Esta semana llega a librerías Lacrónica (Planeta), un libro que reúne los reportajes del escritor argentino Martín Caparrós, trabajados con las herramientas de relato, la novela, el ensayo o la poesía para encontrar maneras nuevas de contar el mundo.
Esta semana llega a librerías Lacrónica (Planeta), un libro que reúne las crónicas del escritor argentino Martín Caparrós, grandes reportajes trabajados con las herramientas de relato, la novela, el ensayo o la poesía para encontrar maneras nuevas de contar el mundo.
Son décadas de recorrer el mundo y preguntarse cómo contarlo. Martín Caparrós va de la selva boliviana, donde se cuece la coca, a las playas de Sri Lanka, donde los niños se venden por monedas; de los bombardeos aéreos de Belgrado a la bomba capitalista de Hong Kong, de las transexuales de Juchitán a los jirones de La Habana, del condenado a muerte en su prisión texana al ex dictador Videla en sus paseos matinales, de las guerrillas de Colombia al corazón de Boca Juniors, de la palabra a la palabra.
En esos y otros confines del mundo mal conocido, Caparrós construye estas piezas de un género tan antiguo como nuevo: eso que llama Lacrónica y que se ha transformado en una de las formas más fecundas de la literatura en castellano para describir la contemporaneidad.
Entre los relatos, hilándolos, sus reflexiones y recuerdos y hallazgos sobre la función del periodismo, el arte de escribir, la realidad y la ficción. Recorrido por el planeta, síntesis de una aventura personal, Lacrónica es el resultado deslumbrante de cuarenta años de profesión de uno de los periodistas más respetados del idioma, condensados en un libro único.
Lacrónica
«La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla»
Ricardo Piglia, Una propuesta para el próximo milenio
1.
Nunca pensé que sería periodista: sucedió. Cuando era un chico —pero no lo sabía— no me hacía demasiados futuros, salvo la patria socialista; a veces, cuando me preguntaba qué haría como trabajo, imaginaba que fotos o que historia. Era casi comprensible: tenía 16 años. Por eso fue tan sorprendente que aquel día de diciembre del ’73 Miguel Bonasso, amigo de amigos de mis padres y director de Noticias, un diario que recién salía, me aceptara como aprendiz de fotógrafo. Pero, me dijo, me empezarían a formar en marzo; mientras tanto podía esperar en mi casa o trabajar el verano como cadete; le dije que empezaba al día siguiente.
—¡Che, pibe, hace media hora que te pedí esa cocacola!
—Ya va, maestro, ya se la llevo.
En Noticias trabajaban escritores que admiraba: Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Paco Urondo. Yo intenté ser un cadete serio. Durante un par de meses manché a media redacción con cafés mal servidos y repartí trotando los cables de las agencias de prensa a las secciones respectivas. Hasta esa tarde de sábado y febrero que me cambió la vida.
Hacía calor, hacía calor, el diario era un desierto y un viejo periodista —debía tener como 40 años— me pidió que lo ayudara: me preguntó si me atrevía a redactar una noticia que venía en un cable. La nota se tituló «Un pie congelado 12 años atrás», y empezaba diciendo que «Doce años estuvo helado el pie de un montañista que la expedición de los austríacos encontró, hace pocos días, casi en la cima del Aconcagua». Después ofrecía más detalles, y terminaba informando que «la pierna, calzada con bota de montaña, que los miembros del club Alpino de Viena encontraron el pasado lunes 11, cuando descendían de la cumbre, pertenece al escalador mexicano Oscar Arizpe Manrique, que murió en febrero de 1962, al fracasar, por pocos metros, en su intento de llegar al techo de América».
En esos tiempos en la Argentina no había escuelas: al periodismo se llegaba así, por accidentes.
En el diario Noticias escribí mis primeros artículos, aprendí rudimentos, admiré de más cerca a Rodolfo Walsh —mi primer jefe—, supuse que si ser periodista era poder mirar, entrar a los lugares, hacer preguntas y recibir respuestas y creer que sabía y ver, casi enseguida, el resultado de la impertinencia en un papel impreso, la profesión me convenía. Ahora, en tiempos computados, cualquiera escribe en Times New Roman; entonces —un larguísimo entonces— llegar a ver tus letras convertidas en tipografía era un rito de pasaje apetecido, que otros controlaban. Lo más fácil era hacerlo en un diario.
Y eso para no hablar de los bares trasnochados, los olores a rancio y a tabaco, los secretos, la camaradería, todo eso que entonces parecía parte inseparable del oficio. Pero, además, Noticias era un emprendimiento militante: trabajar allí no era trabajar, era participar en un proyecto —y además nos pagaban. Por eso unos meses más tarde, cuando el gobierno lo cerró, yo quería seguir en periodismo y sabía, al mismo tiempo, que nunca nada sería del todo igual.
Mi padre, sospecho, no lamentó ese cierre. Era un intelectual de aquella izquierda, comprometido, estudioso, muy drogón; un psicoanalista que, cuando vio que podía volverme periodista, me sentó y perorome:
—Si quieres hacer periodismo haz periodismo, yo no puedo impedirlo, pero trata de no ser un periodista.
Mi padre era español: siempre me habló de tú.
—¿Por qué, cómo sería un periodista?
—Alguien que sabe un poquito de todo y nada realmente. A mí el programa no me disgustaba.
Me contrataron en un semanario deportivo; después tuve que irme. El golpe de 1976 y sus variados contragolpes me retuvieron en París, Madrid: me descubrieron que había un mundo. En esos siete años estudié historia, empecé a novelar, hice muy poco periodismo. Me gustaba —todavía me gustaba— leer diarios y revistas; quizá por eso, cuando volví a la Argentina, imaginé que mi oficio era ése.
De un modo muy confuso: hicimos, con mi amigo Jorge Dorio, un programa de radio que creía que innovaba, un programa de televisión que creía parecido, una revista literaria que creía lo contrario. Sí trabajé, 1986, como editor de la revista que más influyó en el periodismo argentino de esos tiempos. El Porteño había sido fundada en 1981, aún dictadura, por un muchacho inquieto y atrevido, Gabriel Levinas, y un narrador de talla, Miguel Briante. Pero en 1985 Levinas no quiso perder más dineros y la revista quedó a cargo de una cooperativa de sus colaboradores: Osvaldo Soriano, Jorge Lanata, Homero Alsina Thevenet, Ariel Delgado, Eduardo Blaustein, Marcelo Zlotogwiazda, Enrique Symms, entre otros cuantos.
En El Porteño empezaron a publicarse unos artículos largos que llamábamos territorios porque contaban, con prosa trabajada, la vida de un barrio, un oficio, un sector social. Allí le hice, por ejemplo, a un joven médico y diputado mendocino que amenazaba renovar la política, una entrevista interminable: nos encontramos una mañana en su oficina del Once y empezamos a hablar y seguimos hablando; cada tanto, él o yo nos levantábamos para ir al baño. Yo picaba mis rayas de coca en el vidrio de su botiquín —que, visiblemente, alguien más estaba usando con el mismo propósito, y en toda la oficina éramos dos. Ocho horas después volví a mi casa; era viernes, tenía cinco casetes de hora y media, algunos gramos más en aquel recoveco de la chimenea y todo el fin de semana por delante. Saqué papel, la máquina; cuando por fin paré, el domingo a la noche, tenía más de cien páginas tipeadas. La entrevista no se publicó entera pero casi.
