Hoy para hablar, necesitamos ante todo de imágenes.
El celular que tengo lo compré a mediados del 2018. A día de hoy, terminando el 2020, tengo guardadas más de 15.000 fotografías. Significa que en promedio tomo quizá unas treinta fotografías por día. No cuento, por supuesto, otras miles de imágenes que me han sido enviadas por chat o correo. He olvidado quiénes me las han enviado. Tampoco puedo recordar haberlas visto en algún momento. Posiblemente pronto las olvide de nuevo. Ahora bien, mi falta de memoria visual no ocurre tan solo con imágenes de terceros, con esas fugitivas capturas de realidades compartidas. Al explorar la galería de imágenes de mi celular consigo fotografías de mi autoría que ignoro haber sacado. Imágenes que no me llevan a ninguna parte. Imágenes que no me producen nostalgia, de lugares y tiempos sobre los cuales no siento las ganas de volver. Parecen, más bien, una realidad construida con otra intención, bajo otros parámetros. Una realidad instantánea, fugaz, para decirle algo a alguien, o quizá a mí mismo, en un finito momento del pasado sin repercusión en mi presente. Sin embargo, son imágenes que siguen allí, almacenadas, como diciéndome que parte de mi experiencia diaria implica el comunicarme con historias visuales que desaparecen al día siguiente, perdidas entre cientos de imágenes olvidadas como ellas. Aunque, como explica el crítico de arte Okwui Enwezor, la cámara es literalmente una máquina archivística, y toda fotografía sería a priori un objeto archivístico, ello no implica que quien tome la fotografía, como suerte de arconte de su propia producción visual, tenga la autoridad o la capacidad de portarla de sentido. Estamos ante fotografías, u objetos visuales archivísticos, que parecen carecer de valor.
Para el fotógrafo Joan Fontcuberta habitamos hoy en el mundo de la postfotografía, un mundo de superabundancia visual en el cual las fotografías fluyen en un espacio de sociabilidad digital difícil de controlar. Vivimos, de acuerdo con Fontcuberta, en un nuevo orden de la visualidad donde comunicarse implica, principalmente, transmitir imágenes. Por ello, Fontcuberta afirma que hoy es impensable un teléfono que no lleve una cámara instalada. Hoy los teléfonos son en realidad cámaras fotográficas que permiten, como característica adicional, hacer llamadas. Hoy para hablar, necesitamos ante todo de imágenes.
Por su parte, el investigador Nathan Jungerson explica que en cada época la visión cambia y está histórica y socialmente situada. Por ello, para Jungerson, nos enfrentamos ahora a una nueva noción de fotografía al que denomina “social photo”. La “social photo”, o fotografía social, implica que su existencia como imagen está subordinada a ser una unidad de comunicación. La fotografía social implica una práctica cultural, una manera de ver, de hablar y de aprender. Entender la fotografía social es entender la ubicuidad de la comunicación digital y de las redes sociales. La fotografía social implica romper la dicotomía entre el fotógrafo profesional y el fotógrafo aficionado, así como de los medios analógico y digital, puesto que no puede ser leídas en términos artísticos, sino más bien sociales. La fotografía social hace que todo momento sea potencialmente fotográfico, y por lo tanto se convierte en un vehículo para transmitir experiencias. Jungerson explica que la fotografía más tradicional se enfocaba en construir escenas, momentos trascendentales, lo cual no parece inscribirse necesariamente en una fotografía social. La fotografía social más bien se enfoca en los intersticios de esas escenas, en detalles muchas veces menores, banales, inmanentes. La fotografía social busca, ante todo, extender las formas de sociabilidad. Por ello, no importa tanto el hardware, es decir, el equipo material (el tipo de lente, la calidad de la cámara) como el software, es decir, todas las técnicas y formas de modificación y circulación que harían a las imágenes más socialmente relevantes. Por tanto, la fotografía social complica el carácter documental de la fotografía, si es que lo tiene, puesto ya que su objetivo es ampliar las formas de comunicación y de lo social puede usar tantas técnicas y recursos sean necesarios para ello. Incluyendo la ficción. Paradójicamente, la fotografía social, a pesar de su exceso, no implica un ojo pasivo que captura sin cesar. La fotografía social construye una mirada y se piensa en términos de una potencial audiencia. Una audiencia, a mi parecer, que responde también a un momento concreto de un tiempo específico. Por ello, la fotografía social tiene una temporalidad finita, pues su modo de intervención en un contexto dado puede desgastarse.
Vuelvo a mi propio archivo fotográfico y pienso en la dificultad de trabajar hoy con archivos digitales. Aunque los metadatos de las imágenes pueden proveernos de una serie de información esencial para un análisis (el lugar, la fecha, el tipo de cámara, etc.), carecen de posiblemente el elemento más central: el contexto conversacional. ¿En qué condiciones fue usada la imagen? ¿Se utilizó o no en una conversación? ¿Tuvo su efecto en el momento para el que fue pensado? ¿La acompañaron otras imágenes, palabras o emoticones? Aunque, como explica el historiador del arte John Tagg, toda fotografía debe pensarse en un juego de relaciones sociales, políticas, económicas y epistemológicas, la fotografía social va un paso más allá porque entra en una intimidad que requiere de una lectura tan específica e individual que puede parecer excesiva. Una lectura que, incluso haciéndola sobre nuestras propias fotografías sociales, rebasa nuestro propio testimonio de evidenciar con las imágenes el “esto ha sido” barthesiano. No hay retorno, sino imágenes abandonadas, archivadas para siempre.