Los libros no se prestan

por · Enero de 2016

Quizá el mayor miedo sea prestar un libro y que en seguida te lo devuelvan tras haber descubierto, supuestamente, tu secreto.

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Recuerdo que de niño me enseñaron que nunca podía compartir mi ropa interior con otro amiguito. Las camisas, sí; los pantalones, también; incluso las medias. Pero nunca la ropa interior. Lo mismo ocurría con el cepillo de dientes: ese no se le presta ni a la novia. El cepillo para el pelo, sí, pero nunca el de los dientes. Uno y otro objeto habían sido introducidos en mi vida como elementos que eran míos y solo míos, y el solo hecho de compartirlos podía dañar mi vida.

Sin embargo, todos esos consejos estaban profundamente desacertados. Lo que nunca se puede prestar, y de ahora en adelante deberías dejar de hacerlo, es un libro.

No, no lo digo por esa típica —aunque a veces acertada— frase de que los libros que se prestan, nunca los devuelven. Quizá el mayor miedo sea lo contrario, prestar un libro y que en seguida te lo devuelvan tras haber descubierto, supuestamente, tu secreto.

Un libro es un objeto lleno de manías no del autor sino del lector. Un libro tiene notas al margen, escolios, manchas, ADN, huellas, restos de comida, tachaduras, rayas, dibujos, mordiscos (incluso no humanos), mocos, saliva en los bordes. Un libro puede incluso tener pequeños tesoros añadidos, suerte de prótesis metatextual, tales como los marcalibros. Estos a veces no son los típicos rectángulos que le hacen publicidad a una editorial. En ocasiones, los marcalibros pueden ser fotos, billetes, entradas de cine, papeles hallados en el suelo, lápices, bolígrafos, papel sanitario, servilletas, boletas, facturas, calcomanías, carnet de identidad, tarjetas de crédito sin pagar. También pueden ser cartas de amor, recibos vencidos, notas amenazantes, un condón todavía sellado.

De vez en cuando, esos añadidos en los libros dicen incontables cosas sobre nosotros, pueden llegar a ser más entretenidos, informativos o de mayor densidad que el propio texto en sí de la obra. Son también una extensión del texto, un complemento no previsto. Todas esas marcas no escritas por el autor, sino dejadas por el lector, no siempre deben salir a la luz. Una que otra vez dicen mucho de su propietario y otras veces le construyen un ser doble que nunca fue.

Hace meses me devolvieron un libro muy rápido. Había prestado Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald. Dentro de él, me topé con una tarjeta del Opus Dei. La imagen de ese marcalibro improvisado presentaba el rostro de Josemaría Escrivá al cual le habían dibujado un bigote de Hitler. La tarjeta nunca fue mía y no sé cómo llegó a parar allí. Sospecho que tampoco la colocó mi amigo, aunque sí dejó su marca en el bigotito pintado con un bolígrafo rojo. Desde aquel momento —aquella entrega apresurada de un libro— no hemos vuelto a hablar él y yo. Hasta el día de hoy no sé qué pensará de mí, o que creerá que yo pienso de él.

Los libros no se prestan

Sobre el autor:

Alejandro Martínez ha colaborado para distintas revistas en América Latina y Estados Unidos.

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