Este drama policial estrenado por Netflix nos recuerda que luego del terremoto moral, sea como sea, y a pesar de cualquier claroscuro, los lazos de sangre son la única contención que tendremos.
La sargento Catherine Cawood (Sarah Lancashire) tiene cerca de cincuenta años, está separada, es de contextura gruesa y vive en un bucólico pueblito de la campiña inglesa que lleva por nombre Happy Valley, localidad vecina de Yorkshire, en la que sus días se pasan lidiando con drogadictos en crisis y con sus superiores, que deslizan su misoginia hacia ella.
Al llegar a casa, la esperan su hermana Sarah (Siobhan Finneran), una ex adicta a la heroína y su nieto Ryan (Rhys Connah), un niño con problemas conductuales que inquietan a su abuela y tía, ya que su padre es Tommy Lee Royce (James Norton), un delincuente y adicto que hoy goza de libertad. La puesta en libertad de su «yerno», la pérdida de su hija en trágicas circunstancias, la relación ambigua con su ex marido y el dolor de tener a un hijo que la rechaza podrían devastar a la sargento, pero Catherine Cawood no es cualquier persona; soporta la violencia de todo tipo con un coraje avasallador, muestra un temple de acero incombustible, y, si se quiebra, procura que nadie la vea. Porque de alguna manera, Catherine está más cerca de Martin Hart de True Detective que de su compatriota Stella Gibson de The Fall.
La protagonista de Happy Valley es algo tosca, alejada de cualquier glam y refinamiento, una mujer que vive literalmente la parte menos amable del trabajo policial, una «vida de mierda» que quedó magníficamente plasmada en True Detective. Tanto en esa ficción como en esta, el crimen de turno poco importa. Lo que realmente vale son las exploraciones a la psicología de personajes atormentados y al límite, a cargo de las investigaciones. Gente común con escasos aires de heroísmo, víctimas del insomnio y de las jaquecas, consumidores de cantidades industriales de café y tabaco (en este caso, tazas de té). Policías y detectives que saben que las luces y reconocimientos nunca serán lo suyo, aunque arriesguen la vida en el proceso.
Será un secuestro que se sale de madre lo que ponga a Catherine a unir las piezas de un pasado y presente dolorosos. Piezas que involucran sentimientos ajenos de pequeños burócratas locales, quienes con sus mezquindades y rabias contenidas desatan un drama de proporciones shakespeareanas. Es Sally Wainwright, su creadora, quien lleva las riendas de este drama policial que nos dice que luego de un terremoto moral, sea como sea y a pesar de sus claroscuros, los lazos de sangre son la única contención con la que contamos con certeza. Porque más intrincado que una mente perturbada, resultan los esquemas y laberintos familiares.
Aquí se habla de la familia monoparental, de aborto, violación, de la extraña humanidad detrás de la psicopatía y de la infancia vulnerada. Marcas que dan las bases de un relato intenso y sólido que camina con solvencia gracias un guión y casting absorbentes.
De Starsky y Hutch a Happy Valley hay cuarenta años de distancia; en el camino evolucionó la narrativa, la producción y dirección en las series. También evolucionaron los policías y ladrones, como también lo hicieron los espectadores con las nuevas formas de ver televisión. En este caso, es vía Netflix –con factoría original de la BBC— y solo queda esperar a mediados de este año para la segunda temporada de un personaje entrañable al que nos gustaría que fuese parte de nuestro clan, como pasa con las buenas historias en la que la sensación de pertenencia se traduce como una forma de admiración.