En un panorama periodístico tedioso, rígido, hacíamos esas cosas. El Porteño nunca tuvo muchos lectores; su influencia —indirecta, innegable— empezó cuando Jorge Lanata y la mayoría de sus cooperativistas lo abandonamos para empezar un diario que, extrañamente, se llamó Página/12. Casi todo lo que después sería el «estilo Página» se había fraguado en El Porteño. Yo participé en la salida de aquel diario, mayo de 1987, como jefe de la sección y el suplemento de cultura; al cabo de un mes y medio el citado Soriano ya había convencido a Lanata de que mejor me echara.
Después pasó el tiempo y, de pronto, quise convertirme en un hombre de bien. Corría 1991, ya había cumplido los 33 años y era un señor casi feliz: hacía cositas. Había publicado cuatro novelas que nadie había leído y me creía un escritor joven; me ganaba la vida: traducía, vendía notas, conducía en radio o en televisión, dirigía una revista de libros, enseñaba historia del pensamiento en la universidad. Mi relación con el periodismo seguía siendo confusa. Pero aquel mes de marzo, cuando nació Juan —primero mi primero, tiempo después mi único hijo— y supuse que debía cambiar de vida, cuando decidí convertirme en un hombre de bien, fui a ver al director de Página/12. Se ve que, pese a todo, no se me ocurría otro lugar:
—Tengo dos propuestas para hacerte. Una que te conviene a vos, otra que me conviene a mí.
Jorge Lanata, taimado como suele, me dijo que le dijera primero la que me convenía:
—Quiero ser crítico gastronómico de Página/30.
Página/30 era una revista mensual que Página/12 había sacado unos meses antes. No le estaba yendo bien: su jefa de redacción no sabía qué hacer con ella. Pero Lanata tenía sus pruritos: que la revista ya parecía bastante pretenciosa, que una sección de restoranes la iba a volver peor:
—No, eso no puedo. ¿Y la que me conviene a mí?
—Que me pongas a editar tu revista, que la verdad que está muy mala.
Lanata me dijo que tampoco, que nos íbamos a pelear todo el tiempo —y creo que era cierto. Ya me iba, derrotado, cuando me dijo que por qué no hacía «territorios».
—Hacete uno por mes, un territorio de algo cada mes y te los pago bien. Dale, por qué no empezás con Tucumán, todo el kilombo que hay con Bussi.
Era una propuesta rara. En esos días, en la Argentina, no se hacía periodismo narrativo. O se hacía en muy pequeñas dosis: a veces, notas de Página/12 usaban formas de relato para contar ciertas situaciones —una reunión de ministros, un crimen, un castigo— en artículos que nunca excedían el millar de palabras.
—Pero si me dan el espacio suficiente y no me rompen las bolas.
—No te preocupes. Claro que te vamos a romper las bolas.
La idea, por supuesto, no era nueva. Se había hecho, antes, mucho y bien: en los sesentas —que, en la Argentina, duraron desde 1958 hasta 1973, poco más o menos— varios medios lo practicaron con denuedo. En Primera Plana escribía, entre tantos otros, Tomás Eloy Martínez. Y el suplemento cultural del diario La Opinión, que dirigió Juan Gelman, publicó las excelentes historias de Soriano o de Enrique Raab. Y la revista Crisis las de María Esther Gilio, Paco Urondo, Eduardo Galeano. Después primó la idea de que los lectores —como todo el resto de los argentinos— eran idiotas.
—Dale, a vos te gusta hacer esas porquerías ilegibles. Empezá con Tucumán y después vemos.
Cerró Lanata. Yo no lo habría propuesto pero acepté curioso, casi interesado. En periodismo, se diría, las cosas me suceden.
Estaba nervioso: pensaba que debía encontrar algo así como una forma de hacer —me decía, por no decir «estilo». Leí. Me sorprenden personas que quieren ser periodistas y no leen: como un aprendiz de pianista que se jactara de no escuchar música. No se puede escribir sin haber leído demasiado; no se puede pensar —entender, organizar, hablar— sin haber leído demasiado.
Leí. Siempre supe que tenía una sola habilidad: imito voces. Leo un fragmento y puedo escribir con ese ritmo, esa cadencia, esas maneras. No hay invención pura; no hay más base posible que la imitación: alguien imita a uno, a tres, a seis; de la mezcla de lo imitado y los deslices del imitador va surgiendo —o no— algo distinto. Era importante, entonces, elegir qué leer para ir armando una manera. Me decidí por cuatro libros que recordaba como ejemplos de periodismo narrativo.
Lugar común la muerte reúne lo mejor de Tomás Eloy Martínez: encuentros con personas o con situaciones siempre al borde de la literatura, de éste o el otro lado. Son relatos tan bellos, tan exactos, tan perfectamente engarzados que a veces se echa en falta algún error.
Operación Masacre es un clásico contemporáneo: la prosa seca y brutal de Rodolfo Walsh al servicio de la historia de una búsqueda tenaz que terminó encontrando lo más inesperado. Un triple ejemplo: de cómo averiguar lo más oculto, de cómo estructurar un relato, de cómo escribirlo sin alardes para que su eficacia se haga extrema.
Music for chameleons ofrece algunos de los mejores textos cortos de Truman Capote —que es decir: algunos de los mejores textos cortos americanos del siglo pasado. Y, sobre todo, el relato del título: Capote sigue a la chicana Mary Sánchez, la mujer que le limpia la casa, a través de un día de trabajo por distintos pisos neoyorquinos, y demuestra que las supuestas fronteras entre periodismo y literatura son tan tenues.
Inventario de otoño es otra compilación: una serie de artículos que publicó, a principios de los ochentas, Manuel Vicent con memorias de viejos. Los entrevistaba, les hacía contar cosas, las contaba él. Las historias podían ser mejores o peores pero fueron, para mí, la ocasión de encontrar una música: un ritmo que he copiado tanto. Se lo he dicho, después, alguna vez al maestro Vicent: no siempre recuerdo la letra de sus textos pero puedo tararearlos sin problema.
No sé si lo pensé entonces: ahora me queda claro que los cuatro que elegí son o fueron, también, escritores de ficción.
Tucumán solía ser la provincia más chica —y una de las más agitadas— de Argentina. En ese momento se preparaban unas elecciones que amenazaba ganar un general que la había gobernado durante la dictadura —y había matado, en aquellos años, a mucha gente—: un símbolo molesto. El gobierno nacional, para impedirlo, le opondría el tucumano más famoso: un cantor pop de origen muy pobre que se había convertido, en los sesentas, en una de los grandes personajes argentinos, Palito Ortega.
Recuerdo el avión medio vacío en que volé hacia allí, las canciones de Camarón que escuchaba en aquella casetera grande como una biblia de hotel. Recuerdo la noche en que llegué, aquel susto.
La ciudad es siempre diferente.
