La imagen de una imagen

por · Diciembre de 2016

El Premio Roberto Bolaño cumple una década reconociendo a las mejores obras literarias inéditas de autores nacionales jóvenes. Este año, en la categoría Cuento, el ganador fue nuestro colaborador Jonnathan Opazo, con “La imagen de una imagen”, que reproducimos a continuación.

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Este año, el Premio Roberto Bolaño entregado anualmente por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes cumple una década reconociendo a las mejores obras literarias inéditas de autores nacionales jóvenes. En la categoría Cuento —de 18 a 25 años—, el ganador fue nuestro colaborador Jonnathan Opazo, con “La imagen de una imagen”, que reproducimos a continuación. Este año, en una faena redonda, Opazo publicó además el poemario Junkopia (Bifurcaciones).

 

El hombre transmite miseria al hombre.
 Se va ahondando como una placa costera.
 Lárgate tan pronto como puedas,
 y no tengas tus propios niños.
 Philip Larkin

1.
Podía encontrarse por las noches mirando absorto la carretera desde el paso sobre nivel que atraviesa por encima de la Panamericana Sur, en Cruce Varoli. Le decían El Pana. Lucía como esos tipos de los documentales de la época de la Unidad Popular, aunque rasgado ya por los años: jeans ajustados, chaqueta de mezclilla desteñida, frondosa barba y pelo largo. Ninguno de los que lo conocíamos —ni siquiera podría decirse que lo conociéramos: era más bien un punto en común en la geografía de nuestra amistad— sabía de dónde venía ni qué hacía ahí, lo que daba pie a largos devaneos en torno a su origen, a las motivaciones que lo llevaban a visitar con asiduidad un lugar tan anodino.

Según Francisco, el Pana estaba ahí esperando una especie de señal divina (o no) para saltar a la carretera y cometer el suicidio más escandaloso del que se tuviera registro en Talca. Tal vez en una de esas fechas emblemáticas en las que todo el mundo escapa de la ciudad para dispararse por la 5 sur hacia algún balneario que les limpie el agobio del cuerpo. El resultado: un accidente en cadena con buses, camiones y automóviles fundiéndose en una argamasa de humo, bencina y fierros abollados, posicionando ese paso nivel como un lugar maldito, listo para ser poblado de historias. El suceso sería cubierto por todos los diarios a nivel nacional, un reportaje en el noticiario de las nueve, sendas discusiones en torno a las personas en situación de calle en los programas de opinión. Sería —cómo no— festín para terapeutas, psicólogos y toda clase de charlatanes que verían en eso un signo de nuestra decadencia como sociedad. Una locura, en fin. Por supuesto, también barajaba una dimensión menos fantasiosa de su hipótesis, más ostensible: un suicidio menor. El Pana como una mosca grande que choca contra un parabrisas que se triza, se llena de sangre y listo. Eso es todo. El cuerpo es llevado al servicio médico legal, su familia aparece o tal vez no. Noticia en una plana en el diario local. Un par de fotos desafortunadas puestas en redes sociales por algún idiota impúdico. Y luego el tiempo, siempre el tiempo, tragándose su recuerdo, esa estrellita tímida en el pobre cielo de nuestra amistad.

Roberto, tributario de la más asombrosa corrección política, decía que el Pana estaba ahí para resguardar el lugar. Lo bautizó como “El Centinela de Varoli”, mote ridículo donde los haya. No eran pocos los que sabían de fuente cercana que había carabineros trabajando encubiertos para descubrir a desafortunados e inexpertos traficantes, pero a menos que la policía tuviera una falta de tacto gigante y un equipo de inteligencia conformado por niños de cinco años, era más plausible la hipótesis del suicidio que la del guardián nocturno. Sin embargo, Roberto insistía en que el Pana era un héroe que prevenía asaltos en la madrugada. Un faro en la vorágine del crimen.

Si me preguntan a mí, lejos la hipótesis más interesante era la de Carlos, un tipo con el que a veces me encontraba en los patios de la universidad. Según él, el Pana era un reo que estuvo en la Cárcel de Alta Seguridad de la que fueron rescatados los cuatro militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez el año 96. Este compadre se hizo amigo del Ricardo Palma Salamanca en la cana, me contó hace un tiempo. A los dos les gustaba la poesía y escribir en general. Dicen que este viejo le mostró un montón de cartas que no mandó nunca y el Ricardo se conmovió de la soledad espantosa en la que estaba sumido. En las cartas hablaba del murmullo de los pasillos, de días quietos y de recuerdos de la infancia. Cuando fue el rescate en helicóptero, el Salamanca lo infiltró con la única condición de que se fuera de la capital y guardara el más estricto silencio, dijo.

