel Castro, el Nobel colombiano Gabriel García Márquez perfila al líder de la Revolución cubana y su evolución posterior.

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El 28 de junio de 1987 concluyó la entrevista que el periodista italiano Gianni Minà mantuvo con el líder de la Revolución cubana, Fidel Castro, a lo largo de quince horas ininterrumpidas.

El prólogo de Habla Fidel (Editorial Sudamericana), el libro que da cuenta de aquella conversación —y que reproducimos a continuación—, fue escrito por una de las pocas amistades masculinas que Castro mantuvo después del Che Guevara y de Camilo Cienfuegos: el Nobel colombiano Gabriel García Márquez.

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Refiriéndose a un visitante extranjero al que había acompañado durante una semana en una gira por el interior de Cuba, Fidel Castro dijo: «Cómo hablará ese hombre, que habla más que yo». Basta conocer un poco a Fidel Castro para saber que era una exageración suya, y de las más grandes, pues no es posible concebir a alguien más adicto que él al hábito de la conversación.

Su devoción por la palabra es casi mágica. Al principio de la Revolución, apenas una semana después de su entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete horas. Debe ser un récord mundial. En las primeras horas, los habaneros no familiarizados todavía con el poder hipnótico de aquella voz, se sentaron a escucharla al modo tradicional, pero a medida que pasaba el tiempo volvían a la rutina con un oído en sus asuntos y otro en el discurso.

Yo había llegado el día anterior con un grupo de periodistas de Caracas, y empezamos a escucharlo en el cuarto del hotel. Luego seguimos oyéndolo sin pausas en el ascensor, en el taxi que nos llevó a los barrios del comercio, en las terrazas floridas de los cafés, en las cantinas glaciales, y hasta en las ráfagas de las radios a todo volumen que salían por las ventanas abiertas mientras caminábamos por la calle. En la noche, todos habíamos cumplido con nuestra jornada sin perder una palabra.

Dos cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro por primera vez. Una era su terrible poder de seducción. La otra era la fragilidad de su voz. Una voz afónica que a veces parecía sin aliento. Un médico que lo escuchaba hizo una disertación tremendista sobre la naturaleza de esos quebrantos, y concluyó que aun sin discursos amazónicos como el de aquel día, Fidel Castro estaba condenado a quedarse sin voz antes de cinco años.

Poco después, en agosto de 1962, el pronóstico pareció dar su primera señal de alarma, cuando se quedó mudo después de anunciar en un discurso la nacionalización de las empresas norteamericanas. Pero fue un percance transitorio que no se repitió. Han transcurrido 26 años desde entonces, Fidel Castro acaba de cumplir sesenta y uno, y su voz parece todavía tan incierta como siempre, pero continúa siendo su instrumento más útil e irresistible para el muy delicado oficio de la palabra hablada.

Tres horas son para él un buen promedio de una conversación ordinaria. Y de tres en tres horas, los días se le pasan como soplos. Como no es un gobernante académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar los problemas donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin estruendo de motocicletas, deslizándose aún a altas horas de la madrugada por las avenidas desiertas de La Habana, o en una carretera apartada. De todo esto ha surgido la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal, que puede hacer una visita a cualquier hora y desvelar a sus visitados hasta el amanecer.

Algo de eso era cierto al principio de la Revolución, cuando aún arrastraba los hábitos de la Sierra Maestra. No solo por la extensión de sus discursos, sino porque no tenía un domicilio cierto, ni tuvo una oficina durante más de quince años, ni tenía horas fijas para nada. La sede del gobierno estaba donde estuviera él, y el poder mismo estaba sometido a los azares de su errancia. Ahora es distinto. Sin contrariar los ímpetus de la inspiración, que son propios de su estilo, ha terminado por imponerse un cierto orden de vida. Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos, donde lo derribaba el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis horas de buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada día.

Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las diez de la noche que a las siete de la mañana del día siguiente. Dedica varias horas a los asuntos de rutina en su oficina de la presidencia del Consejo de Estado, donde hay un escritorio en buen orden, muebles confortables de cuero sin curtir, y un estante de libros que reflejan muy bien la amplitud de sus gustos: desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor. De media caja de puros que se fumaba en un día pasó a la abstinencia absoluta, sólo por tener autoridad moral para combatir el tabaquismo, en un país donde Cristóbal Colón descubrió el tabaco, y que deriva de él buena parte de sus recursos. Su facilidad inclemente para aumentar de peso lo ha obligado a imponerse una dieta perpetua.

Sacrificio inmenso, pues su apetito es de los grandes, y es un cazador insaciable de recetas de cocina, que le gusta preparar con una especie de fervor científico. Un domingo sin frenos, después de un almuerzo en forma, se tomó dieciocho bolas de helado. Pero en la vida corriente apenas si prueba un filete de pescado con vegetales hervidos, y más bien cuando lo vence el hambre que en un horario de rutina. Se mantiene en excelentes condiciones físicas con varias horas de gimnasia diaria y de natación frecuente, se restringe a una copita de whisky puro en sorbos casi invisibles, y ha logrado sobreponerse a su debilidad por los espaguetis que le enseñó a preparar el primer Nuncio Apostólico de la Revolución, monseñor Cesare Sacchi.

Sus cóleras homéricas, pero momentáneas, son ahora fábulas del pasado, y ha aprendido a disolver sus humores oscuros en una paciencia invencible. Total: una disciplina férrea. Pero de todos modos insuficiente, porque la escasez de tiempo le sigue imponiendo un horario insólito, y la fuerza de su imaginación lo arrastra a lo imprevisto. Con él, uno sabe dónde empieza, pero nunca sabe dónde termina. No es raro que cualquier noche se encuentre uno volando en un avión con rumbo secreto, apadrinando una boda, cazando langostas en altamar, o probando los primeros quesos franceses hechos en Camagüey.

Hace mucho tiempo dijo: «Tan importante como aprender a trabajar es aprender a descansar». Pero sus métodos de descanso parecen demasiado originales, y algunos no excluyen la conversación. Una vez se despidió de una intensa sesión de trabajo casi a la media-noche, con signos visibles de agotamiento, y regresó en la madrugada restablecido por completo después de nadar dos horas. Las fiestas privadas son contrarias a su carácter, pues es uno de los raros cubanos que no cantan ni bailan, y las muy pocas a que asiste cambian de naturaleza cuando él llega.

Tal vez él no lo sepa. Tal vez no es consciente del poder con que se impone su presencia, que parece ocupar de inmediato todo el ámbito, a pesar de que no es tan alto ni tan corpulento como parece a primera vista. He visto a los más aplomados perder el dominio frente a él, extremando la compostura o exagerando el desenfado, sin imaginarse siquiera que él está tan intimidado como ellos, y tiene que hacer un esfuerzo inicial para que no lo noten. Siempre he creído que el plural de que se sirve a menudo para hablar de sus propios actos no es tan mayestático como parece, sino una licencia poética para encubrir su timidez.

El hecho es que los bailes se interrumpen, se suspende la música, se aplaza la cena, y la concurrencia se concentra en torno suyo para incorporarse a la conversación que entabla de inmediato. Así puede estar hasta cualquier hora, de pie, sin beber ni comer. A veces, antes de irse a dormir, toca muy tarde en la casa de un amigo con el cual tiene confianza para entrar sin anunciarse, y advierte que sólo va por cinco minutos. Lo dice con tanta sinceridad, que ni siquiera se sienta. Pero poco a poco se va reanimando de pie con la nueva conversación, y al cabo de un rato se derrumba en un sillón y estira las piernas diciendo. «Me siento como nuevo». Así es: fatigado de conversar, descansa conversando.

Una vez dijo: «En mi próxima reencarnación quiero ser escritor». De hecho escribe bien y le gusta hacerlo, aun en el automóvil en marcha, y en unas libretas de apuntes que lleva siempre a mano para anotar cuanto se le ocurre, inclusive las cartas de confianza. Son libretas de papel ordinario, empastadas en plástico azul, que con los años han llegado a ser incontables en sus archivos privados. Su letra es menuda e intrincada, aunque a primera vista parece tan fácil como la de un escolar. Su modo de escribir parece de un profesional. Corrige una frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en los márgenes, y no es raro que busque una palabra durante varios días, consultando diccionarios, preguntando, hasta que queda a su gusto.

