Un oasis de horror en medio de una fosa llena de mierda

por · Agosto de 2015

Junto al cronista salvadoreño Óscar Martínez, autor de “El Niño y La Bestia”, uno de los catorce perfiles que componen Los Malos (Ediciones UDP), desciframos la oscura condición humana de las pandillas centroamericanas y los trucos del periodismo narrativo.

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UNO Lo primero es el clima. El calor del invierno en San Salvador es tan húmedo que casi se puede tocar. Estoy en la capital de El Salvador, en Centroamérica, y por la fuga del Chapo Guzmán parece haber más control. Afuera, la multitud de frentes perladas de sudor ofrece llamadas y taxis, entre algunos policías y muchas formas de la paciencia. Si un país se mide por las primeras impresiones, la de ahora sería inexacta, exagerada, cambiante. Acá no hay caras tatuadas ni armas largas como en esas imágenes que tanto se muestran de este país. Aunque más tarde: las detenciones callejeras, los policías con pasamontaña y los cientos de guardias armados que hay en San Salvador. Por eso, al menos de entrada, cuesta procesar una historia como la de Miguel Ángel Tobar, “El Niño de la clica de los Hollywood Locos Salvatrucha de Atiquizaya”, un ex pandillero que traicionó a la mara más grande de El Salvador para salvarse junto con su familia como testigo protegido.

El relato “El Niño y La Bestia” lo narra con maestría el periodista salvadoreño Óscar Martínez en Los Malos (Ediciones UDP), un libro que es al mismo tiempo una galería del espanto latinoamericano, donde aparecen otros trece personajes de una oscura condición humana: torturadores, soldados sin ley, violadores seriales, caníbales y presos con más poder que el Estado.

Los Malos es obra y arte de la grandísima Leila Guerriero —dice Martínez—. Difícilmente se pueda decir periodista o tener pretensiones narrativas quien a estas alturas no haya leído un material de ella. Entonces Leila nos empieza a juntar y a mí me propone una idea: que escogiera un malo de alguna manera perfecto, es decir, alguien que tuviera todos los dedos apuntándole para decir ‘esta persona es una porquería, un humano de fórmula’.

—¿Cómo aparece la historia de Miguel Ángel Tobar, “El Niño”?

—En El Salvador existen dos grandes pandillas, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, que han convertido a este país, junto con las malas decisiones estatales, en el país actualmente más homicida del mundo, con índices de homicidios más altos.

»Los pandilleros son producto de una sociedad tan nefasta como esta —a estas alturas ya muchas voces claman como única solución matarlos, exterminarlos a todos—. Y Miguel Ángel no es solo un pandillero de la pandilla más peligrosa, que es la Mara Salvatrucha, sino que además era uno de sus mejores sicarios, de una clica muy grande como la Hollywood. Entonces, ya con esos elementos bastaba para proponerle a Leila a Miguel Ángel como mi perfil elegido, pero había un ingrediente más. Miguel Ángel no solo había sido un asesino de la pandilla sino que también un traidor de su propia pandilla. Miguel Ángel decidió en 2009 empezar a contar los secretos de la Mara Salvatrucha a un inspector de la policía, y además, en ese juicio estaban involucrados policías. Es decir, Miguel Ángel es un tipo que tenía las credenciales para ser odiado por la sociedad salvadoreña: Miguel Ángel era odiado por la pandilla rival porque había asesinado a muchísimos de sus miembros, era odiado por su pandilla porque había sido un traidor, y era odiado por las autoridades porque estaba acusando a gente vinculada al Estado de participar en ilícitos. Es decir, Miguel Ángel era un tipo que era muy cercano a la definición de un malo químicamente puro en un país tan terrible como El Salvador.»

El Niño. Foto: Óscar Martínez.

El Niño. Foto: Óscar Martínez.

—¿Cada sociedad tiene a los malos que se merece?

—Fíjate que me costaría decir eso. Es algo que he pensado, pero creo que hay diferencias. Hay malos que llegan como un huracán, creo que muchos dictadores durante las dictaduras militares podrían haber esperado un poco más de tiempo pero llegaron como un huracán y se instalaron de repente y no creo que gran parte de la población se lo mereciera. Es decir, no creo que la sociedad salvadoreña fuera tan mala como lo que le pasó en los 80, porque había vinculado un problema ideológico y fue una guerra que se fue construyendo con un círculo de venganza. Pero la implantación de sus malos, por así decirlo, fue algo inmediato, fugaz, un día despertamos como dice aquel poema de Monterroso y ya estaban ahí. No dieron tiempo ni siquiera de decir ‘claro, nosotros los llevamos y los enconamos hacia ese momento’.

»No a todos los malos se los merece una sociedad. Creo que a Miguel Ángel Tobar sí se lo merecía la sociedad salvadoreña, o no sé si se lo merecía, pero nosotros fuimos la mano que agitó ese caldero del que salieron todos esos ingredientes que podían conformar a una persona tan terrible como “El Niño de Hollywood”. Porque en el caso de las pandillas, la cuestión tiene que ver directamente con que unos vivan muy bien y otros vivan muy mal. Y con que los que no viven ni tan bien ni tan mal toleren eso y no se conviertan en puente entre unos y otros. En el caso de mi malo sí creo que él es producto de lo que los salvadoreños como sociedad somos. En algún momento me preguntaban en Nicaragua, que es el país frontera de las pandillas: Nicaragua tuvo una guerra civil, Nicaragua es el país más pobre de Centroamérica y sin embargo es un país que tiene índices de homicidios casi europeos podríamos decir de alguna forma. Nicaragua es un país barrera donde las pandillas no han entrado. No quiero entrar a explicar los detalles del caso de Nicaragua pero estoy convencido de que en Nicaragua las pandillas no cuajan porque no habemos 6.4 millones de salvadoreños que permitamos que cuajen. Es decir, no hay una población que permita la temperatura social que en El Salvador permitimos.»

DOS En la lectura sórdida y siniestra de Los Malos, el perfil del “El Niño” no solo asoma por la violencia con que actúan los personajes involucrados —una mezcla de miseria, abandono y odio—; lo hace además porque no se trata de asesinos retirados o torturadores de una dictadura en la memoria de otra generación: la historia de “El Niño” puede estar cuajando en este preciso instante, lo que demuestra el clima de inseguridad en la región y que en muchos sentidos la posguerra centroamericana no estableció la paz que países como Guatemala y El Salvador firmaron en los años 90.