Había en ello algo de mito, de sombra, que resultaba mucho más interesante y explicativo del comportamiento marciano de nuestro anti-héroe. Lo hacía, de cierta manera, inabordable. El personaje de un western que había decidido suspender la trama de la película y optar por el silencio, dejando su arma enfundada hasta que llegase el momento indicado.

Una noche, volvía completamente borracho de una fiesta. Decidí visitar por primera vez al sujeto que imantaba nuestras conversaciones con su indiferencia. Ahí estaba, como siempre, acodado en la baranda mientras, bajo sus pies, camiones atravesaban veloces la carretera con sus cargas de madera o frutas, emitiendo un sonido que a la distancia tenía un leve parecido al sonido del mar. Un sonido de ballenas metálicas. Hacía frío, pero él parecía no enterarse. Intenté acercarme de la manera menos invasiva posible, a pesar de que mi evidente embriaguez hacía de eso una tarea titánica. Me acerqué. Intenté articular alguna frase para romper el hielo, pero sabía de sobra que sólo lograría articular un sonido confuso, una enfermedad del silencio. Preferí callar e intentar entender algo de todo ese monótono espectáculo. El Pana seguía ahí, quieto. En el intertanto entre un auto y otro sacaba un cigarro de su bolsillo y fumaba.

A esa hora era imposible atisbar el punto de fuga en el que ambas vías, por efecto de la distancia, se encontraban en lo que parecía ser la cúspide de un triángulo. Pasaron los primeros quince minutos. Sospeché que, de seguir así, podríamos estar la noche entera mirando vehículos sin intercambiar la más mínima palabra. Quizá guiado por el alcohol, pensé que esa era una buena estrategia para indagar en su vida. En algún momento, por necesidad o cortesía, tendría que decirme algo. Ofrecerme un cigarro. Pedirme la hora o echarme de ahí. Exhortarme a que lo dejara tranquilo. “Ándate de aquí, pendejo”. Pero nada. La noche seguía su curso. Transcurrieron dos horas. Fumó diez cigarros a intervalos regulares. Las colillas, dependiendo de su estado de ánimo o quién sabe qué —no me encontraba en condiciones de figurar una explicación inteligente— las apagaba bajo el peso de su zapato o las lanzaba directamente al vacío. Incluso llegué a pensar que, en caso de que ocurriese, una buena excusa sería reprocharle lo peligroso que era tirarle cosas a los autos. Lo único que obtuve de esa larga contemplación fue un resfrío.

Al día siguiente decidí volver, esta vez sobrio y dispuesto a sacarle algunas palabras. Pensé que luego de ese primer acercamiento habría sembrado la semilla de la sospecha. A las diez de la noche, luego de beber algunas tasas de café y comer un poco de pastel, partí hacia la carretera. En el camino me hice de una pequeña botella de pisco en caso de que el frío se volviera intolerable. Ahí estaba como siempre, la mirada prendida en el horizonte que a esa hora era bruma y silencio. Una mirada, en todo caso, que sabía disimular la melancolía o que tomaba de ésta su energía para quemar las horas. Me paré nuevamente a su lado.

Qué frío, ¿no?

Harto —me dijo.

Era la primera vez que lo escuchaba. Fue tal la impresión que me provocó la naturalidad de su respuesta que, hecho una bola de nervios, olvidé por completo la textura de su voz. Pensé qué otra cosa podía preguntarle sin sonar impertinente y ante la evidente sequía creativa saqué de la mochila la botellita de pisco y bebí un trago que me escoció la garganta. Lo miré y le ofrecí un trago acercándole la botella con la mano.

No, gracias. Y ten cuidado, pueden pasar los pacos. No quiero problemas, así que si vas a tomar, ándate a otra parte —dijo con un tono severo y amable al mismo tiempo.

Sí, sí —le dije, un poco nervioso y volví a meterla en la mochila. Me llamo Franco —dije, estirando mi mano hacia él-, lo he visto varias veces parado acá y me llamó la atención.

