La noche de James Murphy (o digestión en la pista)
El último viernes de noviembre el Amanda fue el anfitrión para cerrar el ciclo S.U.E.N.A., que desde septiembre venía organizando conciertos en escenarios capitalinos, presentando a Rain Machine, Perrosky, Blonde Redhead, Astro, Best Coast, Dënver, Pulp y The Walkman. Esta última noche sería una fiesta electrónica con James Murphy de plato central, el mismo creador del sello DFA, el mismo que fundó el grupo neoyorquino LCD Soundsystem y los deshizo una y otra vez. Lo acompañarían Julián García-Reyes y José Delpiano. Se esperaban cuatrocientas personas para hacer reventar la nueva sala de este local, llamada El Ritmo. Yo fui como quien visita a unos familiares lejanos.
Hasta las 00:30, entre los barman, las fotógrafas y las promotoras, suman más personas que el público entusiasmado con la ambientación de García-Reyes, que estuvo en la misma línea nü-disco de James Murphy: ensambles con funk, disco, ítalo-disco, algo de house, etc. Paso al guardia de la entrada y de inmediato me aborda un joven promotor de cerveza Miller, con una cubeta de hielo colgando del cuello, llena de pequeñas botellitas heladas. Alargo la mano por acto reflejo, pero al otro lado está la promotora con el aparato de Redcompra: $2.500 los 350cc. Sigo rápido y aparecen dos esbeltas figuras rosadas, coronadas por melenitas rubias con moños firmes y una piel de bronceado semi-cancerígeno. Junto a ellas una pareja sonríe para la foto, hasta que el flash estampa sus sombras contra la pared del fondo, donde está dibujada una enorme zapatilla Converse llena de imanes cuadraditos, como para el refrigerador, inscritos cada uno con la frase: «Just add color». Me pregunto si los muchachos en la agencia tuvieron la idea de usar la frase en su versión popular y coloquial: «Ponle color». Al final prefiero que sea en inglés, que la publicidad sea siempre un idioma extranjero. La fotógrafa de Converse les agradece y la sonrisa de la pareja se deshace. Sigo hacia la barra hasta que una promotora de peinado afro y estirada sobre diez centímetros de taco me ofrece tizas de colores para pintar en una pizarra de Virgin Mobile. Tambien me ofrece sentarme en un banquito de madera, junto al muñeco de una zorra humanoide a escala real, vestida con mini-falda, mirando al vacío con sus ojos plásticos y redondos. «No, gracias». Miro un par de segundos a la zorra, intentando imaginar lo que siente y después bajo por la rampa hacia la pista de baile.
No hay más de veinte personas y solo un valiente vacilando en la pista, pisando los gusanitos morados de luz que se dispersan, revuelven y cortan para volver a juntarse. En las escaleras de las galerías intento conversar con una fotógrafa, que estaba de reemplazo, que trabajaba en una organización de medioambientalismo, pero claro, como las buenas causas no pagan bien… Está impaciente, espera que el local se llene para que sus fotos demuestren el éxito del show. Empiezo a sentir hambre y en el celular veo que me quedan por delante cuatro horas, a lo menos.
Las hamburguesas del Amanda cuestan $5.000 pesos, así que ahora mastico unos chicken wings en la Pizza-Pizza de Vitacura, haciendo un esfuerzo por no chorrearme con la salsa barbecue mientras escucho al niño de la Teletón que sueña con ser director técnico de fútbol. Su persistencia y lucha, dice una cantante, son una enseñanza para nosotros que vivimos quejándonos de lleno, mientras que el niño de la silla de ruedas sí tiene un verdadero problema. Termino con las alitas de pollo, tratando de ignorar el regusto de perro mojado, y me despido de la colombiana que está detrás del mostrador. Reanimado por el ejemplo del niño, agradeciendo la elasticidad juvenil de mis piernas, troto hacia mi fiesta de James Murphy dispuesto a no quejarme demasiado.