Hay otro asunto que desconcierta.

Lo primero que le pregunto a los salvadoreños que conozco es si han oído hablar de “El Niño”, de Miguel Ángel Tobar, y si es uno de esos personajes tristemente célebres en sus países, como un Manuel “El Mamo” Contreras en Chile o un Jorge “El Tigre” Acosta en Argentina. De “El Niño” —el asesino de prostitutas, de viejos y de pandilleros rivales: unos 56 en total, según su propia versión; unos 30 según las pruebas policiales—, ninguno ha oído nada, nadie lo conoce, ninguno sabe quién decía ser, ni menos qué hizo.

El malo no como un monstruo; no como alguien para cuya concepción anómala deben conjugarse decenas de coincidencias atroces —escribe Guerriero en el prólogo de Los Malos—, sino como el vecino que cada domingo baja a pasear el perro y que, de lunes a viernes, aplica chorros de electricidad sobre una embarazada.

TRES Si existiera un termómetro para la violencia, entre 2004 y 2009, El Salvador hizo fiebre. Entre esos años el pequeño país de veinte mil kilómetros cuadrados fue el más violento del planeta, con 60 homicidios por cada 100 mil habitantes, según la oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.

En 2009, el más brutal de esos años, 1 de cada 1.374 de sus habitantes fue asesinado.

Este año, solo entre el lunes 27 y el miércoles 29 de julio, las pandillas han matado a siete personas según las autoridades. Y la cifra va en aumento.

En Los migrantes que importan (Sur+ ediciones), tal vez el libro que mejor descubre a Óscar Martínez, el autor explica que los centroamericanos que cruzan México para llegar a la frontera con Estados Unidos, son extorsionados, secuestrados, asesinados y sometidos a todo tipo de abusos por parte de autoridades, narcotraficantes y cuatreros, lo que dice mucho del lugar del que escapan.

Si a pesar de todos estos peligros siguen viniendo —se cuestiona uno de sus entrevistados—, ¡cómo será el lugar del que huyen!.

—¿Cómo es ese lugar?

—Mirá, el norte de Centroamérica, Guatemala, Honduras y El Salvador, en primer lugar es una esquina del mundo del que la generación a la yo pertenezco —de 30, 40 años— nunca ha conocido la palabra paz. Hemos conocido la palabra ‘mayores comodidades’ y otra gente ha conocido la construcción ‘vidas infernales’, pero nunca hemos conocido paz. Es decir, yo nunca he andado por la calle con tranquilidad; las mujeres que han crecido aquí pues entienden que salir de noche es entrar en riesgo. Hemos tenido guerras civiles, hemos tenido dictaduras militares, cuando se firmaron los acuerdos de paz empezó el período más violento en la historia de El Salvador. O sea, nosotros hemos sido una región que ha creado una construcción rara. Hemos experimentado la paz más violenta del mundo y ahora mismo estamos experimentando la paz más violenta del mundo.

»Hemos sido el depósito de diferentes estupideces mundiales, fuimos la última cola de la Guerra Fría, aquí se dirimió la última intención de mantener dos ideas predominantes en el mundo y experimentaron con todos nosotros en esta esquinita del mundo. Hemos sido el experimento de Estados Unidos cuando pensó que deportando sus problemas los podía eliminar. Y deportó a 4 mil pandilleros profesionales de las calles del sur de California, a finales de los 80, que ahora son más de 60 mil solo en mi país. Hemos sido el muñeco mal armado de un montón de países que no somos nosotros. Y hemos sido una sociedad muy violenta que no ha tenido tiempo de reconciliarse. La paz que se firmó sobre todo en El Salvador es un decreto de papel que hicieron los líderes de ambos grupos, pero hay mucha gente que lo único que tuvo y tiene es un doctorado en fusil y es lo único que saben hacer y es lo único que van a seguir haciendo.»

»Somos una región con una brecha social, un abismo entre los-muchos-que-tienen-poco y los-pocos-que-tienen-mucho. El abismo es tal que pensás que es una falla irreunificable. Entonces los-que-tienen-mucho, que son los que gobiernan el país con apellidos históricos, no entienden —y esto no lo digo como una construcción facilona de un izquierdoso trasnochado; tengo mucho que criticar a los de izquierda que han llegado al poder del país ahora y lo gobiernan tan mal—; es una frase real. Los-que-tienen-mucho y gobiernan este país no entienden un carajo de lo que pasa en las comunidades de los-que-tienen-poco. No entienden qué es una pandilla ni les interesa hacerlo. Había un académico uruguayo, Edgardo Buscaglia, que decía que probablemente El Salvador va a empezar a arreglarse cuando los pandilleros empiecen a violar y a asesinar a la gente de ese lado del barranco; que mientras tanto va a ser un problema marginal que solo le pasa al 60% de la población del país. Entonces, es un país muy desigual, somos unos países con un índice de violencia, sobre todo en esas comunidades populares el nivel de violencia y de confrontación social es para que terminés traumado, es para que genere traumas de guerra. Entonces somos eso. Una sociedad muy violenta, muy desigual, y sobre todo somos una sociedad a la que se le ve poco futuro. Es decir, sé que suena pesimista pero cuesta imaginarse que mi hija María dentro de 20 años vaya a vivir en un mejor El Salvador. Entonces cuando vivís en medio de una fosa llena de mierda y pensás que difícilmente un día próximo van a limpiar, pues eso genera que mucha gente intente escalar esa fosa y largarse.»

El Niño. Foto: Óscar Martínez.

El Niño. Foto: Óscar Martínez.

CUATRO Cuando “El Niño” intentó matar por primera vez, tenía 10 años. En aquel entonces —escribe Martínez en Los Malos—, su familia vivía en una hacienda cafetalera. Las haciendas salvadoreñas eran pequeños mundos donde el patrón esperaba enriquecerse con la producción de cada año. Así, nombraba a un capataz que controlaba a los colonos que, en temporada, se establecían en pocilgas dentro de la hacienda y se dedicaban a cortar café hasta que el cuerpo no les daba más. El capataz de aquella hacienda hizo un trato con el padre del “Niño”: le permitiría quedarse y trabajar a cambio de que le prestara a su hija de 15 años para desfogarse por las tardes. El padre del “Niño” aceptó, y el capataz, a veces mientras “El Niño” observaba entre los tablones, llegaba por las tardes para cogerse a la niña.