Me miró por el rabillo del ojo. Deshice el gesto y volví a mirar hacia la carretera, decepcionado. Tal vez lo mejor era irse. No molestar. Sí, me dije, hay cosas que se escabullen en cuanto posas la mirada sobre ellas. Recordé una canción: “mejor no hablar de ciertas cosas”. Sí, mejor no hablar de ciertas cosas; mejor no acercarse a ciertas personas. Dejarlas allí en calidad de paisaje. Volví a pensar en el Carlos y la historia del Frente. En el voto de silencio. El Pana era un rompecabezas hecho de piezas oscuras. O tal vez no. Era perfectamente posible que no quisiera hablar. Yo era, de suyo, un desconocido. Uno que la otra noche pasó completamente borracho y se quedó en silencio a su lado sin emitir palabra alguna y ahora volvía con una botella de pisco. Me sentí ridículo. De golpe la noche se abrió. El ruido de los camiones y buses me trajo de vuelta. Miré nuevamente al Pana. Fumaba. Para él no había nadie salvo sus cigarros y estas horas muertas, pero verdaderas. Sus horas. Y eso era todo. Acá no había épica. Varoli iba a seguir siendo Varoli. Talca iba a seguir siendo Talca. El desconocido cuyo apodo no sabía de dónde habíamos sacado fumaria un cigarro tras otro esperando algo que no me competía. No nos competía. Un agujero negro en el universo vacío de nuestra amistad.

2.
Y sin embargo el mito creció de forma insospechada. Como una mosca, depositó sus huevos en el precario imaginario del under local. Y hubo canciones, poemas malos, una que otra crónica de un estudiante en práctica, un corto delirante. El Pana, que un día, para el desconcierto de muchos, sencillamente desapareció de Varoli sin dejar rastro alguno, ahora aparecía como espectro. Pero yo sabía que nadie había cruzado una palabra con él, que nadie había atravesado el frío velo que tendía sobre su presencia, que nadie había conocido sus respuestas monosilábicas y toscas. Que nadie, en el fondo, había querido conocer más que la superficie, la mentira. Que eso era más fácil. Que eso era lo más útil. El Pana, a esas alturas, podía ser todo y nada. Prófugo o vampiro.

3.
Pero sólo la muerte logra escabullirnos de forma perfecta.

El Pana no había muerto. Lo habría consignado la prensa local. Y la prensa local no consignó nada. Las paredes también lo consignaron: unos punkis de la periferia escribieron con spray «el Pana no ha muerto». ¿Por qué los punkis habían puesto al Pana dentro de su mitología tribal?

Quise obtener datos. Volví al misterio porque estaba aburrido. Porque era terco. Y — el lector esto debe saberlo mejor que yo— no hay peor mezcla que el aburrimiento y la obstinación. Me lancé a la búsqueda de lo inútil porque quería conocer ese amuleto negro que esa tropa de holgazanes resguardaba. Porque, de toda la amalgama de devotos de la mentira, ellos fueron los únicos en callarlo. No armaron bandas, no filmaron cortos de cuarta. Ni canciones ni poemas. Ninguna, ninguna canción de amor. Sólo un rayado en un muro que vi a la pasada. «El Pana no ha muerto».
¿Por qué?

4.
¿Qué cuál fue el mecanismo? Simple. Una botella de ron bajo el brazo, una cajetilla de cigarros rojos. Un clonazepam de 10 mg por prescripción de mi psiquiatra. Valentía. La valentía que sólo me infundían los medicamentos, capaces de dejar en un rincón mohoso y olvidado mis miedos imaginarios. Imaginarios como el Pana, a quien suponía escuchando discos con los punkis en una okupa, contando historias, conspirando contra lo que sea. Llevando la vida que los aburridos del under local, incluyéndome, no sabíamos llevar. Alimentando el mito, la mentira, riéndose de todo. Tomando algo con los punkis que lo elevaron a la categoría líder. Siendo eso: un planeta brillante en la noche oscura de la provincia.

5.
Una noche me dediqué a recorrer las calles. Bebí solo. Fumé. Pasé horas buscando algún temerario chico de pitillos, polerón de los Dead Kennedys o Los Ramones, mohicano, cadenas. Esperando.