Para el viajero que llegue por la noche, la ciudad aparecerá primero como un bloque de olores espesos y calores, de luces tibias que iluminan apenas; habrá hombres y mujeres, en las veredas más lejanas, que buscarán el aire, que se moverán como si otaran, sin sonidos.
Así el viajero irá internándose de a poco, llegando poco a poco a alguna parte. Entonces caminará por una calle comercial y bulliciosa, atestada de luces y atravesada de carteles que la ciegan, poblada de maquinitas tragaperras, coches lentos y adolescentes que se buscan con los ojos como si no doliera, con ropas de domingo.
Y si la noche es noche de domingo, el viajero caminará esa calle hasta la plaza central, la plaza que se llama Independencia —como todo, como el operativo, como la casita—, y le irán llegando entre palmeras los aires de un pasodoble. Entonces el viajero se preguntará por qué las mujeres de las ciudades ajenas siempre parecen propias, apetecibles, accesibles y en la plaza habrá globos, manzanas con tadas, pirulíes y bailarines de ese pasodoble. La banda estará vestida con camisas blancas, de mangas cortas, que harán juego con las palmeras, subida sobre un palco de ocasión ante la casa de gobierno afrancesada y cubierta de lamparitas patrias. Y aquí también se encuentra, dirá un locutor, el doctor Julio César Aráoz, interventor de nuestra provincia, y pedirá el aplauso.
El viajero, tal vez, debería quedarse en esta noche de domingo y globos y callar, no buscar las señales, bailar el pasodoble, pero el locutor repetirá justo entonces que el señor interventor se encuentra acompañado de su familia, y dirá que ellos merecen el aplauso de este pueblo de Tucumán y el aire olerá a garrapiñadas y lluvia y jabón pudoroso y después, entonces, aunque parezca tonto, la banda empezará Volver, como si fuera un tango. (…)
El lector avisado puede comprobar que en el principio de este primer texto —«…para el viajero que llegue por la noche…»— hay más que un eco de las Ciudades Invisibles del maestro Calvino. Sigue siendo, tantos años después, un libro que admiro; no recuerdo, tantos años después, si lo retomé con deliberación o se me impuso. Pero, en cualquiera de sus formas, la copia es, insisto, la única manera de empezar.
(Después el texto se internaba en los vericuetos de la política local de ese momento —y conseguía un interés muy local, muy de ese momento. Alguna vez, pasados muchos años, tuve que preguntarme qué era lo que hacía que un artículo de periódico pudiera leerse pasados muchos años. No sé si supe; sé que, a más información contemporánea, a más nombres y números y caras pasajeras, más posibilidades de que el texto se vuelva ilegible con el tiempo. Pero, en cualquier caso, se supone que esto es, pese a todo, periodismo: que uno lo escribe para el día siguiente. Que se pueda leer veinte años después es una especie de beneficio secundario —¿un beneficio secundario?— que, supongo, no debería intervenir en el esfuerzo de escribirlo.)
La nota — el «territorio»— sobre Tucumán se publicó en la edición de abril 1991 de Página/30. Inauguraba una sección fija —mi sección— que había que bautizar. En los veintitantos años que pasaron desde entonces, muchas veces me pregunté por qué se me ocurrió ponerle Crónicas de Fin de Siglo.
En esos días, en Argentina, nadie hablaba de crónica: no era una palabra de nuestro repertorio. O sí, pero decía otras cosas. La palabra crónica no tenía ningún prestigio en el mundito periodístico argentino. Había, para empezar, un diario Crónica, que ocupó durante décadas el lugar de la prensa amarilla de las pampas. Era uno de los dos diarios vespertinos —que, con el tiempo, fueron desplazados por la televisión y su noticiero de las ocho. Cualquier tarde de mi infancia en Buenos Aires miles compraban La Razón o la Crónica; solo los días muy especiales —golpes de estado, alunizajes, campeonatos de Boca— daban para pedir los dos al mismo tiempo. Pero los canillitas los voceaban siempre juntos: Razón, Crónica, diarios —y en ese orden, siempre en ese orden. Razón Crónica diarios es un triunfo de la aliteración de calle, y es un concepto que todavía trato de entender: razón crónica diarios.
Crónica era un tabloide en una época en que solo los diarios populares lo eran; solía tener un solo título grande en la tapa y alguna foto más o menos escabrosa. Cuando había un crimen importante —¿un crimen importante?— sus ventas se disparaban: nadie mejor que ellos para sobornar policías y conseguir los datos que ninguno tenía —y publicarlos. No solo por eso, el sustantivo crónica solía llamar, entonces, al adjetivo roja. Hablar de crónica —roja— era hablar de sangre, de botín, de malvivientes, de crímenes y fugas, de muertes amorales: de lo que entonces se solía llamar los bajos fondos y ahora, por corrección política y respeto por lo horizontal, se llama marginalidad.
Pero, además, en el escalafón rigurosamente definido del periodismo argentino, el cronista era el grado más bajo. El cronista era el chico que acababa de entrar, el aprendiz al que todos le encargaban las tareas más aburridas, más laboriosas, al estilo de «andáte a la esquina de Cucha Cucha y Boyacá y fíjate si está saliendo agua porque llamaron unos vecinos para denunciar que se les cortó». O, más en general, el que debía ir a buscar la información pero no tenía derecho a escribirla: debía entregársela a un superior jerárquico que, para que no quedaran dudas, se llamaba redactor y tenía la misión de redactarla.
Crónica era un diario desdeñado, el cronista el escalón más bajo de la escala zoológica; en la Argentina de 1991 decir que uno hacía crónicas era una especie de chiste, una provocación. O, si acaso, referirse a una tradición casi perdida.
«La crónica es, tal vez, el género central de la literatura argentina. La tradición literaria parte de una crónica magistral, el Facundo. Otros libros capitales como Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla; Martín Fierro, de Hernández; En viaje, de Cané; La Australia argentina, de Payró; los aguafuertes de Arlt; Historia universal de la infamia y Otras inquisiciones, de Borges; los dos volúmenes misceláneos de Cortázar (La vuelta al día… y Último round); y los documentos de Rodolfo Walsh son variaciones de un género que, como el país, es híbrido y fronterizo», escribiría, un año más tarde, en un artículo que tituló Apogeo de un género, Tomás Eloy Martínez, su mejor cultor. Hablaba de un libro que, pronto, se iba a llamar Larga Distancia.
Además me gustaba que en la palabra crónica se escondiera el tiempo: Cronos, el comedor de hijos. Siempre se escribe sobre el tiempo, pero una crónica es muy especialmente un intento siempre fracasado de atrapar lo fugitivo del tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez —y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez.
La sección, en cualquier caso, era mensual: debía alimentarse. Nadie suponía que yo llegase mucho más allá de Tucumán, pero el sistema tenía —como todos— filtraciones. Mis pasajes se pagaban por canje de publicidad con una agencia de viajes: descubrí que, así como cobraban un cuarto de página por el pasaje a Tucumán, estaban dispuestos a aceptar una doble por un pasaje a —digamos— Moscú. Entonces los viajes empezaron a hacerse más groseros: Unión Soviética, Haití, Estados Unidos, Brasil, Perú, China, Bolivia. Me encontré, de pronto, con el mundo.