CINCO Cuando le pregunto a los amigos de mi familia qué tan terrible es salir a caminar por el centro, sus caras van del asombro a la ternura. No es lo mismo que ir al centro de Santiago, me explican, acá hay muchas posibilidades de terminar en la batea de una camioneta forense. Entonces busco en El Faro, el sitio donde escribe Óscar Martínez, y doy con una segunda opinión: «En esas 250 cuadras a las que llamamos Centro de San Salvador, quienes deciden dónde venderá un vendedor, cuánto pagará y cuándo deberá irse, son las pandillas (…) El Centro es un laberinto. Es varios laberintos. Andás unos pasos y las reglas son otras (…) Aquí hay fronteras, como entre los países. Si cruzás una de las que no tenías que cruzar, muy probablemente alguien te pida tus documentos o, en el peor de los casos, te meta un tiro en la cabeza.»

SEIS La Mara Salvatrucha —la pandilla a la que pertenecía “El Niño”—, al igual que su enemiga a muerte, El Barrio 18, llegó a Centroamérica a fines de los 80 y principios de los 90, cuando Estados Unidos implementó planes de deportación de pandilleros indocumentados y los envió a dos países —El Salvador y Guatemala— que estaban saliendo de sangrientas guerras, y a otro —Honduras—, hacia el que se desbordaba la barbarie de sus vecinos.

En poco más de dos décadas los pandilleros han pasado de ser unos cientos de deportados a una multitud de sesenta mil personas, según datos del Ministerio de Seguridad y Justicia de El Salvador. Los pandilleros de El Salvador no cabrían en el estadio de fútbol más grande de ese país, donde viven poco menos de siete millones de seres humanos.

—¿Qué relación tiene Estados Unidos con el problema de las pandillas centroamericanas?

—Nosotros teníamos migrantes y la conformación social estadounidense produjo pandillas. En El Salvador no existía la MS-13 ni la M18, se produjeron en un ecosistema histórico de pandillas del sur de California donde hay pandillas latinas desde los años 50. La 18 es heredera de una pandilla llamada “Clanton 14” que venía de ese tiempo. Entonces Estados Unidos y su política de segregación social generaron que mucha gente tuviera que autoprotegerse al sentirse perseguidos por un Estado y no protegidos por un Estado, desde su representación policial o fiscal, etc. Entonces estos grupos, para defenderse en ese ecosistema violento, aprendieron que defenderse implicaba ocupar tácticas territoriales. Luego Estados Unidos comienza su sistema de deportación, que estaba lanzando lejos un problema, cuando en realidad lo que estaban haciendo era tirar un escupitajo al cielo. Ahora hay clicas que se fundaron acá y que tienen presencia en la zona de Washington. Es decir, que no entendieron que es un problema circular. Yo lo digo en el prólogo del próximo libro que estoy por publicar en inglés, que se llama A history of violence (Verso), aparte del papel que tuvieron directamente de apoyo a dictaduras militares en El Salvador —hasta que se dieron cuenta que esas dictaduras militares hacían cosas terribles, como asesinar a los jesuitas en el año 89—, empezaron a retractarse de 10 años de apoyo. Quien crea que Estados Unidos no fue o no es una de las manos que agitó el caldero para crear estas sociedades terribles, es una persona ingenua. Creer que Estados Unidos es una de las manos más poderosas que agitó el caldero de donde salió esta sopa no te hace de izquierda, te hace una persona con los ojos abiertos.

—¿Cuál es el poder de fuego real de una pandilla salvadoreña?

—Eso depende. Hay que entender que las pandillas son una especie de confederación de clicas, entonces, por ejemplo, hay clicas pequeñas como “El oscuro mundo”, que es una pequeña clica de Soyapango que está formada por adolescentes y que hasta donde yo sé tienen un par de revólveres .38 y se dedican a extorsionar autobuses y cosas así. Hasta la clica de los “Fulton Locos Salvatrucha” que es una clica que está en el occidente del país y en otros sitios y que se les ha llegado a decomisar tandas de 30 o 40 fusiles de guerra, granadas M67 de fragmentación, es decir, en la pandilla hay desde niños de 12 años que juegan a ser malos para conquistar a una muchacha de su pasaje y aún no entienden las consecuencias de la organización en la que entraron, hasta un capo o un importante asesino con mente de mafioso que opera un ejército de 45 hombres dispuestos a morir por las órdenes de su jefe. Y hay un mando nacional, que lo forman aquellos líderes que tienen las clicas más poderosas, pero qué poder de guerra tienen las pandillas: una pistola .38 y un fusil M16, tiene desde lo más nefasto como una piedra y un machete, hasta posiblemente un misil Low como las autoridades han llegado a creer.

—¿Y cómo se financian? ¿Hay algo además de la extorsión, el narcomenudeo, el sicariato?

—Las pandillas principalmente se financian de la extorsión, la extorsión genera dinero pero hay que entender que no estamos hablando de cárteles de la droga mexicanos que generan millones de dólares, la pandilla son organizaciones muy violentas y numerosas pero de una economía de subsistencia. No hay un líder pandillero que tenga un millón de dólares en su cuenta, ni medio millón. Ellos siguen viviendo en sus comunidades empobrecidas, con algunos beneficios mejores, pero una mafia de 60 mil tiene mucha gente a la que repartir dinero, aunque sea un poco. La pandilla principalmente extorsiona. En segundo lugar hay clicas que se meten en la venta de droga, que la gente las quiere relacionar con Los Zetas, cuando lo que se ha descubierto es que mueven 17 ó 19 kilos. Son cantidades que no son tan difíciles de esconder en un camión que cruce la frontera entre Costa Rica y Nicaragua. Tampoco estamos hablando de mega operaciones como submarinos, como mucha gente lo quiere hacer ver. Y en tercer lugar, por actividades varias, hay algunas clicas que están vinculadas por ejemplo con alcaldías en cuestiones como recolección de basura. En Guatemala hay clicas que ya tienen pequeñas empresas de televisión por cable o que se les han descubierto inversiones en carwash o venta de vehículos o moteles, pero principalmente es la extorsión.

