Cuentos No hay peor miedo, sensación, mareo, asco, angustia, disgusto que la de sabernos en el final de algo. Terminar, dejar de avanzar; acabar. La insoportable última página de un libro. El irritante minuto previo a la medianoche. La incómoda despedida. El asqueroso regreso a casa. La constante idealización de un futuro perfecto, de una […]
Cuentos
No hay peor miedo, sensación, mareo, asco, angustia, disgusto que la de sabernos en el final de algo. Terminar, dejar de avanzar; acabar. La insoportable última página de un libro. El irritante minuto previo a la medianoche. La incómoda despedida. El asqueroso regreso a casa.
La constante idealización de un futuro perfecto, de una juventud eterna, y la permanente pero hipócrita renegación del desarollo de vida occidental y moderno («vivir para consumir, consumir para casarse, casarse para tener hijos, tener hijos para justificar tu vida») hace que cuando llega el escurridizo momento del final, la incertidumbre sube a la cabeza y la llena de una espuma gris y ácida que abruma y adormece. El colegio que parecía nunca terminar, la universidad que tenía cara de infinita, el trabajo que se veía tan seguro: pum, pum, pum, todo se acaba, siempre de un día para otro, no importa cuán previsible haya sido.
Empezar es menos difícil que terminar, que es mucho menos traumático que estar haciendo.
Odio los fines, los logros. El terror de ponerse una meta y cumplirla. El horrible vacío del éxito.
¿Y ahora qué? Me doy vuelta un juego en la playstation: ¿y ahora qué hago con mis tardes? Estoy con la mujer que amo: ¿y ahora qué hago con mi vida? La mediocridad parece más segura. No quiero nunca ser campeón ni el mejor ni ganar ni lograr el puto objetivo de mi vida. Tengo miedo a ser feliz: ¡qué mierda se hace con eso!
Dicen que la esperanza es la principal opresora de la libertad. Bueno, no sé si me agrada ser libre. La esperanza de ser feliz parece más atractiva (o más segura o más tranquila o más estable) que la felicidad misma. Así, nunca hay un final del cual hacerse cargo, y la vida queda solo como un permanente —y a veces placentero— fracaso.