Aquellos recorridos empezaban mucho antes de dejar Buenos Aires. Ahora, cuando el problema de la información es el exceso y toda la habilidad consiste en saber separar el grano de la paja, se hace difícil imaginar que hace poco más de veinte años fuera tan complicado conseguir datos sobre lugares más o menos distantes. Internet era un intento semiclandestino, los archivos de los medios eran tristes y locales, las bibliotecas no eran siquiera eso. Recuerdo tardes enteras en la hemeroteca de un instituto de cultura americana de la calle Florida, donde viejas colecciones del National Geographic o el New Yorker o Harper’s podían ofrecer, si se las recorría índice por índice, dos o tres artículos sobre el tema deseado. Los fotocopiaba; después, cuando los leía, la sensación era siempre la misma: que no podría agregar nada a lo que esos periodistas tan poderosos, tan producidos, tan solventes, habían contado con elegancia y precisión. Me desesperaba. Me preguntaba si valía la pena viajar de todos modos. Me contestaba que quería viajar de todos modos —y que ya vería: que, en el peor de los casos, si no conseguía nada de nada, cuando volviera renunciaba.
Bolivia
Los ejércitos de la coca
Entré al Chapare acechando el ataque del mosquito asesino. El Aedes aegypti sigue ocupándose de que la fiebre amarilla sea epidemia en el valle, y la fiebre amarilla no se cura. Aunque, bien mirado, no estaba muy claro que los zancudos fueran más peligrosos que los hombres. Yo tenía dos salvoconductos, uno para los líderes campesinos de la zona roja, otro para el coronel a cargo de los Leopardos, pero no sabía cuánto valdrían los papeles en la selva de la coca.
El Chapare es un valle tropical y bajo, muy lluvioso, del tamaño de Tucumán, escondido a 150 kilómetros de la ciudad de Cochabamba, en el centro de Bolivia. Aquí se cosechan cada año unas 150.000 toneladas de hojas de coca, el 40 por ciento de la producción mundial. Por alguna razón, en Bolivia nadie dice «ir al Chapare»: el Chapare es un lugar al que se «entra».
Cuando la utopía hippie murió por sobredosis, cuando el espíritu de los tiempos dotó a Wall Street del aura blanca que había sido psicodélica en Woodstock, cuando la velocidad y el éxito se volvieron modelos, cuando Eric Clapton cantó con voz ennegrecida su famoso “Cocaine”, no podían siquiera suponer que estaban cambiando para siempre la vida de miles y miles de inimaginables bolivianos.
A fines de los sesenta, en el Chapare vivían apenas cuarenta o cincuenta mil personas que cultivaban para la subsistencia yuca, arroz, bananas. Desde entonces, otros trescientos mil fueron llegando. Eran campesinos pobres del altiplano, mineros del estaño con socavón cerrado, jornaleros de las tierras bajas de Santa Cruz que se establecieron en el valle para cultivar la planta de los tiempos: el viejo arbusto de la coca.
Ahora la coca ha reemplazado al estaño como principal fuente de ingresos de Bolivia. Cada año, la producción cocalera supone unos 1.400 millones de dólares —un cuarto del PBI boliviano— de los cuales 600 quedan en el país.
Días atrás, en La Paz y con un mínimo de oxígeno, Samuel Doria Medina me lo explicaba y yo dudaba entre escucharlo o desmayarme de una vez por todas:
—Si en Estados Unidos se acabara la cocaína esta noche, mañana habría 20 millones de adictos desesperados, muchas familias contentas y probablemente un aumento de la productividad, pero la incidencia económica no sería importante. En Colombia, la droga tampoco es importante económicamente y genera mucha violencia, así que su desaparición también sería positiva, porque bajaría el caos social. Pero en Bolivia, si se acabase esta noche la droga, mañana habría caído el PBI en un cuarto, las exportaciones se habrían reducido a la mitad, y habría cien mil nuevos desocupados; unas trescientas mil personas sin ingresos y muchas más que dependen, indirectamente, del mercado de la coca.
Samuel Doria Medina anda por los cuarenta, es regordete y barbudo, rubicundo, con gemelos relucientes y anteojos redorados. Su secretaria me sirve un tecito de coca y él se ríe. Doria es lo más parecido a un yuppie que se pueda encontrar a 4.000 metros de altura: estudió economía en Estados Unidos, es presidente de la segunda industria del país —una cementera— y es, además, la eminencia económica del gobierno de Jaime Paz Zamora.
Samuel Doria es el impulsor del programa Coca por desarrollo, por el cual los países centrales —y sobre todo Estados Unidos— se comprometieron a invertir en Bolivia lo necesario para sustituir a la coca en la economía nacional. En la versión más optimista, el programa sería la inversa de los espejitos colombinos: a cambio de nada, de dejar de plantar coca, dinero y más dinero. Pero no está tan claro. Cuando Bush y Paz Zamora discutieron el programa en Cartagena, marzo de 1990, George Bush no parecía muy convencido:
—Yo tengo que explicarle al pueblo americano que vamos a invertir mucho dinero en los campesinos productores de coca. ¿Qué me garantiza que esto va a funcionar?
—El mercado —dijo Paz Zamora—, las leyes del mercado. Nosotros no estamos pidiendo subvenciones, ni tratos preferenciales, sino inversiones de la comunidad internacional para construir circuitos económicos alternativos a la coca que sean productivos, que permitan abandonar la economía de la coca porque otros productos serán tanto o más rentables que ese.
Cuenta Samuel Doria. Pero el mercado no acompaña: no hay cultivo más rentable que la coca, que rinde casi sin cuidados cuatro cosechas anuales y, sobre todo, no hay ningún otro que los compradores vengan a buscar a domicilio, en avionetas que trazan en el cielo los caminos inexistentes del Chapare. En realidad, la inyección económica de la coca es la que creó el colchón necesario para que vaya funcionando el modelo de ajuste liberal en Bolivia. Sobre todo desde que se tomaron medidas, alentadas por el FMI, para que los narcodólares pudieran ingresar legalmente en el circuito económico. Además el dinero civilizado tampoco llega en las cantidades prometidas y, cuando llega, muchas veces se pierde en los vericuetos burocráticos. Por eso aparece, también, la represión:
—Sin represión es muy difícil sustituir el cultivo de la coca —dice el economista. Esto se vio muy claro el año pasado: como consecuencia de la represión a los narcotraficantes colombianos, bajó muchísimo la demanda y, por lo tanto, el precio de la hoja, y muchos campesinos se plegaron al plan de reducción de cultivos y se redujeron las plantaciones en 8.000 hectáreas. Por eso el gobierno no quiere reprimir a los campesinos productores, porque lo único que haría sería subir el precio: hay que reprimir a los narcotraficantes, para que baje el precio de la hoja de coca.