—Cuando hablas de extorsión, ¿es a comerciantes…

—Nosotros hemos conocido casos de extorsiones desde una señora que vende tomates en el centro de San Salvador hasta algún diputado nacional del país, que es el menor de los casos. Normalmente esa gente está muy protegida pero ya está escalando hasta ahí el problema. Por ejemplo la Coca-Cola paga extorsiones en El Salvador. Cada vez que sus camiones repartidores entran a una colonia dominada por las pandillas, y cada día tienen que entrar a cientos de esas colonias, tienen que pagar un peaje como extorsión para que las pandillas los dejen entrar y dejar la cocacola en las tiendas. Lo pagan ellos, lo paga todo el mundo.

—¿Qué tan extendido está el crimen organizado en El Salvador? ¿Es muy exagerado pensar que ya es el Estado?

—Mirá, el crimen organizado vinculado al narcotráfico y a los cárteles mexicanos sí han habido casos de diputados salvadoreños como Silva Pereira, Eliú Martínez, y han quemado a dos diputados salvadoreños en Guatemala, dos diputados del parlamento centroamericano, o sea, hay un crimen organizado que se relaciona más con el tema de drogas que con el tema pandilleril, que ha cooptado estructura política. Ahora mismo hay un diputado suplente que ha sido acusado de tráfico de drogas, hay otro que está siendo procesado, etc. Hay un libro de Héctor Silva, que se titula Infiltrados (UCA Editores), que habla sobre varios jefes policiales que han participado en protección de cargamentos. Por ese lado sí. Lo que pasa es que como El Salvador es un país con una costa pequeña y no es necesario pasar por acá para llegar a México, podés pasar por Honduras y luego irte por Guatemala, que son dos países que históricamente han generado una mejor infraestructura para el paso de drogas; El Salvador no es tan interesante para los grandes cárteles. Y por lo tanto las estructura de narcotráfico no son en El Salvador el animal más grande del ecosistema criminal, ese animal son las pandillas. En Guatemala, por ejemplo en los departamentos claves para el gran narcotráfico, no hay pandillas, las han eliminado. Porque al gran narcotráfico que piensa solo en dinero no le interesa un montón de muchachos locos que de alguna manera organizada asesinan por una guerra de honor que a ellos les parece absurda porque no genera dinero sino pérdidas.

»No puedes entender a las pandillas como un cártel, porque el cártel es una mafia económica que es gente que quiere ganar mucho dinero, la pandilla quiere dinero pero también es un grupo de identidad social, no podés desarraigar eso. Para entender qué es una pandilla tenés que entender que hay gente que no percibe dinero, pero creen que es una mejor forma de vida que la vida miserable que tenían. Es pensar que son parte de una guerra trascendental por un sentido grupal: yo pertenezco al MS y soy parte de una guerra casi que universal contra el Barrio 18, y eso me define como ser humano. Porque si no me tendría que definir como ser humano ser pobre, comer una vez al día, cuidar una vaca que además no es mía todo el maldito día, trabajar la milpa que es de otro señor. Como no quiero definirme de esa forma, una mejor forma de definirme es pensar que soy parte de una gran agrupación que tiene un sentido clave en la lucha. Es una cuestión identitaria, los cárteles no. Si a un sicario de Los Zetas le decís que le vas a pagar un dólar supongo que te dirá que te vayas al carajo y que se va a ir a trabajar con otro cártel. Hay pandilleros que no perciben ni un dólar, o que percibirán dos dólares semanales, y sin embargo siguen siendo parte del Barrio 18 o de la MS-13.»

—¿Cómo se explica que los pandilleros controlen a sus clicas desde la cárcel? ¿O, por ejemplo, a un paro de micreros como ocurrió en julio pasado?

—Todo el aparato estatal que custodia el país: policías rasos, militares rasos, custodios de los centros penales, toda la gente que es parte del aparato estatal y que no son diputados ni perciben sueldos altos, viven en comunidades dominadas por pandillas. Todos. Entonces, por ejemplo, a un custodio penitenciario es bastante fácil decirle o me ayudás a hacer esto o algo te va a pasar en tu comunidad. A vos o a tu familia. Porque la pandilla tiene una fuerte red social y sabe lo que pasa en sus comunidades. En primer lugar esa razón, ellos viven en contacto con estos grupos. Y en segundo lugar porque las cárceles en El Salvador, esto no lo describo yo, sino que lo describió Douglas Moreno, el ex director de Centros Penales, cuando definió las cárceles de El Salvador como un excusado. El título de la entrevista es “Nadie se rehabilita en un excusado“. Las cárceles de El Salvador son eso: un excusado, agujeros terribles y medievales donde se arroja a los criminales a que se pudran o sobrevivan si es que pueden. Una pena. Y allá adentro ocurre de todo, asesinatos masivos hasta uso de celulares, Internet. Y en segundo lugar porque el Estado decidió crear penales para Barrio 18 y penales para la Mara Salvatrucha. Roberto Valencia, colega de Sala Negra, escribió un material que se titula “El país que entregó las cárceles a sus pandilleros“, donde describe cómo no fue una decisión, sino que el Estado se sintió obligado y no supo qué hacer e hizo eso. Y en el lugar que el Estado debería dominar por antonomasia —que es las cárceles— decidieron entregarlas y que administren los reos. Ahora las cárceles son las universidades. Es muy difícil que vos seás un pandillero de peso si no has pasado por la universidad, no has pasado por la cárcel.

(ENTRE PARÉNTESIS En Narco América. De los Andes a Manhattan, 55 mil kilómetros tras el rastro de la cocaína (Tusquets), de los periodistas Alejandra Inzunza, José Luis Pardo y Pablo Ferri, aparecen algunos datos interesantes: 16 de los 25 países más peligrosos del mundo están en América Latina y El Salvador es uno de ellos. El istmo centroamericano, ese puente continental entre Colombia y México, es el mayor corredor humano del planeta desde que Nixon criminalizó la cocaína. El Salvador mueve mensualmente cuatro toneladas de droga, según una lista negra del Departamento de Estado estadounidense. Actualmente el narcotráfico genera el 1,5% del PIB mundial, lo que equivale a cien World Trade Centers o cuatro estaciones espaciales.)

