Exilio, ignorancia y religión en La bruja de Robert Eggers, una mortífera trinidad explota en las manos de una familia de colonos en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, una prole que revisita la vieja tradición oral del folclor y sus alcances con el miedo.
La familia de William y Katherine (Ralph Ineson y Kate Dickie) se mimetiza mejor con los protagonistas de El resplandor (1980), que con los de El conjuro 2 (2016). La bruja está lejos de estimular un real pavor, pero cerca de instalar con determinación en el espectador el desasosiego y la angustia. Son tiempos sombríos: en el destierro, este clan de estrictísimos dogmas debe intentar mantenerse unido, a pesar del acoso creciente del hambre, la desesperanza y el horror.
Sam, el hermano menor, el lactante, desaparece ante los intensos ojos de Thomasin (Anya Taylor-Joy), la hermana mayor que despierta la curiosidad sexual de su hermano púber Caleb (Harvey Scrimshaw), entre cuentos de lobos y brujas que se ciernen galopando hacia su precaria cabaña, se disponen la sugestión y su avance hacia la psicosis colectiva. Porque ahí reside el miedo.
La bruja propone más ambigüedades y nebulosas que hechos concretos y datos inferidos. Los sustos acá emergen de esos claroscuros con los que se luce su dirección de fotografía. Lo que no se ve, lo que no se dice, lo que aparece difuso son sus armas para generar tensión. Ni por si acaso esperar jump scares con rostros deformes o violines distorsionados, menos aún con sustos sacados del sombrero de un mago. Acá todo se basa entre las relaciones de padres e hijos, la adolescencia y la opresiva figuración de dios y el diablo en los diálogos de todos.
Como en los juegos de la pareja de gemelos, Mercy y Jonas (Ellie Grainger y Lucas Dawson), con el negro Phillip —macho cabrío perteneciente a la granja familiar—. El relato oral se hace lúdico e intenso, es muy fácil acusar a alguien de adorar al diablo en tiempos de oscurantismo y credos fundamentalistas. Hacia el final, con una secuencia de Thomasin en el bosque —epílogo que no se necesitaba— viene la lúgubre conclusión; esto pasó una y otra vez, todos juraron ver brujas, todos prometieron estar poseídos o ser tentados por el demonio. Pero tampoco hay pruebas que demuestren que no fue así.
Robert Eggers, su director, supo construir un relato duro y sugestivo. Uno que, anterior al Brexit y la masacre de Orlando, determina la letra chica del contrato que firman el miedo con los mortales aquí en la Tierra.