Ahí interviene el famoso Anexo III del tratado americano-boliviano: el que prevé el asesoramiento e intervención de tropas del norte para la represión de la droga, el que justificó la llegada, en marzo pasado, de los boinas verdes que están entrenando en Santa Cruz de la Sierra a los rangers bolivianos, el que puso a las centrales campesinas en pie de guerra. El que aplica, en Bolivia, la ecuación de los tiempos: confuso el enemigo izquierdista, los poderes, que siempre necesitan un fantasma aterrador para justificar su existencia, consolidan como monstruo al narcotráfico. Y atacan, de paso, a sus «aliados objetivos»:
—Se nota mucho dinero en algunos dirigentes de los sindicatos campesinos: hay un señor Evo Morales que aparece mucho en la prensa, más de lo que debiera. Yo no sé si está haciendo una carrera política o es que hay narcotráfico de por medio, pero parece claro que hay infiltración de los narcotraficantes en los sindicatos de campesinos cocaleros.
Dice Samuel Doria, con brillo de gemelos, y terminamos el tecito de coca.
La sede central de la Federación Especial de Trabajadores Campesinos del Trópico de Cochabamba, que agrupa a 280 sindicatos cocaleros, es una habitación de cuatro por cuatro en el segundo piso de una casa ruinosa. En el cuartito destartalado hay una vieja máquina de escribir, un teléfono, tres mesitas, una docena de sillas variopintas, un megáfono de antes de la guerra y muchos carteles en las paredes. Junto a una bandera boliviana, el Che Guevara deja flotar sus mechas al viento de la historia; hay posters de encuentros campesinos, un almanaque y un cartel que dice «A 500 años de opresión/ la hoja sagrada/ de coca vive». Después me contarán que también tenían un mapa, grande, del Chapare, pero que lo devolvieron porque no podían pagar las cuotas.
Evo Morales tiene 31 años y es de Oruro, en el altiplano. Su padre era papalero con tierras —«harta papa producía»— hasta que una helada le llevó todos los tubérculos. Corría 1973 y el señor Morales vendió su tierra dura y compró un chaco —una parcela— en el Chapare. Cuando Evo terminó el secundario y descubrió que no podría seguir estudiando, su padre le compró otro chaco y empezó a cultivar sus hojas de coca. El cultivo de la coca es legal en Bolivia porque su consumo es tradicional. Pero de las 160.000 toneladas que se producen por año, apenas 20.000 van al acullico: el resto, al agujero blanco.
—Nosotros producimos nuestra coca, la llevamos a los mercados primarios, la vendemos y ahí termina nuestra responsabilidad —dice Morales—. Sabemos que nuestra coca va al problema ilegal, pero estamos obligados a sobrevivir, y no tenemos otras fuentes —dice y no dice, pero insinúa, que tampoco le importa mucho si los americanos quieren drogarse con ella. Se podría pensar, incluso, que la cocaína es algo así como la venganza de Atahualpa.
—Acá la droga aparece por la pobreza y si queremos acabar con el narcotráfico primero hay que acabar con la pobreza. Pero acabando con la coca acá no van a acabar con la droga en los Estados Unidos: ése es un problema social de ellos, que tienen que arreglar ellos.
Morales habla como un militante, con ese lenguaje un poco cristalizado, trufado de clichés pese al acento de la puna. Morales es alto en una tierra de bajitos, con el pelo crinudo que le inunda los ojos y una sonrisa pícara, un poco socarrona, en la cara aindiada. Morales es el único dirigente rentado de la Federación: los demás pasan dos semanas en funciones y otras dos en el valle, cultivando su coca.
—Nuestra posición es antiimperialista, antiyanqui sobre todo, frente a los abusos de la DEA en el Chapare y a la presión de la deuda externa, que obliga al gobierno a aceptar intervenciones militares. Además, para dar una respuesta política al gobierno, el último congreso de la Confederación Sindical Única de Campesinos, a la que pertenecemos, ha decidido crear un partido, un instrumento político propio de las mayorías nacionales, que somos nosotros.
—Juan de la Cruz Vilca, el líder de la Confederación, habló de la creación de un ejército de los campesinos…
—Nuestros gobiernos siempre se someten a la imposición de un gobierno ajeno, rifan nuestros recursos naturales, aprueban el ingreso de tropas americanas en nuestro país. Antes, con el pretexto de que eran comunistas, atacaban a los mineros inocentes. Ahora, con el pretexto de los narcotraficantes, van a atacar a nuestros campesinos. Nosotros somos el pueblo, pero las Fuerzas Armadas no responden a su pueblo. Entonces, para contrarrestarlos, para que haya poder del pueblo, estamos obligados a pensar en formar nuestro propio ejército, que responda al pueblo y no a intereses ajenos. Y ésa es una fuerza que está creándose en las bases.
Dice Evo Morales y alguien le dice que ya es tarde. Son las nueve de la mañana y tiene que salir para La Paz, a 400 kilómetros, para seguir la ronda de negociaciones: la Federación, junto con la Confederación y la Central Obrera Boliviana, han anunciado para el lunes un paro general con bloqueo de caminos en todo el país como protesta contra la militarización de la lucha contra el narcotráfico y la entrada de asesores americanos, y el gobierno los ha llamado a conversar. Para eso les ha mandado un jeep que los llevará hasta La Paz. Pero en el jeep solo caben cuatro de los cinco que tenían que ir. Néstor Bravo, por el momento, se quedó de a pie, y será él quien me haga el salvoconducto para entrar al Chapare.
Néstor Bravo es bajito y enjuto y tenía 19 años cuando se tuvo que escapar de Bolivia, en 1981, García Meza mediante. Llevaba un plomo en una pierna, recuerdo de una escaramuza, pero no documentos: alguien le hizo pasar la aduana de La Quiaca escondido en un container y le dio plata para llegar hasta Córdoba. De ahí, en 17 días de marcha, se plantó en Buenos Aires. Ahora Bravo es el secretario de actas y me da algunos datos del Chapare mientras José Chile, que es el secretario de hacienda, llega con su diente solitario bailándole en la boca y entre risas le dice que está salvado, que le ha conseguido 50 bolivianos —15 dólares— para que se pueda tomar el ómnibus a La Paz, a participar de las negociaciones.
A 50 kilómetros de Santa Cruz, en Montero, el regimiento Manchego de los rangers bolivianos ha recibido hace un mes y medio a los 56 asesores norteamericanos. Vinieron como parte del programa de ayuda del Anexo III: 35 millones de dólares —de los cuales 14 para pagar este entrenamiento— y unos mil kilos de municiones y armamento. La entrada del ejército en las operaciones —hasta ahora participaban, en tareas de transporte, la aviación y la marina— se decidió ante la corrupción de la policía y las fuerzas especiales, que arrastró en su caída a los más altos mandos, incluido el ministro del Interior. El general Lanza no cree que esa corrupción sea un problema insoluble:
—En toda guerra hay riesgos —dice— y en esta se puede decir que el enemigo no solo dispara con armas, sino más bien con dólares, pero el personal sabe que no puede tirar por la borda quince, veinte años de servicios por unos cuantos dólares. Y el ejército boliviano ya ha demostrado que tiene una formación moral muy sólida…
Ya lo ha demostrado. El general Lanza es un hombrecito atildado y correcto, refugiado en una campera de plástico verde y en una gran o cina con computadoras y muchos carteles de prohibido fumar. El general Emilio Lanza es el comandante de la Octava División, de la que dependen los rangers manchegos, y le pido permiso para visitar el famoso cuartel.