Me espantaba pensando en la estrategia: ¿cómo me acercaría al chico punk? ¿le ofrecería ron? ¿era mi aspecto digno de abrir un puente entre un punk y yo? Temblaba, de frío o ansiedad, de arrepentimiento o tedio. Mis amigos me decían que estaba loco. Que parara de buscarlo. Que no importaba. Roberto me dijo en una fiesta: «Deja de buscar en el Pana a tu padre». Esa noche le lancé un vaso. Por suerte lo esquivó y se reventó contra una muralla. Esa noche un montón de miradas desconfiadas se posaron sobre mí. Roberto dejó de hablarme. Dijo que era un demente. Que estaba cagado de la cabeza. Que me faltaba una mina. Pensé en lanzarle una botella, pero vacilé. Mi cuerpo se ovilló, los nervios me dejaron hecho un guiñapo. Cuando lo recuerdo vuelvo a temblar.

Ya no sé de qué temblaba en ese momento: de frío, de temor, de memoria. Hasta que pasó un punki. Lo vi. Escondí el ron en mi chaqueta. Oye, le dije. El punki me miró desconfiado. Hermanito, le dije, ¿tiene hora? Sacó su brazo izquierdo de la chaqueta para mirar su celular. Las una, dijo. Ah, buena, le dije. Tengo un roncito, compadre, le dije. Pensé que podría interesarse. Ando solo, unos amigos me dejaron botado, tengo un ron y cigarros, ¿a dónde vas?, le dije. Por supuesto que no fue así, sino en un tono coloquial y callejero que acá se vería feo, le haría perder compostura a mi relato. Su rostro cambió. Habrá sido la sed, el tedio, el frío, la memoria. Sácate un cigarrito, dijo. Obvio, amigo. Caminamos. Tomamos ron de la botella. Franco, le dije. Rata, respondió. Mucho gusto, Rata. «Mucho gusto, Rata». Sé que suena inverosímil, como decir: mucho gusto, perro; buen día, cebra; ¡hasta pronto, serpiente! Pero fue así o más o menos así.

Pasamos cerca de una botillería y decidí que lo mejor era ofrecer más alcohol. Emborracharse, cantar, romper cosas. Ser meteoros en la constelación del orden. El punki aceptó mi invitación. Compré un six pack, más cigarros, maní. Enfilamos por la avenida 8 sur hacia el oriente. Hablamos cosas que no vale la pena consignar. Al final de la calle, entramos a una población abandonada. El lugar, me contó el chico, quedó así luego de que la inmobiliaria quebrara. Frente a nuestros ojos, velados por la oscuridad, apareció un conjunto de unas treinta casas de subsidio carcomidas por el tiempo: ventanales rotos, basura y maleza. ¿Dónde vamos?, le pregunté al chico. Donde los cabros, respondió. Sí, «donde los cabros», dijo.

Lo que pasó después no sé cómo contarlo.

No sé si vale la pena entrar en detalles. No sé si valga la pena haber llegado hasta esta parte del relato.

6.
Pongámoslo así: había una pieza iluminada por lámparas de diverso cuño. La verdad es que no me detuve a mirarlas con atención. ¿Por qué?, se preguntará el lector. ¿No son esos detalles necesarios para la verosimilitud de lo que acá se está intentando contar? No. Acá lo que menos importa es la verosimilitud. Acá lo que importa es lo que vi. Y lo que viví.

¿Suena raro decir «viví», no? Como si fuera una reiteración de la experiencia: viví, lo vi dos veces.

Como sea, dije que había lámparas. Había, por supuesto, punkies. Algunos jóvenes, de rostros todavía vírgenes, delgados, imberbes. Otros, en cambio, viejos, destruidos, agotados ya del punk, de las lámparas, de las poblaciones abandonadas por las inmobiliarias. De la vida, en fin. Y el Pana. Sí, el Pana con su cabello gris, su ropa mezclilla, su rostro ajado. Lo que estaba ahí era el mito, el aura, la mentira, despojado ya de su mito, de su aura, de su mentira. Era un cuerpo con expresiones, móvil, vivo.

Me sentí privilegiado. Sentí que estaba frente a algo grande. Intenté calmarme, aunque sabía que mi exaltación pasaba desapercibida para el esto. Tomé otro trago de ron, prendí un cigarro, miré al Pana. Miré a los punkies. Todos conversaban tranquilamente. Bebían cerveza, prendían cigarros, algunos fumaban marihuana. El Pana se veía distendido, como si ese fuera su ambiente natural. Como si allí, en esa tropa de holgazanes, de borrachos, de punkies, en definitiva, estuviera su verdad. Todos estaban absortos en la conversación. Algunos discutían. Se armaban discusiones. El Pana miraba. Entre su bigote cano resaltaba una dentadura amarilla, gastada. Saqué el six pack de cerveza. Me ignoraron. Cada cual seguía con atención el delgado hilo de una discusión que no me interesa relatar. Porque lo que me interesa es llegar al final de esta historia. Es contar cómo me acerqué al mito, a la mentira, a la sombra.

