Existencialismo para turistas

por · Enero de 2016

En medio de su exilio europeo, Gabriel García Márquez intentó comprender lo que ocurría en las democracias populares de Europa del Este. 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola.

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En los años cincuenta, durante su exilio europeo, Gabriel García Márquez todavía no era el Nobel de Literatura amigo de Fidel Castro, cuando estaba decidido a poner los sentidos en las llamadas democracias populares, anotando los pequeños detalles del comunismo amasado por Lenin: «La preocupación por la masa no deja ver al individuo», en un continente que despertaba con las ruinas de la II Guerra Mundial y el murmullo de la guerra fría.

«Es un viaje peligroso para un periodista honesto; se corre el riesgo de formarse juicios superficiales, apresurados y fragmentarios, que los lectores podrían considerar como conclusiones definitivas», advierte de entrada en De viaje por Europa del Este, un diario de viajes compuesto de once crónicas publicadas originalmente en la revista colombiana Cromos, donde se percibe el hastío por la burocracia en la frontera y la paciencia como constante del paisaje europeo.

Con la habilidad para precisar y hacer de la nimiedad un valor universal, García Márquez revela su necesidad por comprender la realidad de Checoslovaquia, que lo deslumbra: «La ciudad está hecha con los elementos de la tradición discretamente aprovechados, con un orden y un buen gusto al cual no se le ven las cuerdas, como no se le ven las cuerdas al sistema, al régimen comunista, a la revolución, a la industria —que es la mejor equilibrada de Europa—, ni a las marionetas checas, que son las mejores del mundo»; Polonia, de una pobreza profunda, aunque con una notable ebullición juvenil en Varsovia; y la más aséptica URSS: «22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola», a donde llega en medio de un congreso internacional: «Un domingo de quince días», en pleno proceso de desestalinización: «Yo no quería conocer una Unión soviética peinada para recibir una visita. A los países, como a las mujeres, hay que conocerlos acabados de levantar».

El viaje comienza en Berlín Oriental, una ciudad profundamente triste y arrinconada por el peso de la derrota. «La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías», escribe el autor que ya había publicado La Hojarasca y que parece decidido a contar lo que ve.

Y lo que ve tiene pliegues sórdidos:

En el territorio de Alemania Occidental hay cinco emisoras donde nunca se ha transmitido una palabra en alemán. Cuando uno advierte todo eso y piensa además que Berlín Occidental es un islote enclavado en la cortina de hierro, que no tiene relaciones comerciales a 500 kilómetros a la redonda, que no es un centro industrial considerable (…) Uno está obligado a pensar que Berlín Occidental es una enorme agencia de propaganda capitalista. Su empuje no corresponde a la realidad económica.

Las voces que utiliza son las de los estudiantes universitarios, trabajadores que matan el tiempo en bares, rayados de baños y asistentes a fiestas de aristocracias arruinadas:

Era una fiesta de gala. Yo estaba en blue jeans pero no me ocupé de ese detalle porque había oído decir que en las democracias populares se podía asistir a las fiestas de cualquier manera (…) Los choferes de los automóviles oficiales también estaban en la fiesta. No se mezclaban con el resto de la concurrencia. Yo me fui con ellos, no porque tuviera nada contra la costumbre polaca de besar la mano de las damas, sino porque me parecía algo así como un contrasentido histórico hacerlo en blue jeans y guayabera. Los choferes estaban vestidos como nos vestimos nosotros, los choferes de todo el mundo, y yo me sentía en mi ambiente. Inclusive intervine en la conversación con ese polaco limpio y fluido que cualquiera es capaz de hablar después del tercer vodka.

En esas economías planificadas e intervenidas por el Estado, García Márquez une piezas que asoman ajenas, como una forma de explicar el absurdo montado alrededor, sobre todo en la URSS estalinista: «Los libros de Franz Kafka no se encuentran en la Unión Soviética. Se dice que es el apóstol de una metafísica perniciosa. Es posible, sin embargo, que hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin».

Del deseo de Stalin por controlarlo todo, el autor levanta un postulado brillante que une la moral cristiana con la soviética en un rápido atlas humano:

Las muchachas, en sus relaciones con los hombres, tienen las mismas vueltas, los mismos prejuicios, los mismos recovecos psicológicos que son proverbiales en las españolas. Se comprende a simple vista que manejan los asuntos del amor con esa simplicidad conflictiva que los franceses llaman ignorancia. Se preocupan del qué dirán y hacen noviazgos regulares, largos y vigilados.

Parece que nada sobra en este libro lleno de imágenes impresionantes, en donde García Márquez llega a hundirse en los resortes más sutiles de naciones que hoy son un recuerdo. En esa medida —la histórica, perogrullo del valor póstumo— su prosa permanece, como anotó alguna vez el escritor Carlos Fuentes, vigente y liberada del tiempo.

europa del este

De viaje por Europa del Este
Gabriel García Márquez
Literatura Random House, 2015
147 p. — Ref. $10.000

Existencialismo para turistas

Sobre el autor:

Felipe Ojeda (@paniko).

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