—Imagínese, todavía no hemos autorizado a nuestra prensa, así que menos podríamos autorizar a la prensa extranjera. Además, usted sabe que en cuestiones militares la reserva es fundamental. Pero no es por nosotros, es porque los americanos lo han solicitado. Los militares que nos enviaron son del séptimo cuerpo y han estado en Honduras, El Salvador y Panamá, y están acostumbrados a moverse en territorio hostil. Así que viven como si Montero estuviera lleno de narcotraficantes: no se alojan en un hotel, sino que han montado sus tiendas de campaña en el cuartel y casi no salen. Se han puesto bajo nuestra protección. Así que imagínese si apareciera ahí adentro una cámara de fotos. Además le digo: se habla mucho de los instructores americanos, pero en realidad nuestros soldados con ellos están practicando de nuevo, con más medios, lo mismo que nosotros les enseñamos.
Entonces llamo por teléfono a la embajada americana en La Paz, para pedirles a ellos el permiso necesario. Me contesta un vocero, muy profesional:
—Los asesores americanos no harán declaraciones. Por otra parte, hay que pedirles permiso a los bolivianos, ellos son los que mandan.
—Es una forma muy diplomática de hablar.
El vocero se ríe. El año pasado, en Washington, el representante demócrata por Nueva York Stephen Solarz lo ponía bastante claro:
«Si misiles balísticos intercontinentales estuvieran siendo disparados sobre ciudades norteamericanas desde Perú y Bolivia, con seguridad nuestro gobierno habría diseñado un plan para liquidar al enemigo. ¿Por qué, entonces, debemos tratar tan débilmente la amenaza planteada por los carteles internacionales de la cocaína?».
Hay respuestas: el negocio de la droga mueve globalmente cada año unos 600.000 millones de dólares, solo superado por los 800.000 del tráfico de armas y muy por delante de los 250.000 del mercado del petróleo. De esos 600.000 millones, la mitad corresponde a la cocaína; de esa cantidad, lo que queda en manos de colombianos, bolivianos y otros sudacas es menor: la parte del león se la llevan las grandes familias de la mafia norteamericana.
En la radio, entre Julio Iglesias, cuecas bolivianas y algún Rodríguez, un jingle pegadizo insiste en las virtudes de la diosa dorada —una cerveza. El micro, que aquí llaman la ota, está por entrar en la tierra madre de la diosa blanca. Hace un rato que salimos de Cochabamba. El viaje —150 kilómetros— durará apenas ocho horas.
En Bolivia, las flotas están siempre llenas, porque solo salen cuando ya están llenas. Llenas de cholas con infinitas bolsas que bajan a la ciudad a vender y comprar, campesinos con sombreros de paja y si acaso dos dientes, chicos que circulan por quién sabe qué derrotas y bebés que lloran en silencio. Y todos comen: requesón, maíz inflado, pimientos, papas, yuca, huevos, y con los restos van haciendo en el piso una alfombra de millares de nudos.
La flota huele a todo; junto al chofer, un cartel dice que Jesús dice yo soy el camino, y él corre por las cornisas sinuosas como si el reino de los cielos estuviera asfaltado, con frenos que ya han demostrado su ateísmo. Otro cartel dice prohibido fumar si algún pasajero se opone. A mi lado una chola joven, de vestido amarillo, me cuenta que ha comprado tres muñequitas de trapo, grandes como una banana, a un boliviano cada una, y que las va a vender a uno cincuenta. Cada veinte o treinta kilómetros hay un control policial, de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural —UMOPAR, alias «Los Leopardos»—: incautan precursores, los materiales necesarios para transformar la hoja de coca en pasta base: kerosén, bicarbonato, ácido sulfúrico, lavandina, fuel-oil, papel higiénico: el Chapare es un territorio liberado de papel higiénico.
En cada control, los pasajeros bajan a descargar el cuerpo al costado del camino y el enjambre de cholas se precipita sobre las flotas ofreciendo comidas y bebidas. La contrabandista de muñecas pregunta el precio de una gaseosa, le dicen un boliviano y se queda callada. Se la compro, y me siento una basura. La muñequera me pregunta si voy a Eterasama.
—Sí.
—¿Sus parientes tiene, ahí?
—No.
—¿Y cómo va ahí, entonces?
En la ladera pelada de la montaña, un cuartel de los Leopardos pintado de camuflaje marrón y verde se destaca como un diamante de plástico sobre el fondo ocre. La flota atraviesa entre nubes alturas de más de cuatro mil metros antes de caer al valle tropical. Ya estamos bajando. La radio recita con faltas de ortografía el obituario de Clarilisa Hurca, quien fuera en vida enfermera retirada. Los bolivianos son pioneros en el arte de bautizar a sus hijos Yanina Nerea. Un hombre de camisa blanca, sucia, lee una biblia en quechua cuando la flota se para en medio de la selva. Ha habido, un par de kilómetros más adelante, un derrumbe en la carretera y ahora hay cientos de camiones, camionetas y flotas atascadas en el fango rojo de un camino de cornisa bordeado de helechos como tótems y tremendos bananos. Dos o tres kilómetros de máquinas se amontonan en un infierno de gritos, grasa y patinazos: son las tres de la tarde y los agoreros anuncian que no podremos pasar hasta mañana. Un chancho que viajaba en el techo de la flota, harto de la espera, aprovecha la confusión para saltar hacia la libertad. Diez o doce mujeres lo persiguen por el barro y se resbalan y se cubren de la lluvia con inmensas hojas de banano. Su dueña pierde, en la persecución, una chancleta. Cuando por fin lo agarran, sus chillidos son estremecedores.
Ahora el camino es de piedras desparejas, hirientes. El camión salta sin piedad, busca otros aires: a los costados hay bananos, cítricos, mucha coca y matojos sin nombre pero con tanto verde, impenetrables. Y hay, sobre todo, un calor húmedo que te hace de los huesos plastilina. Por el camino pasan bicicletas saltimbanquis, algún camión y cada tanto aparece una casa: son chozas de troncos puestas sobre pilotes. Abajo, sin paredes, el piso sirve como depósito de nada; arriba, con media pared de tablas, la habitación única, sin puertas ni ventanas, donde se acumulan los trastos de la familia, una mesa rústica, algún banco, dos o tres hamacas, si acaso un catre, una escopeta. En la cocina, que está abajo y es un fuego de leña, se cuece arroz y alguna yuca y, muy de vez en cuando, un conejo de monte u otro animal de caza. Hay gallinas, cerdos, perros imposibles y el lujo necesario: frente a la choza, un terreno de veinte o treinta metros cuadrados limpios de maleza, para secar la coca. En todo el valle no hay teléfono ni electricidad.
—La gente al verlo a usted ha de decir que viene uno de la Dea. Escóndanse los que están con la merca, ha de decir.
Dice José, el chofer del camión, y me señala a un hombre, en el piso alto de una choza, tratando de retirar una antenita. Son los huoquitoqueros, empleados de los capos del narco, que avisan por una red de walkie-talkies cuando llega algún gringo, algún leopardo.