En la década del setenta contrajo el hábito de escribir sus discursos, tan despacio y con tanto rigor, que parecían piezas de relojería. Pero esa misma virtud los derrotó. La personalidad de Fidel Castro parecía otra al leerlos: cambiaba el tono, el estilo, hasta la calidad de la voz.

En la inmensa Plaza de la Revolución, ante medio millón de personas, se encontró varias veces como asfixiado por la camisa de fuerza de la letra escrita, y cada vez que podía se apartaba del texto. En otras ocasiones se encontraba con que sus mecanógrafos habían cometido un error, y en vez de corregirlo al vuelo interrumpía la lectura y hacia la enmienda con el bolígrafo tomándose todo su tiempo. Nunca quedaba satisfecho. A pesar de sus esfuerzos por darles calor, y a pesar de lograrlo en muchos casos, aquellos discursos cautivos le dejaban un sentimiento de frustración. Pues decían todo lo que querían decir, y quizás lo decían mejor, pero eliminaban el mayor estímulo de su vida, que es la emoción del riesgo.

La tribuna de improvisador, por consiguiente, parece ser su medio ecológico perfecto, aunque siempre tiene que sobreponerse a una inhibición inicial que muy pocos le conocen, y que él no niega. En una nota que me mandó hace unos años pidiéndome participar en algún acto público, me decía: «Trata de vencer por una vez tu miedo escénico, como tengo que hacerlo yo con tanta frecuencia». Sólo en casos muy especiales lleva una tarjeta con algunas notas que saca del bolsillo sin ningún ritual antes de empezar, y la mantiene al alcance de la vista.

Empieza siempre con voz casi inaudible, de veras entrecortada, avanzando entre la niebla con un rumbo incierto, pero aprovecha cualquier destello para ir ganando terreno palmo a palmo, hasta que da una especie de gran zarpazo y se apodera de la audiencia. Entonces se establece entre él y su público una corriente de ida y vuelta que los exalta a ambos y se crea entre ellos una especie de complicidad dialéctica, y en esa tensión insoportable está la esencia de su embriaguez. Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo.

Al principio, los actos públicos empezaban cuando él llegaba, y esto era tan improbable como la lluvia. Desde hace años llega al minuto exacto, y la duración del discurso depende de la disposición del auditorio. Pero los discursos infinitos de los primeros años pertenecen a un pasado que ya se confunde con la leyenda, porque lo mucho que el pueblo debía entender desde el principio está ya más que explicado, y el mismo estilo de Fidel Castro se ha hecho más compacto al cabo de tantas jornadas de pedagogía oratoria.

Nunca se le ha oído repetir ninguna de las consignas de cartón piedra de la escolástica comunista, ni utilizar para nada el dialecto ritual del sistema: un lenguaje fósil que perdió desde hace mucho tiempo el contacto con la realidad, y al cual corresponde como anillo al dedo una prensa laudatoria y conmemorativa, que más parece hecha para ocultar que para difundir. Es el antidogmático por excelencia, cuya imaginación creativa vive rondando los abismos de la herejía. Raras veces cita frases ajenas, ni en la conversación ni en la tribuna, salvo las de José Martí, que es su autor de cabecera.

Conoce a fondo los veintiocho tomos de su obra, y ha tenido el talento de incorporar su ideario al torrente sanguíneo de una revolución marxista. Pero la esencia de su propio pensamiento podría estar en la certidumbre de que hacer trabajo de masas es fundamentalmente ocuparse de los individuos.

Esto podría explicar su confianza absoluta en el contacto directo. Aún los discursos más difíciles parecen conversatorios casuales, al estilo de los que sostenía con los estudiantes en los patios de la Universidad al principio de la Revolución. De hecho, y sobre todo fuera de La Habana, no es raro que alguien lo interpele entre la muchedumbre de una manifestación pública, y que se entable un diálogo a gritos.