Al volver compro un combinado para entrar a tono y me quedo parado en la rampa, preguntándome por qué estoy en ese lugar y esperando alguna idea brillante para escribir la crónica. Aparece entonces la fotógrafa, que se había metido al concierto de Los Jaivas justo al lado. Me dice que allá estaba mejor, que yo también podría entrar. Me abro paso mostrando mi pulsera, orgulloso. De repente toda las ropas parecen más holgadas, hay chalecos de lana, rastafaris, gorros andinos, barbas, olor a pachulí, y sí, todos tienen la piel más oscura y el pelo más negro. En el escenario Juana Parra sacude platillos y tombs, Ankatu solea en la guitarra como en una balada metal, mientras que los acordes y melodías de Claudio Parra amoldan todo. Hay aplausos y empieza una melodía inconfundible, en el público se expande un gesto de conmoción y todos corean el llamado épico: «¡sube a nacer conmigo hermano!». Siento una descarga de familiaridad en las venas, y también las primeras reacciones de la mezcla de piscola y chiken wings en mi estómago. Hago alaridos de júbilo, como un indio deportado que olvidó su lengua natal. «¡Horas! ¡Días! ¡Años! Edades ciegas, siglos estelares». Ovación y más aplausos.
Cuando salgo de ahí, llamado por el deber y cansado del repique folklórico, me quedo un momento en ese espacio muerto entre las dos salas. Las puertas de cada show aparecen de repente como dos signos de interrogación, donde cabe el local, el público y yo, parado ahí al medio. Los versos de Neruda todavía son coreados por un público que se deja fluir por la mística supuestamente arraigada de Los Jaivas, que no necesitan variar en nada su sonido para llenar la sala del Centro Cultural Amanda, donde están como en su casa. Al mismo tiempo, el globalizado trance punchi-punchi del nü-disco cutipastea bajos funk y coros disco de bandas setenteras, mezclado todo en el beat aun más comercial de dj’s que se mueven por el mundo como mercenarios, haciendo vibrar a los que ya no quieren escuchar de esperanzas, ni de nostalgias, ni protestas, etc. Todo bien, Los Jaivas y James Murphy pueden caber sin problemas en el mismo cajón, aunque el público de los primeros haya venido desde más lejos y no hayan recibido las invitaciones de Virgin ni de Converse, que se encargan de llenar el cierre de S.U.E.N.A. Quizás la diferencia es esa, pareciera que casi todos los que deambulan en la fiesta electrónica están con Murphy porque es viernes y porque el evento es en el Amanda, mientras que en la otra la sala todos están de cara a Los Jaivas, ansiosos por la próxima canción.
Para aumentar el mareo, cuando entro a la sala de S.U.E.N.A., veo una boina contoneándose entre la gente de la pista, donde ya empieza a haber más vida. Y bajo la boina descubro con un escalofrío el cuerpo redondo del Negro Piñera, como una magdalena oscura, gordita y achatada, tajeada por una corta zanja de dientes blancos sonrientes, donde se reflejan los flashes que le dan vida. Me exalto y me apuro en bajar a la pista para verlo de cerca, para comprobar por fin si tiene una existencia real, o si es un alma en pena, atrapada en el circuito del vacile faranduloso, un fantasma que se aparece cada vez que alguien saca una foto al vacío en un club nocturno santiaguino. Me abro paso entre los bailarines, ansioso, llamándolo casi: «¡Negro! ¡Negro!». Creo percibir su rastro, el momento en que se esfuma. Me resigno, pero por suerte la noche avanza: son las 01:30, García-Reyes está pasándole la tornamesa a Murphy, y yo siento señales urgentes, cada vez más concretas, de mi digestión. Empiezo a caminar intentando ser discreto, deslizándome entre la gente mientras asciende la estela gaseosa de mi hedor, enviado en cortas emisiones sazonadas de barbecue, filtrándose por las naricillas respingonas de las niñas que se contonean con recato y exclusividad, mientras tratan de no arrugar la cara por esas ráfagas hediondas de resentimiento. Algunos aplauden y aullan para dar la bienvenida a Murphy, que marca su llegada a la mezcladora con un beat en contratiempo.