San Francisco está al cabo del camino, cerca del fin del mundo. Clemente Aguilera es el corregidor de San Francisco, el encargado de administrar la justicia comunal. Clemente Aguilera tiene un bigotito muy cuidado, la camiseta casi eterna y un perro pelón que le lame los pies como si fueran caramelo. Aguilera perdió su chaco cuando su mujer se enfermó y tuvo que pagar remedios y curaciones y el entierro, y ahora es el corregidor porque es un buen albañil y está construyendo la casita municipal. Mientras tanto juzga los delitos menores: las peleas por alcohol o por crac o mujeres, las deudas sempiternas. Las multas que cobra, su única fuente de ingresos, van tres partes para comprar ladrillos y una para su paga.
—Pero no quiero las deudas por droga, yo. Hasta quinientos pesos te ofrecen para que las haga cobrar, pero no quiero, yo, después terminás patas arriba.
Dice, y dice que a la coca no la saca nadies. «El campesino agarra una carga de coca, la lleva a vender y le dan cien, cientocincuenta bolivianos. En cambio por cien naranjas le dan un boliviano. Quince mil naranjas, tendría que vender. No puede cargar el campesino sus mil quinientos kilos de naranjas sobre el lomo, señor, nunca», dice, con lógica serena.
En San Francisco el camino muere en un río ancho que impide cualquier paso. Al río llegan canoas a remo hechas de troncos vaciados, cargadas de papaya, yuca, bananas, coca, para mandarlas en camiones a Cochabamba. Pero no es rentable. Junto al río hay montañas de naranjas, que se pudren porque es más caro transportarlas. Por el río bajan también las lanchas a motor hasta las pistas de aterrizaje clandestinas de la selva y, de tarde en tarde, algún cuerpo sin manos.
Hace veinte años San Francisco no existía, y ahora tiene treinta chozas de madera y un par de cobertizos grandes, sin paredes, que hacen de bares, y uno exhibe un generador que le da luz y alimenta un video. Es mediodía, el sol no tiene madre y en las mesas maltrechas los hombres toman cervezas en silencio bajo carteles oxidados de Paceña o Cocacola como si el tiempo no hubiese llegado todavía. Hay sombreros, camisetas sucias, gorras con visera rota, ojotas de goma, piolines cinturones y ojos amenazantes, alguna mano en el machete. Están sentados, esperando la noche.
—En la noche, a cualquiera que lo ven lo ahujerean —dice José.
De noche la selva se anima como por encanto. Es la hora en que los pisacocas empiezan su trabajo: en una hoya de un metro de diámetro, recubierta de plástico, pisan las hojas con sulfúrico y querosén —o ahora, porque es más barato, lavandina y gas-oil— para convertirla en pasta base. Después harán unos bollos que secarán con ingentes cantidades de papel higiénico; esos bollos son los que vienen a buscar los traficantes, también por la noche, en sus avionetas, para refinar el clorhidrato en laboratorios escondidos en la selva amazónica del Beni, en Santa Cruz, en Brasil o en Colombia. Y —se dice—, últimamente, en la Argentina.
Hasta hace dos o tres años, los campesinos se limitaban al cultivo de la hoja. Pero cuando bajó el precio de la coca muchos tuvieron que empezar a pisar para mantener sus mínimos ingresos. Lo cual los pone fuera de la ley y da letra al gobierno para entrar eventualmente en el Chapare. Por supuesto, casi todos niegan que pisan; de todas formas, la mayor cantidad de pasta la producen los intermediarios, los chakas, que contratan a los campesinos más pobres, sin tierras, para la labor, y les pagan, muchas veces, en «pitillos» —cigarrillos de crac.
He cenado un taitetú, un pecarí frito en grasas añejas, y ahora está oscureciendo y hay una luna inmensa y amarilla, sucia, sudorosa, sobre Villa Tunari. El chiringuito es una choza de troncos en medio del verde, con dos mesitas de manteles de hule y en la pared, como en todas todas partes, hay a ches de cerveza Paceña mostrando en tecnicolor las curvas y las tetas de una rubia como nunca se vio en cientos de leguas. Esa mujer es un emblema patrio. Don Jorge, el dueño, es corto y patizambo, viejo de tal vez cincuenta, y parece como si se fuera a desmoronar a cada paso. Embebido en su propia medicina, apenas articula las palabras con que me recomienda su licor de pasta: un líquido espeso, oscuro, servido en un vasito como un dedal, que te explota en el cuerpo con la fuerza de cien grados y el ash de la blanca. Su hijo pisa coca en una fosa disimulada selva adentro, entre los bananos, y él se dedica a esta artesanía.
En la otra mesa, una mujer de once o doce con un short verde y musculosa escasa está sentada sobre la falda de un hombre que no es su padre ni le está inculcando fundamentos de moral cristiana. Ella tiene casi todos sus dientes y la sonrisa estúpida de quien cree que ya sabe jugar todos los juegos. Después, don Jorge me explicará que es muda y muy brava, «brava como la lluvia», dirá, y que no acepta plata. La muda casi no se mueve: ahora es una escultura que el hombre está terminando de amasar. Tienen tiempo, parece: perseveran. Al rato, la obra y el creador se van al baile.
En el baile sirven venden chicha en grandes baldes de plástico chillón y cerveza a tres por cinco. Las luces del galpón cascabelean y también la música, al ritmo de los caprichos del generador: la música, a toda pastilla, son cumbias mezcladas con disco duro, que los más bailan con displicencia, como au- sentes, pero sin respiro. La muda se revolea para quedarse con todas las miradas. Alguna chola agita sus trenzas y sus faldas con un rap, sin perder el sombrero, y nadie se da vuelta cuando alguien cae al costado de su banco o vomita o, al n, brilla un machete en la trifulca sin palabras. Dos o tres me clavan con miradas difíciles, alguien me grita gringo, la muda me sonríe con amenazas más serias que el machete.
A la mañana siguiente, al llegar a Eterasama, me saluda a los gritos un loro viejo, venerable, que masca desganado hojas de coca. El olor a coca ocupa todo el aire: un olor amargo, húmedo, pastoso, como de trópico en blanco y negro. Eterasama está en el centro de lo que llaman la zona roja del Chapare.
A la entrada, en el templo evangelista pintado de celeste, un pastor look Ceferino dice que son los gringos los que han pervertido la santa hoja de coca; a pocos metros, en un arroyo lento, mujeres semidesnudas lavan y se lavan y charlan de sus cosas. Hay basura, calor, perros y chicharrones de chancho que luchan contra el olor a coca. Más adentro, el pueblo es un mercado de casas miserables donde se venden carnes grises, jabones, frutas, verduras, un cachorro de onza y un bebé de tres meses. Un pasacalle anuncia el Gran Festival de Lucha Libre en un pueblo vecino, con cinco titanes cinco a un boliviano por cabeza. En el medio de todo está el mercado de coca.
El mercado primario de coca es un galpón bastante nuevo, de material, techado, que depende de la Federación, donde los campesinos con licencia van a vender sus bolsas. Dos bolsas son una carga —45 kilos—: ahí las compran los chakas y la hoja desaparece en el agujero blanco. Con cien kilos de hojas se hacen cuatro de pasta y, después, dos de clorhidrato. Allí, cuentan, van a menudo los Umopares a vender sus rescates.