SIETE Si esto fuera una casa, el problema de las pandillas no sería polvo en las esquinas, sino mierda en los espejos y sangre en las almohadas —escribe Martínez en Los Malos—. Niños de 12 años que son sicarios, actos de iniciación que obligan a asesinar como condición indispensable. No nos referimos a unos adolescentes que se encuentran en la calle y se lanzan piedras. No nos referimos a un muchachito que un día se pasa de la raya para lucirse ante sus colegas y apuñala a otro jovencito de otra pandilla. No nos referimos a muchachos que luego crecerán y dejarán de hacer idioteces, vandalismo. Nos referimos a un animal más terrible. Nos referimos a lo que puede nacer de una guerra civil que se llevó a 75 mil salvadoreños entre 1980 y 1992, entre las balas de una guerrilla y un ejército acostumbrado a imponerse en el poder. Nos referimos a lo que puede nacer en el hueco que dejaron más de dos millones de personas que se largaron sin papeles a Estados Unidos —al menos un millón durante la guerra—, y que aún se largan —64 cada día, según el Ministerio de Relaciones Exteriores—. Nos referimos a una masa roja y densa o a una nube podrida. Así me imagino esa epidemia de homicidios —8 diarios— que flota sobre El Salvador y que en algunos años —de 12 homicidios diarios, como en 2010— nos pusieron en el peor podio como el país más violento del mundo, según Naciones Unidas.

OCHO Para tomarle el pulso al país de “El Niño”, la semana en que escribo parece crispada. La situación es esta: en solo tres días van siete micreros asesinados por un paro forzado, según los medios, por la mara Barrio 18, que es la segunda más numerosa del país después de la Salvatrucha, la misma que según el FBI es la pandilla más peligrosa del mundo.

Un paro de transporte público es por sí solo un intento de desestabilización, un dolor de cabeza, digamos, que enciende las alarmas de cualquier sociedad y que afecta, en este caso, a más de un millón trescientas mil personas según la prensa local. Un paro que —además— es forzado por una pandilla a través de amenazas y asesinatos, es, por lo bajo, una crisis. ¿Hasta qué punto el crimen organizado corrompe a la cuestión pública? El hecho es que el presidente viajó en medio de la crisis a Cuba, mientras unos mil microbuseros no se atreven a salir a trabajar por miedo a que les abran la sesera de un tiro.

El presidente de El Salvador se llama Salvador Sánchez Cerén pero solo está preocupado de salvarse a sí mismo. Todos lo saben pero nadie lo dice: se supone que se va a tratar un cáncer que su gobierno no quiere comunicar. Lo dice el taxista, lo dice un jardinero que me enseñó a reconocer el izote (la planta con la flor nacional de El Salvador), y lo dicen algunos amigos.

Su coalición de izquierda (el FMLN), que lleva dos gobiernos y es la misma que acogió y luego asesinó al poeta Roque Dalton en 1975, tiene otra versión: la de una campaña de desestabilización en contra del presidente por parte de la oligarquía salvadoreña y su fuerza política —el partido de derecha Arena. Los mismos que levantaron un monumento a un militar de apellido d’Aubuisson, en el barrio alto de la ciudad, donde se lee: ‘Patria sí, comunismo no’.

Esas son las dos lecturas que puede hacer un turista del asunto. Lo cierto es que hay siete muertos. Y la gente —vecinos, empleados, empleadores— se junta más temprano para devolverse antes y hay algo mal en su ciclo de sueño: dicen las malas lenguas que hay toque de queda de las maras; bien, si ya mataron a siete motoristas (micreros); ¿que usted no ve las noticias?.

NUEVE ¿Qué son exactamente las maras? Según Óscar Martínez, una confederación de clicas con un enemigo común, un sistema de comunicación común y un liderazgo nacional que determina las normas de todas las clicas, pero son también familias numerosas que tienen sus códigos particulares y que no conocen a todas las demás familias del árbol genealógico.

Las clicas son estructuras verticales —enumera el cronista—: tienen un jefe —el palabrero—, un subjefe —la segunda palabra—, un tercero al mando, un tesorero, varios sicarios —los mejores gatilleros—, varios soldados —los asesinos que aún deben perfeccionar la técnica, que sirven de vigías o como recolectores de las extorsiones— y muchos chequeos —los muchachitos que esperan la autorización para entrar a la clica—. Y arriba del palabrero está el grupo formado por los líderes de la clica. Todos ellos, ahora, están en cárceles separadas por maras, y todos ellos tienen teléfonos celulares con los que controlan lo que pasa en la calle y ordenan castigo para los irreverentes.

DIEZ En algún momento del paro de micreros en El Salvaldor, con el presidente en Cuba, el gobierno cuelga este video en Internet:

ONCE Gabriel García Márquez dijo que una crónica es un cuento que es verdad. Ahora que el género crece lentamente en revistas, sitios web y libros, el nombre de Óscar Martínez debería tomarse en cuenta.

Cómo es posible que el nuevo florecimiento del periodismo latinoamericano se esté dando no en Buenos Aires o la Ciudad de México sino en San Salvador, reclama el autor de El arte del asesinato político (Anagrama), Francisco Goldman, en el prólogo de Los migrantes que no importan (Sur+ ediciones), uno de los libros que pusieron a Óscar Martínez en el mapa de los grandes cronistas latinoamericanos.

Si le preguntan a Jon Lee Anderson por la importancia de Martínez y su trabajo, él, una eminencia del periodismo estadounidense, autor de numerosos reportes que han llevado su mirada a Latinoamérica y la guerras posteriores a los atentados del 9/11, y autor del prólogo de Crónicas negras (Aguilar), otro libro que reúne buena parte del trabajo de Martínez, dirá que los periodistas de Sala Negra han probado que no hay barreras que reconocer por delante y que son un ejemplo excepcional del género de la crónica, demostrando la diferencia entre un periodismo tipo boletín informativo y el periodismo narrativo, investigativo, de profundidad.

—¿Hasta qué punto el periodista es o debería ser un narrador de historias?

—Yo creo que el periodista que dirime sus historias narrativas frente a la computadora en blanco, lo que es, es un timador. El periodista empieza a escribir cuando reportea. Te voy a poner un caso clásico: pedirle a un policía que en lugar de darte una entrevista en su despacho, te la de mientras conduce su carro a un lugar de riesgo, es un hecho de escritura. Vos estabas cambiando una entrevista parca por una escena, y no lo sabías en tu mente, o lo mejor es que lo supieras. Hay periodistas que creen que adjetivando y modificando pueden hacer una buena pieza narrativa. Un buen reporteo, una buena pieza narrativa casi que se escribe solo. De hecho, si tenés un gran reporteo y lo escribís mal, es una gran muestra de que probablemente no debas dedicarte a este oficio si no, por ejemplo, al de los abogados. Hay abogados que investigan excelentes historias pero cuando las escriben en un juicio sumario dan ganas de vomitar.