Pasó así: dejé el six pack en el suelo. Regalé algunos cigarros. Fui escurriéndome lentamente entre los punkies. Intercambiaba algunas palabras sosas. Jugaba a fundirme. Por dentro, una llama iba encendiéndose con cautela. El vaso reventado contra la pared, el abandono de mis amigos, Roberto, las miradas insidiosas como el sol veraniego. Mi cuerpo soportaba estoicamente las grandes dosis de alcohol mezclado con medicamentos y cansancio. A pesar de que a rato sentía que mi lengua era una especie de marejada estrellándose contra el muelle de mis dientes, fui abriendo puertas. Recordé la noche en Varoli. Esos ojos inyectados de misterio, nublados por la carretera, ahora se me aparecían afables, incluso tiernos, como la mirada de un abuelo que te invita a su regazo.

Cómo está, compañero. Eso dije: «Cómo está, compañero».

Pudo hacerse un silencio. Pero no se hizo. Era el medicamento que perdía efecto.

El Pana me extendió su mano. «Salud, compañero», dijo. Hicimos salud, él con un vaso de cerveza. Yo, con una lata. Bienvenido, dijo. Usted es una estrella en el firmamento de nuestro abandono, dijo. Sí, eso fue lo que dijo: una estrella en el firmamento de nuestro abandono. Quise contarle que los universitarios que conocía lo transformaron en un personaje de culto. ¿Qué anda haciendo a esta hora, hombre?, dijo en un tono distinto al que ahora reproduzco. Pude abrazarlo, llorar, pensar en lo idiotas que habíamos sido todos los que vimos en un hombre común y corriente una estampita sagrada con la cual proteger nuestros hogares de la peste. O no. Quizá esa figura desangelada resumía la única actitud posible entre una tribu de aburridos. Unos, dilapidan sus días en un erial; los otros, buscan un falso baldío en donde sembrar aspiraciones. Todos –me incluyo– queríamos hallar el misterio en lo común, mientras armábamos un andamiaje con las piezas viejas que nos legaron nuestros padres, gente tan aburrida como nosotros. Y cuando digo nosotros me refiero a Roberto, me refiero a Carlos y su falsa utopía.

Quise preguntar. Volverme un periodista estúpido cazando novedades. No valía la pena. ¿Es que acaso quedaba alguna duda?

Le ofrecí un cigarro. Fumamos. Nos reímos con las anécdotas del Rata. La noche se fue desgastando hasta dejar pasar algunos rayos de luz. Las lámparas seguían imperturbables como los punkies, cuerpos delgados nacidos para tragarse todas las botillerías de la tierra. Ahí supe que el Pana se llamaba Raimundo. Que había llegado del norte buscando trabajo y había terminado viviendo en esas casas. Que sus noches en Varoli no eran más que una peregrinación en busca de compañía. Que su silencio no era otra cosa que pudor.

Me sentí ridículo.

Sentí que pertenecía a una generación de pelotudos.

Pero no había nada que hacer.

7.
Cayó el día sobre las casas. Vi punkies durmiendo su borrachera. Vi a Raimundo contento acostare en un colchón ajado y hediondo, lleno de frazadas. «Cuídese, compañero» me dijo, y se ovilló en una dignidad que ninguno de los imbéciles que conozco podrá tantear jamás.

Abandoné los despojos de esas casas. La mañana se sentía fresca en mi cuerpo ebrio, cansado del ron y los cigarros. Esa mañana me sentía una constelación en el vacío del universo. Deshice mis pasos por la avenida 8 sur. Vi algunos colectivos, trabajadores yendo a sus faenas, escolares, micros con temporeros. Acá está la vida, pensé. Allá, en un lugar impreciso aunque reconocible, soñaban los ilusos con su mitología, borrachos de mentiras. Falsos como esta historia que intento contar. La imagen de una imagen. El reflejo de un reflejo.

Volví al mismo paradero donde el punkie apareció. Una señora de unos ochenta esperaba micro. Vomité una mezcla de ron, cerveza, tallarines y medicamentos.

Una bandada de gorriones bailaba entre unas ramas.

La imagen de una imagen

Sobre el autor:

Jonnathan Opazo Hernández (@ensayo_error) es autor de Junkopia y mantiene el blog lacitadeunacita.

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