Para los campesinos, los Umopares son la pesadilla. Más tarde, en un pueblo cercano, uno me contará cómo le entraron en su casa, dos días atrás y, so pretexto de interrogarlo sobre unos traficantes, le pegaron y le robaron el poco dinero que tenía. Y otros, después, contarán historias semejantes. Y lo mis-mo dirá, en Cochabamba, el padre Federico Aguiló, jesuita y presidente de la APDH local, y alguno me explicará cómo es la «cobertura», que los leopardos, supuestamente, combinan con los narcos: «Nosotros te avisamos que hacemos un operativo acá, que estamos ocupados, y vos mientras tanto te vas a negociar a otro lado», sería el arreglo, dinero mediante.
A la entrada del cuartel Umopar de Chimoré, el lema de la agrupación campea orgulloso: «Sólo merece vivir/ quien por un noble ideal/ está dispuesto a morir», dice, sobre el escudo de dos fusiles cruzados y una calavera con gorrita verde oliva. El cuartel es el más importante del Chapare y es muy grande, rodeado de alambradas altas como dos hombres.
Adentro, los soldaditos de pantalones camuflados y remeras con cabeza de leopardo cuelgan de sus cuerpos retacos cantim- ploras, una linterna, cargadores, esposas de plástico, un cuchillo, alguna granada y el bruto M16: son un árbol de navidad casi completo. En el cuartel hay tres helicópteros Huey sobre plataformas de cemento y una serie de barracas pintadas de blanco; en el canchón, un par de pelotones hace ejercicios a las órdenes de un teniente que les recuerda a los gritos la moral del leopardo.
—¿Cómo es el leopardo?
Grita el oficial.
—¡Violento!
Aúllan a una los felinos. Desde el calabozo de grandes ventanas enrejadas los miran cuatro o cinco prisioneros y algún americano de la DEA cruza el fondo del cuadro, sigiloso. Los de la DEA no quieren dejarse ver pero participan de las operaciones importantes, tienen su propia red de informantes que pagan en dólares y, como dice el padre Aguiló, «no está demostrado que entren en la corrupción y los abusos, pero están siempre ahí, y sería difícil pensar que no se enteran de nada. No deben ser tan tontos».
El Umopar es una fuerza especial de la policía, 580 hombres pagados 30 dólares por el gobierno boliviano y 50 por los americanos. El coronel, me dicen, no podrá recibirme porque está descansando tras feroz operativo. Después sabré que, por la mañana, dirigió una incursión de lo más joligudiana contra una fosa de pasta base abandonada, en exclusivo beneficio de un equipo de la televisión americana. Los leopardos, dicen, también están preocupados por la militarización, que podría arruinarles el estofado. Pasado un rato aparece un o cial y le pregunto por las denuncias de corrupción y malos tratos.
—Son todas argucias de los narcotra cantes —dirá el o – cial, y no habrá más palabras.
En un pueblo vecino, de cuyo nombre no debo acordarme, el día anterior siete u ocho campesinos me contaban historias. Al llegar a la pequeña choza del sindicato el dirigente me pre- guntó si estaba autorizado por la Federación; cuando le mostré el salvoconducto mandó a un chico a traer agua con limón, a otro a buscar a sus compañeros, y después empezaron a hablar, con sus voces tan quedas:
—Nosotros como campesinos nos dedicamos a la coquita, que es lo que nos da vida. Otros no hay. Y si hay cosas ilícitas nada tenemos que comprometernos en ellas. Todos sabemos que en Bolivia están los narcotra cantes. Pero nosotros no va- mos a ir preguntando cómo se llama ese señor o qué es su mi- sión o dónde va y hace su comercio. Trabajando para mantener a las familias, nos preocupamos, nosotros.
El cuarto es minúsculo, con el techo muy bajo: en las pa- redes de madera han clavado a Bolívar, a Sucre y a tetas de cerveza. Sobre la mesa despareja, un crucifijo y una vela.
—Yo no quiero irme del Chapare. Acá tengo mi coquita, mi yuquita, y voy sobreviviendo, y en la ciudad si no tengo dinero, difícil que esté viviendo. Más fregado, solamente, estaría.
Llegan chicos, entran, gritan algo. Pasa alguna mujer pero se va enseguida.
—Acá, en los políticos, los campesinos ya no con amos: siempre nos hacen promesas tras promesas, vienen a hacer sus campañas y llegan a ser gobiernos y a la nal no cumplen: así es su costumbre de ellos, son unos ricachos, pues, qué quiere.
Dos o tres campesinos llevan la camiseta celeste de su equi- po de fútbol. Cada pueblo —cada sindicato— construye sus propios servicios, arregla sus propios caminos; en cada pueblo, lo primero que hacen es la escuela y la canchita.
—Inquietos estamos de escuchar que los militares entrarán. Ya le decían los compañeros que los umopares nos pegan y nos pegan, o nos roban, y entonces yo digo qué nos harán los del ejército, que son más militares.
Los campesinos están preparándose para salir, esa tarde, hacia la ciudad, para el bloqueo. Ese domingo, en el Chapare, camiones y camiones de campesinos empiezan a marchar hacia Cochabamba. Allí, una asamblea deberá decidir qué pasa con el bloqueo, que estaba previsto para el lunes. Entretanto, en La Paz, los dirigentes campesinos han conseguido del gobierno la promesa de que el ejército no entrará en las zonas campesinas y de agilizar los planes de desarrollo, y proponen postergar la movilización un mes, a ver qué pasa. El lunes, en Cochabamba, una manifestación de tres o cuatro mil campesinos recorrerá la ciudad tranquila, provinciana.
En Cochabamba las casas son bajas y secretas, se repliegan sobre sí mismas con el pudor mezclado de indios y españoles; en las calles no hay algarabía, los árboles despliegan medios tonos y es difícil pensar cualquier variante de la épica. Todo allí es moderado, cuidadoso, y la manifestación es una columna larga y estrecha, varias cuadras de campesinos muy pegaditos los unos a los otros, como si temieran, que marcha bajo el sol de la tarde despacio y en silencio hasta que el grito de un voceador los interpela:
—¡Que viva la Central Obrera Boliviana! —¡Que viva!
—¡Que se mueran los yanquis americanizadores! —¡Que se mueran!
—¡Que viva la revolución campesina!
—¡Que viva!
—¡Que viva la coca!
Los campesinos no corean los cantitos que propone el del megáfono. «Si no se van/ si no se van/ les irá como en Vietnam», «Fusil, metralla,/ el pueblo no se calla». A la cabeza, un pelotón nutrido de cholas multicolores lleva una bandera verde y roja con la hoja de coca a modo de blasón. Después, en la plaza central, entre palmeras y recovas, Evo Morales les hablará con su verba encendida. Un periodista me dirá que es como un minué, un juego cuyas reglas ya se conocen: los campesinos agitan un poco y les dan algo. Si no se movieran, nadie les haría caso. Entonces amenazan con huelgas y bloqueos, vienen los ministros, negocian y ya. Hasta unos meses más tarde, cuando se hace claro que no van a cumplir los acuerdos y todo vuelve a empezar. Una vez, otra vez: ya llevan siglos.
Lacrónica
Martín Caparrós
Planeta, 2016
536 p. — Ref. $21.000