Tiene un idioma para cada ocasión, y un modo distinto de persuasión, según los distintos interlocutores, ya sean obreros, campesinos, estudiantes, científicos, políticos, escritores o visitantes extranjeros. Sabe situarse en el nivel de cada uno, y dispone de una información vasta y variada que le permite moverse con facilidad en cualquier medio. Pero su personalidad es tan compleja e imprevisible, que cada quien puede formarse una imagen distinta de él en un mismo encuentro.

Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel Castro está allí para ganar. No creo que pueda existir en este mundo alguien que sea tan mal perdedor. Su actitud frente a la derrota, aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria. Pero sea lo que sea, y donde sea, todo ocurre en el ámbito de una conversación inagotable.

El tema puede ser cualquiera, según el interés del auditorio, pero a menudo ocurre lo contrario: es él quien lleva un mismo tema a todos sus auditorios. Esto suele ocurrir en las épocas en que está explorando una idea que lo asedia, y nadie puede ser más obsesivo que él cuando se ha propuesto llegar al fondo de cualquier cosa. No hay un proyecto, colosal o milimétrico, en el que no se empeñe con una pasión encarnizada. Y en especial si tiene que enfrentarse a la adversidad. Nunca como entonces parece de mejor aspecto, de mejor humor, de mejor talante. Alguien que cree conocerlo le dijo: «Las cosas deben andar muy mal, porque usted está rozagante».

En cambio, un visitante extranjero que lo encontraba por primera vez, me dijo hace unos años: «Fidel está envejecido: anoche volvió como siete veces sobre el mismo tema». Le hice ver que esas reiteraciones casi maniáticas son uno de sus modos de trabajar. El tema de la deuda externa de América Latina, por ejemplo, había aparecido por primera vez en sus conversaciones desde hacía unos dos años, y había ido evolucionando, ramificándose, profundizándose, hasta convertirse en algo muy parecido a una pesadilla recurrente.

Lo primero que dijo, como una simple conclusión aritmética, fue que la deuda era impagable. Poco a poco, en el transcurso de tres viajes que hice aquel año a La Habana, fui conociendo sus hallazgos escalonados: las repercusiones de la deuda en la economía de los países, su impacto político y social, su influencia decisiva en las relaciones internacionales, su importancia providencial para una política unitaria de la América Latina.

Por último convocó en La Habana un congreso masivo de especialistas, y pronunció un discurso en el que no dejó pendiente ninguna de las incógnitas de sus conversaciones anteriores. Para entonces tenía ya una visión totalizadora que el solo transcurso del tiempo se ha encargado de demostrar.

Me parece que su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas. Como si pudiera ver la mole sobresaliente de un iceberg al mismo tiempo que los siete octavos sumergidos. Pero esa facultad no la ejerce por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo y tenaz. Un interlocutor asiduo podría detectar el primer embrión de una idea, y seguir su desarrollo durante muchos meses a través de su conversación empecinada, hasta que la hace pública en su forma final, tal como ocurrió con la deuda externa. Ahora bien: una vez que agote el tema, es como si hubiera cumplido un ciclo vital: lo archiva para siempre.

Semejante molino verbal, desde luego, requiere el auxilio de una información incesante, bien masticada y digerida. Su auxiliar supremo es la memoria, y la usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble. Su tarea de acumulación informativa principia desde que despierta. Desayuna con no menos de doscientas páginas de noticias del mundo entero. Durante el día, a pesar de su movilidad incansable, lo persiguen por todas partes con informaciones urgentes. Él mismo calcula que cada día tiene que leer unos cincuenta documentos.

A eso hay que agregar los informes de los servicios oficiales y de sus visitantes, y todo cuanto pueda interesar a su curiosidad infinita. Cualquier exageración en este sentido sería apenas aproximada, hasta en circunstancias tan extremas como un viaje en avión. Prefiere no volar, y sólo lo hace cuando no hay otra alternativa. Pero vuela mal por su ansiedad de saberlo todo: no duerme ni lee, apenas come, le pide a la tripulación los mapas de navegación cada vez que tiene alguna duda, se hace explicar por qué se toma esta ruta y no esta otra, por qué cambia el ruido de las turbinas, por qué salta el avión a pesar del buen tiempo. Las respuestas, por supuesto, tienen que ser exactas, pues es capaz de detectar la mínima contradicción en una frase casual.

