La disciplina y el veneno

por · Febrero de 2017

En Buena alumna, Paula Porroni escribe con una pericia que deja sin aire, con frases que van soltando con maestría su veneno.

Publicidad

Ya es casi lugar común decir que la educación abre puertas. Así lo escucha también, y de boca de su padre, la protagonista de Buena alumna (Minúscula, 2016), primera novela de la argentina Paula Porroni. Solo que, en esta historia, esa expresión saca garras. Porque sí, puertas se abren, y muchas: de casas desordenadas en las que se arrienda una pieza por temporadas más o menos cortas, de cuartos de hotel donde un extranjero la deja sintiéndose como el asco, de departamentos de desconocidos y semi conocidos que quizás ya consiguieron algo que ella todavía está buscando.

Pero, ¿qué es lo que está buscando?

La protagonista de esta novela, de la que nunca sabemos su nombre, escapa de una Argentina en crisis económica, y de años de una existencia incómoda con su madre, para volver a Inglaterra, país en el que alguna vez cursó una licenciatura en Historia del Arte. Su ojo es clínico, sobre todo con ella misma, y su afán de perfeccionarse la lleva a contorsiones masoquistas. La idea es buscar trabajo, o quizás algo nuevo para estudiar, mientras va drenando de a poquito la cuenta corriente y la tarjeta de crédito de su madre que ha enviudado hace un tiempo. Mientras eso pasa, la narradora disciplina el cuerpo de muchas formas. Una de ellas: corriendo. Así, comenta a poco empezar: “Espero algunas semanas antes de iniciar la verdadera búsqueda de empleo. Quiero extirpar de mí todo resto de vacilación. Mientras tanto, corro. Me entreno. Corriendo ejercito este cuerpo que aún no triunfó.”

Hay una amargura en la narradora que no se va nunca. Ni siquiera la experiencia de revisitar el lugar le trae algo de alegría. Si bien afirma , convencida, que evita el metro “porque solo caminando se conoce una ciudad” al poco rato vuelve la atención al dolor: “Y mientras camino, los nuevos zapatos me van despellejando los talones, a cada paso me van arrancando la piel, y un gusto ácido y dulce me sube a la boca.” Y es que su relación con el mundo parece estar siempre filtrada por el odio y el dolor. Correr es dolerse, caminar por la ciudad, asumir sus fracasos y decepciones es analizarse con minucia y sin nunca perdonarse: “Examino mi cara y después me pregunto en cuál de mis huesos, en qué espacio oscuro, se aloja todo el veneno. Del cajón de la cómoda, saco el encendedor. Me desvisto. Abro una horquilla de pelo y caliento un lado de la L. Inhalo y rápidamente presiono el metal a un costado de la panza. Entonces todo se abre, un cielo se despeja. Y el dolor es alucinante. Como una estrella, tiene mil puntas de luz.”

Hay un murmullo, eso sí, bajo estos ejercicios. Una especial melodía. Un querer desligarse de la madre que es, a la vez, desligarse de la lengua materna. Hablar sin acento como una forma de cortar raíces y borrar memoria. Algo que, también, se puede hacer disciplinadamente porque, según dice la narradora, “Un idioma no es más que una larga canción. Basta con estudiar la música y la letra. Suprimir los errores. Imito a la profesora, primero, y después a Anna. Y, de haber podido, habría dejado que la nueva lengua royera a la vieja. Como un ácido que desintegra.” Y también: “Madre e hija, ella y yo, estamos otra vez en la misma sintonía. Nuestra sintonía del rencor.”

(En otro momento, la narradora comete errores gramaticales al hacer una pregunta en ese idioma en el que parece querer sumergirse. La observación es inmisericorde: “Y yo me lleno de odio por haberme equivocado al hacer la pregunta. Como si fuese una de esas mendigas borrachas o una inmigrante que aún no aprendió a hablar inglés.”).

La música, sin embargo, nunca se convierte en refugio sino, por el contrario, acaba por volverse otro mecanismo para infligir dolor: “Subo el volumen al máximo, hasta convertir la canción, toda la extensa línea sonora, en una aguja muy fina, de plata, que me perfora el oído.”

El tiempo pasa y las cosas no resultan tan bien como la narradora esperaba. Y ella sigue pidiendo más plazos (su madre solo le ha dado un año de “subsidio familiar”) y posando de lo que no es frente a su amiga Anna, quien la recibe en su casa y finalmente le consigue la posibilidad de una beca para seguir estudios de postgrado en una universidad de poco prestigio. A ella postula con un proyecto de investigación sobre las naturalezas muertas, que en su inglés “still life” le recuerdan la expresión para referirse al niño muerto al nacer(stillborn).

