Partí a La Vega, gasté diez lucas, cociné tres horas y lo logré: me quedó igual a la brasileña: densa, cárnica, profunda, pedorrienta.
El año pasado me puse short, condoritos, una polera de Sepultura y nos subimos a un avión con la Gloria, una amiga que conocí en Badoo. Llegué a Río de Janeiro a mirar potos, ir a la playa, mirar potos, tomar cerveza, comer frituras y mirar potos con permiso de la Gloria. Y también me reuní con mi amigo Víctor, el de la foto, abajo, abrazado con tres compañeros de la facultad.
Víctor es un amigo del barrio que vive en Río hace varios años y cuando supo que iba para allá me encargó vino en caja, té en bolsitas y 15 paquetes de merkén para comérselo a cucharadas. Víctor se fue a estudiar allá porque ¡SORPRESA! es gratis. Y porque ¡SORPRESA! hay culos y fiesta y es verano todo el año.
Después de vivir un año en una favela —donde se despertó una noche con una metralleta de la policía apuntando por la ventana— Víctor conoció a Victoria, una hermosa brasileña, y juntos se fueron a un departamento en el barrio Vila Isabel, cerca del Maracaná, al norte de Río. Un barrio brasileño viejo, con farmacias que venden cerveza y abuelos a guata pelada cantando y tocando tamborcitos todo el día en la calle. Eso le fascina a Víctor. A mí no. Todo bien con los viejos a guata pelada, pero demasiada alegría me baja la presión. Así que le pedí a Víctor que me llevara a lo que vine: comer una feijoada. Porque además, le dije, ya tenía los intestinos atascados con coxinhas, unas bolitas de masa frita rellenas con pollo peligrosamente adictivas. Y entonces Víctor me llevó al Vilarejo, un restorán de su barrio y nos sentamos a tomar cerveza y pedimos, por fin, una feijoada. La Gloria andaba con diarrea así que pidió unos anticuchos.
En minutos llegó la feijoada, que era para dos personas, y nos pareció raro que llegara una pura fuente de feijoada —ojo: siempre te quieren cagar los brasileños. Te ponen viejos a guata pelada tocando tamborcitos, pero cuando llega la cuenta y te sirven la comida siempre te quieren cagar. Nos pasó cien veces—. Por suerte estaba Víctor, que reclamó en perfecto portugués y el garzón se disculpó inclinándose un poco y trajo la otra fuente y nos regaló una caipiriña, porque son muy elegantes los brasileños después que uno los descubre metiéndote el pico en el ojo. En fin, ahora sí estaba en el cielo: dos fuentes desbordadas de porotos negros, trozos de oreja de chancho, tocino, pata de chancho en cubitos, longaniza, costillar, carne seca, todo eso hervido por horas en una olla de regimiento y acompañado con otra fuente de arroz blanco y un pocillo con farofa, un polvo con sabor a arena del Quisco, hecha de mandioca, y que los brasileños, por algún extraño pacto, se lo espolvorean a todo. También había una fuente con berza frita, una verdura amarga que no calza bien con nada porque la magia, la verdadera magia, es lo que la Gloria y yo bautizamos como el bolo alimenticio perfecto. Es decir: chancho, porotos negros y arroz, todo en la boca al mismo tiempo. Yo lo hacía así: buscaba un tesoro en la feijoada. Un trozo gelatinoso de pata de chancho, por ejemplo, y luego unos porotos negros con un poco de caldo. Me lo echaba a la boca y luego me zampaba una cucharada de arroz y cerraba los ojos y solito hacía ruiditos de placer: bolo alimenticio perfecto, muy cercano al bolo alimenticio universal de ramitas con chis pop al mismo tiempo en la boca.