Otra fuente vital de información, por supuesto, son los libros. Tal vez el aspecto de la personalidad de Fidel Castro que se ajusta menos a la imagen creada por sus adversarios, es la de ser un lector voraz. Nadie se explica cómo le alcanza el tiempo, ni de qué método se sirve para leer tanto y con tanta rapidez, aunque él insiste en que no tiene ninguno en especial. En sus automóviles, desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos, hasta el Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas veces se ha llevado un libro en la madrugada, y a la mañana siguiente lo comenta.

Lee el inglés, pero no lo habla. En todo caso prefiere leer en castellano, y a cualquier hora está dispuesto a leer cualquier papel con letras que le caiga en las manos. Cuando necesita algún libro muy reciente que no está traducido, se lo hace traducir de emergencia. Un médico amigo le mandó por cortesía su tratado de ortopedia acabado de publicar, sin la pretensión de que lo leyera, por supuesto, pero una semana después recibió una carta suya con una larga lista de observaciones. Es lector habitual de temas económicos e históricos.

Cuando leyó las memorias de Lee Iaccoca, descubrió varios errores tan increíbles, que mandó a buscar la versión inglesa a Nueva York, para confrontarla con la española. En efecto, el traductor había confundido una vez más el significado de la palabra billón en los dos idiomas. Es un buen lector de literatura, y la sigue con atención. Llevo sobre mi conciencia el haberlo iniciado y mantenerlo al día en la adicción de los best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra los documentos oficiales.

Con todo, su fuente de información inmediata y más fructífera sigue siendo la conversación. Tiene la costumbre de los interrogatorios rápidos que se parecen a una matriusca, la muñeca rusa de cuyo interior se saca una igual más pequeña, y de la cual se saca otra igual más pequeña, y luego otra igual más pequeña, hasta la más pequeña posible. Preguntas sucesivas que él hace en ráfagas instantáneas hasta descubrir el porqué del por qué del porqué final.

Al interlocutor le cuesta trabajo no sentirse sometido a un examen inquisidor. Cuando un visitante de América Latina le dio un dato apresurado sobre el consumo de arroz de sus compatriotas, él hizo sus cálculos mentales, y dijo: «Qué raro, cada uno se come cuatro libras de arroz al día». Con el tiempo se aprende que su táctica maestra es preguntar sobre cosas que sabe para confirmar sus datos. Y en algunos casos para medir el calibre de su interlocutor, y tratarlo en consecuencia.

No pierde ocasión de informarse. El presidente colombiano Belisario Betancur, con quien mantuvo un contacto telefónico frecuente a pesar de que no se conocían ni hay relaciones diplomáticas entre los dos países, lo llamó una vez para algún asunto casual. Fidel Castro me dijo después: «Aproveché que ambos teníamos tiempo, para preguntarle algunos datos que no venían en los cables sobre la situación del café en Colombia».

Son pocos los países que conoció antes de la Revolución, y en los que ha visitado después en viajes oficiales se ha visto condenado al estrecho horizonte del protocolo. Sin embargo, también habla de ellos, y de otros muchos que no conoce, como si los hubiera visitado. Durante la guerra de Angola describió una batalla con tal minuciosidad en una recepción oficial, que costó trabajo convencer a un diplomático europeo de que Fidel Castro no había participado en ella. El relato que hizo en un discurso público de la captura y el asesinato del Che Guevara, el que hizo del asalto al Palacio de la Moneda y de la muerte de Salvador Allende, o el que hizo de los estragos del ciclón Flora, eran grandes reportajes hablados.

España, la tierra de sus mayores, es en él una idea fija. Su visión de la América Latina en el porvenir es la misma de Bolívar y Martí: una comunidad integral y autónoma capaz de mover el destino del mundo. Pero el país del cual sabe más, después de Cuba, son los Estados Unidos. Conoce a fondo la índole de su gente, sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus gobiernos, y esto le ha ayudado a sortear la tormenta incesante del bloqueo. A pesar de las restricciones del gobierno de los Estados Unidos, hay una línea aérea casi diaria entre La Habana y Miami, y no pasa un día sin que lleguen a Cuba visitantes norteamericanos de toda clase, en vuelos especiales o en aviones privados. En vísperas electorales, hay una afluencia incesante de políticos de ambos partidos.