De vuelta a la rampa veo con sorpresa a Pascuala Ilabaca, en la fila para pagar un trago. Pienso que debe venir del concieto de Los Jaivas. Quizás es un prejuicio. Como si ella, una cantautora folk, no pudiese venir a una fiesta electrónica y bailotear unas temas con el Negro Piñera. En fin, la cultura como lugar de encuentro y no de diferencias, de tolerancia y no de crítica, porque al final es tan difícil que las cosas se vendan por separado. Más fácil que todo se pueda juntar y ensamblar como en las mezclas de la electrónica. Para aliñar más la noche aparece entonces Sebastian Eyzaguirre, el mismo reportero que alguna vez vi en CQC, en las noches peor invertidas de mi vida. Va campeante, a pecho descubierto. En su rostro se conjuga una indiferencia y una seguridad perfecta, que tal vez solo brinda la fama. Se abre paso cortante entre el vulgo y mira alrededor con un aplomo también realmente famoso, pleno de famosidad. Yo me sentía como una esponja de telebasura, pero recordé que habían cosas peores, recordé al niño de la Teletón y me dispuse a no quejarme de lleno. Entonces, aprovechando el vigor atlético de mi cuerpo, decidí borrarme y unirme de una vez por todas al dance.
Eran las 2:30 y la pista estaba llena, aunque muchos se mantenía en ese tímido vaivén que se usa para cualquier estilo de música, por más que Murphy intente darle una vuelta de tuerca al pasado, llevando las mezclas a su clímax, engrasando unos coros con voces funk, disco y new wave. Yo hacía círculos con las manos, estiraba los brazos hacia arriba, movía la cabeza, caminaba hacia adelante y hacia atrás, saltaba y chispeaba los dedos marcando el ritmo. Daba lo mejor de mí, era mi momento. Sentía que un círculo se abría a mi alrededor y que cuadriláteros de colores se encendían con las pisadas de mi zapatos puntiagudos, apenas visibles bajo las patas de elefante de mis pantalones, que se estrechaban hacia arriba, marcando sin pudor el bulto de mi entrepierna, ciñiendo mi camisa blanca, estampada de flores, abierta en el pecho. Soy Travolta en Saturday Night Fever, sé lo que estoy haciendo, no hay tiempo ni historia, solo un camino al éxito que empieza y termina en la mística de la discoteca. Practico una coreografía. Pero no resulta. Piso a los que están detrás, golpeo a los del lado y empujo a los de adelante. Mi repertorio de pasos se acaba de inmediato. Voy a sentarme a la pequeña galería, dispuesto a recuperar la distancia y a vegetar allí hasta el último dj.
Al lado mío, un treintañero musculoso abre la mano y desde un papel doblado deja caer un grueso rayón de cocaína, un cordón cordillerano, hunde la nariz y lo borra en un par de segundos. Se pone de pie y vuelve a romper la pista. Entonces pienso que quizás me falta un ácido para entender mejor la fiesta. Más abajo, un cuarentón con un chaleco cruzado por sobre los hombros intenta abordar a una adolescente esquiva. El público empieza a menguar cerca de las 03:30. Ya no hace calor, hay mucho espacio libre. Entra José Delpiano pero ya la fiesta está casi deshecha. Delpiano se adhiere al mismo estilo de Murphy, pero aun no tiene tanta pachorra, es más ambiental y limpio, las variaciones demoran más en llegar y es menos atrevido en el ensamble de voces. Yo vuelvo cerca de la barra, donde está el banquito con la zorra humanoide, subyugada por Virgin Mobile. Ella, aunque es el muñeco de un animal, me parece de repente un refugio de humanidad acogedora. Me siento a su lado con calma y acaricio el felpudo de sus orejas puntiagudas, sospechando que ya no queda más que ver ni escuchar.