Óscar Martínez. Foto: fnpi.org

Óscar Martínez. Foto: fnpi.org

»Para la escritura del reporteo en una pieza de profundidad, uno se sienta frente a la computadora a descartar cosas que ha visto, que sabe, que ha oído. Se sienta a descartarlas. El que se siente y justito pierde el material, es alguien que fue al súper y no hizo una buena compra porque quería preparar un manjar y solo compró dos tomates y un pepino, y con eso, por más que seas el mejor chef, por más que seas Fernando Adrià, si solo tenés una tabla y dos tomates y dos pepinos, no vas a hacer un manjar, vas a hacer dos tomates y dos pepinos en rodajas. Ahora, yo sí creo que la escritura tiene un punto de inteligencia creada con el tiempo, es decir, la honestidad de descubrir intelectualmente de que ese adjetivo ya estaba de más y de que a lo mejor lo tenés que quitar, porque la escena ya describía que esa persona era una persona discriminada, es algo que viene con alguna intuición o inteligencia del escritor que se da con mucho tiempo de haber escrito. Pero también he visto a mucha gente que ha escrito por mucho tiempo y lo sigue haciendo muy mal en periodismo.»

»También se da por una historia personal: qué leías, qué tipo de padres tenías, qué tipos de amigos tenías, qué tipo de vivencias tenés en tu vida, qué tanto has usado tu capacidad verbal en tu vida para diferentes cosas: para follar, para conseguir amigos, para engañar a la policía. Tiene que ver con una historia personal de vida. Yo creo que si bien el gran periodismo se dirime reporteando, hay una parte de inteligencia que se dirime ante el computador. Porque yo no entiendo cómo si Leila Guerriero y yo tuviéramos la misma historia, ella escribiría mucho mejor; aunque tuviéramos los mismos ingredientes, Leila haría una pieza mejor que la que yo he podido hacer. Estoy convencido de eso. Y es porque ella tiene más instinto narrativo. No digo porque sea mejor escritora, porque ella es periodista, digo porque tiene más inteligencia narrativa de la que tengo yo. Esos son los ingredientes con los que tenés que llegar a enfrentarte a una computadora en blanco.»

—Aparte del reporteo, hay algo en la pluma de tus crónicas que habla de un lector. ¿Qué libros te formaron y deformaron?

—En eso soy bastante clásico, lo primero que leí luego de Condorito, Memín y Archie, cuando ya tenía 10 años y empecé a tener alguna conciencia social, fueron libros de guerra: Las cárceles clandestinas (de Ana Guadalupe Martínez), Nunca estuve sola (de Nidia Díaz), Las mil y una historias de la Radio Venceremos (de José Ignacio López), que son la literatura de la guerra de El Salvador. Es decir mis padres estuvieron muy involucrados con la izquierda durante la guerra entonces era como un acto de rebeldía leerlo. Eso fue lo primero, luego me enzarcé de una parte de mucha literatura donde pasé del Boom latinoamericano hasta el Post-Boom con toda su generación Crack y con Roberto Bolaño como estelar. Luego pasé por los Beats y por la generación post-beat que para mí termina en un excelente cubano —que es Pedro Juan Gutiérrez— y no en Charles Bukowski. Y luego pasé por la gran literatura mexicana de la conspiración, de la que siempre recomiendo un libro como Y matarazo no llamó… de Elena Garro. Nunca llegué a la poesía, la poesía es algo que escapa a mi comprensión intelectual a excepción de un poema que se llama “Los perros románticos” (de Bolaño) y toda la poesía de Roque Dalton. Y luego fíjate que entré en una especie de problema que es la que en un momento mencionó Miguel Ángel Bastenier, no creo que se aplique a todos, sino solo a algunos de nosotros, pero me dijo ‘un día dejarás de leer literatura y leerás solo periodismo’. Y debo decir que desde hace como un año y medio… excluyendo un par de libros —como el de mi amigo Daniel Alarcón que se llama De noche andamos en círculos— solo he leído periodismo; he releído Nada y así sea de Oriana Fallaci, estoy evidentemente leyendo Los Malos de Leila Guerriero y Una historia sencilla; he releído El oro y la oscuridad de Alberto Salcedo; he releído Operación Masacre de Rodolfo Walsh; no he logrado terminar pero me parece que ha sido uno de los mejores libros de periodismo que he leído en toda mi vida: El hambre, de Martín Caparrós. He pasado por esas etapas, desde lo más clásico hasta algunos autores que tenían que ver con lo que yo hago.

—¿Cómo pasas por tus historias sin hacerles daño y sin hacerte daño?

—Paso por mis historias sin hacerme daño porque yo tengo una fiel convicción. A mí me encanta mi oficio, me apasiona y yo creo desde algún tiempo que además vivo condenado por él. He experimentado intentando momentos de calma, irme a Barcelona a escribir un libro y no logro vivir tanto tiempo fuera de esta locura que es la que me gusta intentar entender. He entendido que no puedo vivir en un lugar tan distinto a este y he entendido o me he creído que solo soy útil haciendo esto. Porque las otras cosas que he probado no me ha parecido que sea tan útil, aunque en esta misma a veces tengo mis dudas.