Fidel Castro ve a cuantos puede ver, se ocupa de que estén bien atendidos mientras esperan, y hace lo posible por dedicarles bastante tiempo para un intercambio exhaustivo de informaciones inéditas. Son verdaderos festivales de conversación. Él les canta las verdades, y soporta muy bien que se las canten a él. Da la impresión de que nada le divierte tanto como mostrar su cara verdadera a quienes llegan preparados por la propaganda enemiga para encontrarse con un caudillo bárbaro. En una ocasión, ante un grupo de congresistas de los dos partidos, hombres de negocios y hasta un oficial del Pentágono, hizo un recuento muy realista de cómo sus antepasados gallegos y sus maestros jesuitas le infundieron unos principios morales que le habían sido muy útiles en la formación de su personalidad, y concluyó: «Soy un cristiano».

Fue como soltar en la mesa una granada de guerra. Los norteamericanos, formados en una cultura que sólo entiende la vida en blanco y negro, saltaron por encima de las explicaciones previas y quedaron deslumbrados por el estruendo de la conclusión. Al término de la visita, ya con los primeros soles, el más conservador de los parlamentarios expresó el criterio sorprendente de que nadie le parecía tan eficaz como Fidel Castro para servir de mediador entre la América Latina y los Estados Unidos.

Lo cierto es que todo el que viene a Cuba quisiera verlo de cualquier modo, aunque son muchos los que sueñan con verlo en privado. Sobre todo los periodistas extranjeros, que no consideran terminado su trabajo mientras no se lleven el trofeo de una entrevista con él.

Creo que él los complacería a todos si no fuera por la imposibilidad material: en este momento hay unas trescientas solicitudes formales en espera de un trámite que puede ser infinito. Siempre hay un periodista que espera en un hotel de La Habana, después de haber apelado a toda clase de padrinos para verlo.

Algunos esperan meses. Se indignan de no saber a quién acudir, pues nadie sabe a ciencia cierta cuáles son los trámites certeros para llegar a él. La verdad es que no hay ninguno. No es raro que algún periodista de suerte le haga una pregunta casual en el curso de una aparición pública, y que el diálogo termine en una entrevista de varias horas sobre todos los temas imaginables. Se detiene en cada uno, se aventura por sus vericuetos menos pensados sin descuidar jamás la precisión, consciente de que una sola palabra mal usada puede causar estragos irreparables.

En las muy pocas entrevistas formales suele conceder el tiempo que le soliciten, aunque él mismo lo prolonga después con una elasticidad imprevisible, estimulado por la dinámica del dialogo. Sólo en casos muy especiales pide conocer antes el cuestionario. Jamás ha rehusado contestar ninguna pregunta, por provocadora que sea, ni ha perdido nunca la paciencia. A veces, las dos horas previstas se convierten en cuatro y casi siempre en seis. O en diecisiete, como fue el caso de esta entrevista que Gianni Miná le ha hecho para la televisión italiana, y que es una de las más largas que ha concedido, y también de las más completas.

Al final, muy pocas entrevistas le gustan, sobre todo las transcripciones escritas, que en aras del espacio suelen sacrificar la exactitud y los matices propios de su estilo personal, cree que las de televisión terminan desnaturalizadas por la fragmentación inevitable, y le parece injusto haber dedicado hasta cinco horas de su vida para un programa de siete minutos. Pero lo más lamentable, tanto para Fidel Castro como para sus oyentes, es que aun los periodistas mejores, sobre todo los europeos, no tienen ni siquiera la curiosidad de confrontar sus cuestionarios con la realidad de la calle.

