La tostadora

por · Junio de 2013

¿Puede un stencil primerizo acabar para siempre con algo?

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Cuentos

El insomnio, el fin de tus series favoritas y la televisión basura pueden empujarte a hacer cosas extrañas. Está lloviendo. Esta noche el cielo se caga sobre Santiago y el pequeño y débil paraguas que agarré al salir está a punto de volarse por efecto del viento.

Hace semanas que quería hacer esto. Echarme en el cemento, perderme en los huecos negros que dejan las nubes, escuchar a lo lejos la vibración de los taxis sobre el agua. Hace semanas que quería venir con una lata Marson Street Art color negro y la silueta de una tostadora recortada sobre mi radiografía de pie fracturado.

Quería grabarla en la pared más grande de la cuadra. Dejar una marca reconocible.

Al otro día le tomaría algunas fotos y hasta la subiría a algún sitio de stencils. Tiempo después, cuando el clima la erosione y mis vecinos lo olviden, podría hacerme una polera con el mismo diseño.

Ahora falta para que amanezca y la lluvia rebota.

No hay luces prendidas los días de semana y las calles están vacías. Todos duermen o caminan al baño con los ojos cerrados mientras otros registran el cable en un eterno zapping. No saben las ganas que tengo de hacer esto, la adrenalina de que alguien te vea y, peor, te persiga; lo bueno que es tener un secreto para elegir con pinzas con quien compartir.

Entonces me acerco a la pared y palpo su textura lisa y húmeda. La seco con un papel que robé del taller de la universidad. Desenfundo. Presiono la radiografía con la otra mano y calco en el aire sobre el molde, sin dejar de disparar con el spray. El fuerte químico de la pintura me mantiene despierto, drogado. Es la misma sensación de robarse un libro, de sacarle un beso a esa chica especial.

Para ser la primera vez no está mal. Entre el frío que impide estar quieto, miro el stencil y quedo hipnotizado como si un flash me diera en los ojos.

Si pudiera saber cuál es el secreto que hace de este momento lo que es, entonces podría reproducirlo cuando quisiera. Aunque me asusta que sea tan simple.

Uno tiende a creer que las cosas simples se contaminan pronto.

Hora de volver a la base. Doblo la radiografía, tapo la lata y ¡paf! Una luz se prende adentro de la casa. Pasa medio segundo y una silueta anónima se asoma por la ventana y suelta un grito que apenas descifro.

Corro. Corro evitando el agua de los charcos, corro como si tuviera que impulsarme para volar, como si me persiguiera un tsunami de agujas infectadas.

Siento el calor de una mirada, pero no paro de correr ni me preocupo de mirar atrás.

A pesar de la oscuridad, mis ojos se abren cada vez más. Corro seguro de no dejar rastro y pienso que la lluvia me cubrirá para cuando lleguen los perros policiales. Corro y llego a mi casa con las vísceras rebotando, pálido, riéndome de lo idiota que sería que llegara la policía y encima con sus perros.

A las dos horas, tras una aburridísima sesión de Cuevana, me dormí. A la mañana siguiente desperté temprano, el cielo estaba despejadísimo y la mitad de mi mochila manchada con spray negro.

Me duché, me puse un gorro altiplánico y salí a la zona cero.

En el camino le saqué el sonido a la cámara del celular para estar preparado.

Cuando llegué a la cuadra de la muralla, un montón de gente estaba fuera de la casa. Aproveché que conocía a algunos vecinos y me colé para ver qué pasaba. Entre los murmullos y cacareos se hizo oír una nana. En realidad, la señora que cuidaba a una abuela que había muerto durante la madrugada.

-Se infartó reclamando que le habían rayado su casa con puras leseras. Estaba tan indignada…

En ese segundo miré por si alguien me reconocía de anoche. Por paranoia caminé sobreactuadamente lento. Un escalofrío me hizo sentir mis pelos saliendo para afuera como mondadientes. Mi mente tartamudeaba. Afuera me di vuelta y ahí estaba la tostadora, perfecta.

Cuando volví a mi casa vi tele toda la tarde.

La tostadora

Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

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