»Tengo la convicción de que soy honesto con mis fuentes, a veces brutalmente honesto. Hay colegas con los que he trabajado que me han dicho: ‘no les podés decir eso de esa forma’. Yo recuerdo cuando le pedí a Miguel Ángel Tobar, después de darle seis teléfonos que él mismo perdía o vendía, que el séptimo se lo diera a alguien de su familia. Porque yo necesitaba que cuando a él lo mataran alguien me avisara. Porque yo necesitaba terminar mi historia y mi historia terminaba con su muerte. Miguel Ángel entendió eso. Yo preferí decírselo de esa manera porque era la verdad, no era mentira. Prefiero decirle eso que edulcorar de mil maneras. Me siento satisfecho con la honestidad que tengo con mis fuentes. Esto es más difícil de explicar, pero soy en general una persona que funciona más con el motor del odio que con el motor del amor. Creo que el odio es un motor muy poderoso. Admiro a los colegas honestos que por las noches lloran por sus fuentes, por sus víctimas, por la gente de la que reconstruyeron historias, por la madre que les contó llorando la muerte de su hijo que es una de las escenas más terribles que como periodista te toca realizar. Respeto a los colegas que hacen eso por las noches porque lo necesitan, pero tengo la firme convicción de que llorar por las noches no ayuda a nadie y de que llorar por las noches no le cambia la vida a nadie, ni mejora tu historia. Y si vos creés que el periodismo cambia cosas y entendés que para que una pieza llegue a transformar algo alrededor de la persona que te la contó, supongo que entendés que esas lágrimas nocturnas pueden ser una demostración de sensibilidad humana, pero nunca una herramienta laboral que te permita ayudar más a esa persona, o a hacer más digno el tiempo que esa persona invirtió contigo contándote su desgracia. Como tengo esas concepciones claras me siento cómodo o me siento sano escribiendo lo mejor que pueda, y con toda la inversión de tiempo, las desgracias de otras personas. Creo que la única forma de hacerlo digno es hacerlo de la mejor manera posible y tratar de estar concentrado.»

»Mirá, esto es más difícil de explicar, pero creo que en esto se aplica la misma máxima del periodismo de profundidad o permanencia que es ‘la objetividad cedió ante la honestidad’. Yo soy honesto cuando tengo una opinión sobre Miguel Ángel que no puedo comprobar. Digo ‘esta es una opinión mía’. Yo también creo que uno tiene que ser en esos casos honesto con sus fuentes. Yo a Miguel Ángel le repetí en varias ocasiones que creía que cada vez que publicaba un texto sobre él, lejos de alejarlo, lo acercaba más a la muerte. Y de que solo iba a seguir conversando con él si él mismo asumía y aceptaba esa condición.»

—Hace poco El Faro acusó operaciones de seguimiento y amenazas de muerte contra sus periodistas. ¿Cómo te enfrentas a este tipo de hechos?

—Me enfrento con la confianza de El Faro, que empezó siendo un periódico que no pagaba un centavo a sus reporteros, porque todos sus reporteros eran creadores del periódico; de empezar siendo un periódico donde periodistas con carrera hecha tuvieron que volver a la casa de sus padres con tal de hacer el periodismo en el que creían, El Faro es uno de los periódicos que mejor pagan a sus reporteros al día de hoy. Me enfrento teniendo una vida bastante cómoda y me enfrento teniendo un periódico que cuando tuvo que comprar un boleto de avión para mí y toda mi familia para salir del país lo hizo. Y pagar mi estancia en otro lugar y sacar a otros dos colegas que habían escrito el artículo. Entonces es diferente enfrentar de esa manera a hacerlo como lo hacen los reporteros de Veracruz, que incluso son despedidos de sus medios cuando denuncian que han recibido amenazas de muerte. Me enfrento con la solvencia de estar rodeado de gente que también se enfrenta a mi problema como si fuera suyo. Y luego, mentalmente me enfrento con la solvencia de que vivo con una mujer, Marcela, que también hace el mismo trabajo que yo hago, ella es la documentalista de Sala Negra; con la solvencia de que mi hermano menor es un antropólogo que trabaja con pandillas desde hace años (es autor de Ver, oír callar. En las profundidades de una pandilla salvadoreña). Y mi hermano mayor Carlos es miembro de Sala Negra y uno de los reporteros fundadores de El Faro. Y mis padres, que los dos hacen trabajo social desde hace años. Me enfrento entendiendo que si vos hacés un periodismo de este tipo en una sociedad tan podrida como la de la que yo soy parte, tienen que llegar esas consecuencias. Yo esas consecuencias las esperaba desde hace mucho, y yo aún espero que esas consecuencias sean mayores.

—Cuando trabajas con vidas humanas y el resultado de tu trabajo puede acabar con una, ¿cómo lo equilibras? Pongo el caso que aparece en Los Malos, donde publicas mucha —demasiada— información privada del protagonista, pero en un reportaje como “Los bichos gobiernan el centro”, aparecido en El Faro, te frenas con algunos personajes y no cuentas todo lo que se podría contar: «Frente a mí, una familia que por más de 15 años ha vivido de vender en el Centro. Frente a mí, la historia más poderosa de todas las que escuché en estos tres meses de investigación. Son seis páginas en mi libreta. Dos horas de grabación en mi teléfono. Es una historia que no voy a contar. Si la cuento, los mato.»

—Creo que hay una regla básica en el periodismo: no funcionar como una pistola, es decir, el periodista que cubra estos temas que me diga que nunca a consecuencia de uno de sus textos van a agredir o incluso matar a una de sus fuentes, miente. Te pongo el caso más cercano: Consuelo, la madre valiente del último texto que escribí con dos colegas, que se titula “La policía masacró en la finca San Blas“. Consuelo es una señora que yo no te puedo asegurar que no la van a matar por haberme contado lo que me contó y porque yo haya puesto su nombre. Yo creo que era mejor que ella pusiera su nombre a que no lo pusiera, eso la aleja más del peligro pero es una percepción mía. Es decir, yo no puedo asegurarte que a Consuelo no le vayan a hacer algo. He hecho todo lo que creo que podría hacer para alejarla de ese destino terrible, pero si alguien te dice ‘yo tengo la fórmula’… la única fórmula para que a tus fuentes no les hagan nada es no contarlo. Ahora, no contarlo es la única fórmula cierta para que a tu fuente le siga pasando lo que le pasa. Entonces, en casos donde sea matemáticamente real que a esas personas las van a matar por sacar su nombre, no tenés que sacarlo. En el caso de esta familia que dices no había lugar a interpretaciones. Ellos mismos lo creían. Cuando yo les dije ‘¿Puedo sacar su nombre?’, ellos dijeron ‘no y además no podés sacar el lugar donde vendíamos’, que era certero. Te puedo asegurar al día de hoy, por como la historia ha seguido, que esa familia estaría muerta si yo hubiera dicho su nombre o si hubiera dicho la esquina donde vendían. Entonces, ¿Cuál es el límite? Cuando sos una pistola en la sien de una persona y el límite de los demás es ser responsables y asumir las consecuencias. Si alguien llega un día a matar a Consuelo, aparte de que yo evidentemente ese día sí sufriré mucho y me sentiré muy atribulado, yo podré explicarte paso a paso por qué hice lo que hice. Un periodista puede equivocarse, a veces en cosas tan terribles como esta, lo que no tiene derecho a hacer cuando juega con vidas humanas es a decir ‘nunca pensé en esta posibilidad’. ‘Esto que ocurrió yo no tenía idea que podía ocurrir’. Vos tenés que explicar por qué hiciste lo que hiciste y ser absolutamente responsable de las consecuencias de eso.