Anhelan el trofeo de la entrevista con preguntas que llevan escritas de acuerdo con las obsesiones políticas y los prejuicios culturales de sus países, sin tomarse el trabajo de averiguar por sí mismos cómo es en realidad la Cuba de hoy, cuáles son los sueños y las frustraciones reales de sus gentes: la verdad de sus vidas. De este modo les quitan a los cubanos de la calle una ocasión de expresarse ante el mundo, y se niegan a sí mismos el logro profesional de interrogar a Fidel Castro, no sobre las suposiciones europeas, que son tan lejanas, sino sobre las ansiedades de su propio pueblo, y sobre todo en estas vísperas de grandes decisiones.

En fin: oyendo a Fidel Castro en tantas y tan diversas circunstancias, me he preguntado muchas veces si su afán de la conversación no obedece a la necesidad orgánica de mantener a toda costa el hilo conductor de la verdad en medio de los espejismos alucinantes del poder. Me lo he preguntado en el transcurso de numerosos diálogos, públicos y privados. Pero sobre todo en los más difíciles y estériles, con quienes pierden ante él la naturalidad y el aplomo, y le hablan en fórmulas teóricas que nada tiene que ver con la realidad. O con quienes le escamotean la verdad por no causarle más preocupaciones de las que tiene. Él lo sabe.

A un funcionario que lo hizo, le dijo. «Me ocultan verdades por no inquietarme, pero cuando por fin las descubra me moriré por la impresión de enfrentarme a tantas verdades que han dejado de decirme». Las más graves, sin embargo, son las verdades que se le ocultan para encubrir deficiencias, pues al lado de los enormes logros que sustentan la Revolución —logros políticos, científicos, deportivos, culturales— hay una incompetencia burocrática colosal que afecta a numerosos órdenes de la vida diaria, y en especial a la felicidad doméstica, y que ha obligado al propio Fidel Castro, casi treinta años después de la victoria, a ocuparse en persona de asuntos tan extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza.

Todo es distinto, en cambio, cuando habla con la gente de la calle. La conversación recobra entonces la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. De sus varios nombres civiles y militares, sólo le queda entonces uno: Fidel. Lo rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo contradicen, le reclaman, con un canal de transmisión inmediata por donde circula la verdad a borbotones. Es entonces, más que en la intimidad, cuando se descubre al ser humano insólito que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer, al cabo de incontables horas de conversaciones, por las que no pasan a menudo los fantasmas de la política.

Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues, e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal. Sueña con que sus científicos encuentren la medicina final contra el cáncer, y ha creado una política exterior de potencia mundial en una isla sin agua dulce, ochenta y cuatro veces más pequeña que su enemigo principal. Es tal el pudor con que protege su intimidad que su vida privada ha terminado por ser el enigma más hermético de su leyenda.

Tiene la convicción casi mística de que el logro mayor del ser humano es la buena formación de su conciencia, y que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar el mundo y empujar la historia. Creo que es uno de los grandes idealistas de nuestro tiempo, y que quizás sea ésta su virtud mayor, aunque también ha sido su mayor peligro.

Muchas veces lo he visto llegar a mi casa muy tarde en la noche, arrastrando todavía las últimas migajas de un día desmesurado. Muchas veces le pregunté cómo iban las cosas, y más de una vez me contestó: «Muy bien: tenemos llenas todas las presas». Lo he visto abrir el refrigerador para comerse un pedazo de queso, que era tal vez lo primero que comía desde el desayuno. Lo he visto llamar por teléfono a una amiga de México para pedirle la receta de un plato que le había gustado, y lo he visto copiarla apoyado en el mostrador, entre los trastos de la cena todavía sin lavar, mientras alguien cantaba en la televisión una canción antigua: «La vida es un tren expreso que recorre leguas miles».

Lo he oído en sus escasas horas de añoranza evocando los amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue, las cosas que hubiera podido hacer de otro modo para ganarle más tiempo a la vida. Una noche, mientras tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi tan abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que por un instante me pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: «Pararme en una esquina».

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Habla Fidel
Gianni Mina
Sudamericana, 1988
387 p. — Ref. $24.000

El oficio de la palabra hablada

Sobre el autor:

Gabriel García Márquez fue un escritor y periodista colombiano. Autor, entre otros libros, de Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Vivir para contarla. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.

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