Estaba fenomenal. Le pregunté a Víctor si estaba realmente buena y me dijo que sí. Le creí, obvio, porque Víctor ha probado feijoadas y esta, la del Vilarejo, es su favorita. Había 300 grados celsius o algo así. Sudé como un cerdo. Estuve hinchado varias horas. Y mientras veía abuelos a guata pelada tocando tamborcitos en todas partes, intoxicado en grasa animal y porotos, me pregunté cómo los brasileños podían comer esta mierda exquisita con este clima infernal y me imaginé un día nublado, con lluvia, con frío, con la Gloria en mitones de cuero, comiendo feijoada en Santiago. Y ese día llegó. Fue el miércoles. La primera lluvia decente del año. Partí a La Vega, gasté diez lucas, cociné tres horas y lo logré: me quedó igual: densa, cárnica, profunda, pedorrienta.
Entren a Youtube y pongan “Roots Bloody Roots” y lean lo que viene a continuación porque me rajaré con la receta. Mi propia receta, en realidad. La Gloria dice que acá debería escribir algo sobre el mundial de Brasil y la marea roja y yo le digo que ojalá el Huaso Lalo coma feijoada porque le va a encantar. Todo hombre que suda y llora como el Huaso Lalo gozará una feijoada con el alma.
Ok. Vayan a La Vega y compren esto:
Medio kilo de porotos negros
Tocino
Una pata de chancho
Costillar
Dos longanizas
Dos naranjas
Una cebolla grande
Cinco dientes de ajo
Sal
Pimienta
Luego vuelvan a su casa, desenfunden y piquen todo. Piquen el tocino en cubos y tírenlo a una olla caliente y dejen que sude un poco, como dicen los que saben, y luego rebanen el costillar en unas ocho piezas. Cuando compren la pata de chancho pídanle al carnicero que la rebane en dos. Los carniceros tienen unas máquinas muy buenas para rebanar de todo, sobretodo sus dedos. Luego lancen la pata de chancho a la olla con el costillar y doren. Doren. Doren. Doren unos diez minutos y luego pelen las naranjas. Córtenlas en gajos o como quieran y agréguenlas a la olla. Pongan sal y pimienta, un par de hojas de laurel y acomoden un poco las carnes. Cuando esté todo dorado y la naranja disuelta, den vuelta encima los porotos con el agua del remojo —12 horas de remojo—, revuelvan y acomoden otra vez. Cubran con un poco más de agua. Debe quedar todo apenas cubierto de agua. Mantengan el fuego alto. Tapen. Tomen cerveza. Fumen un cigarro. Escuchen Sepultura. Hagan y reciban sexo oral.
Ahora pelen la cebolla y los cinco dientes de ajo y corten la longaniza en rodajas. Piquen la cebolla y el ajo y frían con mantequilla. Si le quitaron un poco de grasa al costillar y la botaron a la basura, recupérenla y agréguenla. Vean cómo se derrite. Es hermoso… Cuando la cebolla esté casi transparente agreguen las longanizas y doren un poco. Al primer hervor de la olla incorporen el sofrito con las longanizas. Tapen otra vez. Tomen cerveza. Piensen en planetas potencialmente habitables. Bajen el fuego al mínimo y esperen dos horas y media, revolviendo de vez en cuando para que no se pegue nada al fondo.
Después de las dos horas y media destapen. Verán algo parecido a un pozo de alquitrán con animales adentro. Es prehistórico. El olor también. Prueben, rectifiquen sal y pimienta, y sirvan en una fuente o en un plato o como quieran. Si revuelven un poco encontrarán pedazos de hueso, costillas del cerdo que se despegaron de la carne. Excelente señal. Acompañen con arroz blanco y arena del Quisco. La Gloria se trajo un paquete de farofa que le robó a Víctor, así que lo comimos con farofa. Fuimos felices.
P.D: ¿Hay algo más manoseado y archi recomendado que La Vega Chica y sus cocinerías? No sé, pero ese día, como fui temprano, tomé desayuno allá y me serví un caldo de seso de cordero en la cafetería de la Carmen, en el primer pasillo, por mil cuatrocientos pesos. Untoso, pegajoso, fuerte a hierro y pelaje animal. El precio incluye marraqueta y un pocillo de pebre de cien años. Si van para allá pídanlo con verdura (cilantro). Yo de hueón dije que no.