Pero me parece que el gesto va más allá. Porque la naturaleza muerta lo que hace, de cierta forma, es poner el mundo en orden. El caos de la naturaleza se ve, por un segundo, detenido. Quieto. Bajo control. Como el dolor en el que la protagonista se refugia y controla en pequeñas dosis (“Cierro los puños. Junto el odio en las manos, todo el veneno, y martillo mis muslos a golpes. Golpeo. Golpeo con todas mis fuerzas. Mañana, sin excusas, voy a levantarme más temprano.”) Ese cerco electrificado que impide que, como lectores, nos acerquemos más y que le permite a ella no ser desbordada ni por el mundo ni por sus emociones.

Sin embargo, este orden es también, muy a su pesar, una herencia de familia, una raíz que carga consigo a todas partes: “Pregunto por Mirta, el perro, el jardín. Porque estos son nuestros temas. Los temas que madre e hija comparten. Madre e hija, guardianas del orden de la casa.” Y también: “Porque mamá siempre está al acecho, esperando el paso en falso. Espera, como toda madre, el tropiezo de su hija. Mamá olfatea mis rastros, cada una de mis huellas, en el resumen de compras de la la tarjeta (…) Una extraña correspondencia entre madre e hija. Cartas más bien anónimas. Impersonales. Mamá espera el momento ideal para obligarme a volver a su lado, para que nos resequemos juntas, en el interior de su casa perfecta. Inmaculada.”

El filósofo Gastón Bachelard postula, en su Poética del espacio, que podríamos contar nuestra historia haciendo un inventario de las puertas que atravesamos durante la vida. Las que se abrieron, las que se cerraron. Tal vez algo románticamente, Bachelard creía que esos cruces, y esas puertas que inauguraban nuevos espacios, decían algo de nosotros mismos. En el caso de la novela de Porroni, las puertas no alcanzan a contar esa historia o bien desarman la ilusión de ese espejo. La protagonista de Buena alumna atraviesa espacios sin dejar nada de sí en ellos. Revisa las redes sociales de sus amigos, la falsa felicidad de sus fotos, pero nunca tenemos acceso a las suyas. Inspecciona refrigeradores, juega con consoladores y ropitas de bebé de sus anfitriones para luego seguir de largo. A otra puerta. A otro portazo. Y es triste y brutal que no exista el consuelo de ese inventario (en las maletas de la narradora, ¿qué hay?¿ Qué lleva?) Sin embargo, sí hay una conexión peculiar entre la protagonista y la naturaleza que la rodea. No es nunca solo paisaje – nada de naturaleza muerta aquí — sino una realidad que la impregna e interpela: “El camino se estrecha. Surgen enormes arbustos de retamo florecido. Flores amarillas y espinas, donde se concentra todo el odio de la naturaleza.” O, en otro momento: “Pero yo siento la sombra del bosque rodeándome, infiltrándose. Una sombra que baja desde las ramas, se suelta de la corteza gris de los árboles y se mete por los riñones y los intestinos, como un parásito.”

Paula Porroni escribe con una pericia que deja sin aire, con frases que van soltando con maestría su veneno. Su ferocidad recuerda a la de su compatriota Ariana Harwicz (Precoz, La débil mental pero, sobre todo, Matate, amor), a los ejercicios para no sentir dolor de los hermanos de El gran cuaderno de la escritora húngara Agota Kristof (solo que aquí la guerra para la que defenderse se encuentra en la cabeza de la protagonista) y su retrato de la relación madre e hija hace eco de la retratada por María Gainza en El nervio óptico y de ese cuento brillante de Liliana Colanzi, “El ojo”, en el que la hija, otra “buena alumna” es conminada por una de sus profesoras a que aprenda, por fin, a desobedecer.

La escritora mexicana Valeria Luiselli, en su libro de ensayos, Papeles falsos, sugiere que “para destruir la lengua materna hace falta llegar al corazón mismo de las palabras y sembrar ahí una música distinta.” La protagonista de Buena alumna, si bien intenta bombardear esas raíces, acaba por sabotear sus impulsos tal vez porque se empecina (y engolosina) en la sintonía del rencor y de la rabia, algo que la enreda aún más en ese orden familiar que tanto quiere dejar atrás. Y si bien esa melodía no nos deja acercanos más al corazón de la narradora, lo cierto es que todos necesitamos de vez en cuando una canción furiosa para apagar el mundo.

Y la de Porroni es perfecta.


La disciplina y el veneno

Sobre el autor:

María José Navia (@mjnavia) es autora de SANT (Incubarte editores, 2010) e Instrucciones para ser feliz (Sudaquia Editores, 2015). Es Doctora en Literatura y Estudios Culturales (Georgetown University), y escribe el blog Ticket de cambio.

Comentarios