Lo que más se rescatará de esta selección, independiente de si pierde o de si se transforma en el campeón mundial más improbable de la historia, será su permanente deseo de ganar. Pero no de ganar como sea.
He pensado en ganar y en lo que significa, en si estamos preparados para ganar nosotros, como aficionados que se apropian del triunfo de otros, en si están preparados para ganar ellos, los futbolistas que juegan en el nombre de Chile, en si ha estado preparado alguien alguna vez para ganar algo sin haberlo hecho nunca antes.
Pienso porque se ha hablado tanto de ganar —los jugadores quieren ganar y el pueblo quiere ganar y los auspiciadores quieren ganar— que nadie se ha detenido a pensar en qué pasará cuando eso no pase. Es un escenario conocido, del que tampoco vale mucho la pena de hacerse una idea.
Lo que más se rescatará de esta selección chilena, independiente de sus resultados, independiente de si pierde hoy y luego el lunes o de si gana todo y se transforma en el campeón mundial más improbable de la historia, será su permanente deseo de ganar. Pero no de ganar como sea, sino manteniéndose fiel a sí misma.
Ganar, en el fútbol y en la vida, puede ser casual. Puede llegar, incluso, sin querer. Ganan y han ganado equipos que lo que querían era no perder, que lo que se proponían era cometer pocos errores y correr los menores riesgos. Chile, sin más, ha forjado su historia, en gran parte, en el sin querer. Revoluciones y partidos conseguidos con el sacrificio de pocos y la parsimonia de miles. Pato Yáñez y su solitaria corrida en Paraguay, Salas y su soliloquio en Wembley. El peso de muchos en los hombros de uno solo.
Se admita o no, desde Bielsa que la Selección no depende de la fortuita genialidad de un crac aislado, y esta generación, crecida con el Loco y madurada con Sampaoli, se compró ese ánimo colectivo. Y se convenció, también, que lo importante no era ganar, necesariamente, sino querer hacerlo. Siempre, en cualquier cancha y ante cualquier rival. Pero nunca, jamás, traicionando la forma.
El brillo de Sampaoli no tiene tanto que ver con su obsesión por el ataque como por entender que este Chile no está hecho para defenderse. No hay un Elías Figueroa, tampoco un Alberto Quintano, ni siquiera un Waldo Ponce o un Pedro Reyes. No hay nada. Hay mediocampistas convertidos en centrales y la convicción de que querer ganar es el mejor camino para no perder.
Guarello escribía en su columna, excesivamente celebrada, que para avanzar no hay otra salida que ganar. Que meter miedo era de personajes secundarios, que el respeto sólo se consigue ganando. Yo no creo en el respeto. España se inundó en su respetabilidad y así le fue. Los uruguayos, respetadísimos, se ahogaron con el peso de su propia bandera. El respeto trae confianza, y la confianza inmovilidad. Ganar, entonces, no lo es todo, aunque sea lo único que sirva para seguir en el Mundial.
Confío en estos jugadores. Como quieren ganar, y no de cualquier manera, parecen capaces de convivir luego con la demencia del triunfo. Por mucho que sus caras inunden la ciudad en las publicidades, no se sospecha una fuga de aires de grandeza. Nosotros, la gente, nos ilusionamos con poco y nos deprimimos con mucho. Como si fuéramos tan importantes. Los jugadores, en cambio, se aprovechan de que la camiseta roja pesa poco, y disfrutan sabiendo que su responsabilidad es ninguna. Si no ganan, habrán querido hacerlo, y eso ya es una victoria en un país que nunca antes se había atrevido.