—La escritora española Laura Ferrero dijo en una entrevista que ‘hay un agujero en la crónica latinoamericana. Un sumidero por donde se escapan las cosas que no se están contando. En ocasiones, se insiste en contar lo ya relatado: la vida de los desamparados, la de lo sórdido. ¿Hay alguien que hable de niños peruanos que se van en jet privado a Nueva York para celebrar un cumpleaños?’. En esa misma conversación interviene Leila Guerriero, que es la editora de Los Malos: ‘Es nuestro actual desafío, el de las clases altas. Está sociológicamente comprobado que es más fácil ir hacia abajo que hacia arriba’. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, estoy de acuerdo y creo que pasa por dos razones. La primera es que los periodistas normalmente sentimos que nos podemos mover con más impunidad en las clases bajas, es muy difícil que una mujer como Consuelo te ponga una demanda en un juzgado por mal uso de sus declaraciones o por difamación. Hacéle eso a un empresario y vas a tener cinco demandas y cuatro abogados jodiéndote la vida mañana. Los periodistas le tenemos más miedo a las clases altas. Y eso es terrible pero es cierto. En segundo lugar, creo que es porque esa gente de las clases altas por razones obvias es mucho más hermética incluso que una pandilla para dejarte acceder a sus secretos. Porque saben concienzudamente lo que han tejido y cómo lo han tejido. Y si le pedís una entrevista a un corporativo de una empresa minera, te va a dar una entrevista con tres abogados al lado y cuatro encargados de prensa. Entonces, claro, los periodistas muchas veces nos hemos especializado en empezar a entender las cosas desde abajo cuando muy probablemente hubiera sido un atajo mucho más corto si hubiéramos decidido empezar a entender desde arriba. Pero sí, estoy de acuerdo, no creo que quite que haya que cubrir lo otro, lo que pasa es que es abismal la balanza, hay mucha crónica del bajo mundo y hay muy poca crónica del mundo aire acondicionado. Es un reto terrible y total que tenemos los periodistas latinoamericanos.

—Cuando escribes de las rutas de los migrantes y de las maras salvadoreñas, queda la idea del poco respeto por la condición humana. ¿Qué es lo más terrible que te tocó ver con Los Zetas, el Barrio 18 o la Mara Salvatruchas?

—Lo voy a generalizar: lo que más cuesta ver a mí de muchas comunidades, es que tienen que vivir al lado de sus victimarios. Vivir al lado del pandillero que mató a un pariente tuyo. Hay una crónica de mi hermano Carlos Martínez que se titula “Nosotros ardimos en la buseta”: En el año 2010, en un crimen que nunca olvidaremos, pandilleros del Barrio 18 quemaron vivos a 17 personas dentro de un autobus y se apostaron afuera del autobus para rocearlo con balas para que nadie escapara del fuego. Algunos lo lograron y muchos de ellos tienen que seguir viviendo a la par de los que quemaron a sus hijos y bajar la cabeza. Eso me parece una condición de vida tan humillante y me parece tan degenerado que un Estado lo permita.

»Ver lo que le ocurría y ver que un Estado permitía lo que le ocurriera a los migrantes en México me parece descabellado, es decir, los secuestros ocurrían porque cualquiera los podía perpetrar. En La Rosera violaban a las mujeres todo el tiempo. El nivel de impunidad y desamparo de unas personas que se habían degradado a condición de animales a lo largo de 5 mil kilómetros me dejó estampas de decir ‘ármense para cruzar México porque aquí es tierra de nadie, esto es Mad Max, aquí nadie los va a proteger’. Pero normalmente lo que más me enfurece es cuando logro tener en frente a un político descarado. Me ha pasado pocas veces en mi carrera pero no sé, recuerdo que en una ocasión cuando el frente tuve a Andrés Bermúdez, uno de los legisladores encargados del tema de migración en México, no paré hasta que lo hice llorar con preguntas, no podía tolerar el cinismo de una persona que esté en un cargo público, que tenga una vida con esas comodidades, y que en serio no se preocupe ni por entender el problema de sus gobernados es algo que normalmente a mí me suele llenar de cólera. Es decir que yo suelo normalmente salir con más rabia de un despacho blanco que de una comunidad de pandillas.»

—Después de matar a 56 personas, cuando El Niño se ve forzado a ser testigo protegido y ayuda a encerrar a 30 pandilleros, ¿crees que quería redimirse?

—Mira, yo creo que al inicio no. Te soy honesto. Yo hablé con Miguel Ángel desde enero de 2012 y lo asesinan en noviembre del año pasado. Hablamos más de dos años periódicamente, había épocas en las que todas las semanas lo visitaba. Creo que al inicio lo que hizo fue salvar su pellejo. Él, luego de asesinar a los que pensaba que habían asesinado a su hermano, El Cheje, que eran miembros de su pandilla, empieza a sentirse acosado por la pandilla. Cree que la pandilla podría descubrir su secreto, su traición interna, y entonces, de alguna manera para salvarse, decide entrar y colaborar. Yo creo que al principio fue eso, un afán de salvarse a sí mismo. Pero creo que después, porque la decisión de un testigo protegido como Miguel Ángel es una decisión prolongada y no una tan fugaz como jalar un gatillo, es una decisión que se sostiene en el tiempo. Miguel Ángel vivió casi cinco años siendo testigo protegido, es decir con el apelativo de ‘traidor’. Él se levantaba y se acostaba con él. Entonces Miguel Ángel reflexionó mucho. Yo en mi forma de reportear prefiero ser muy honesto con la fuente y muy directo, y en muchas ocasiones le dije que no entendía por qué él hacía lo que hacía. En muchas ocasiones le pregunté si él creía que la sociedad salvadoreña le debíamos algo a él que era un asesino, algún tipo de compasión. Entonces creo que con el tiempo Miguel Ángel entendió que su historia era importante. Miguel Ángel entendió que lo que a él todo el tiempo le pareció una vida posible, una vida normal en su entorno, era particular. Y empezó a entender que su vida tenía cosas que contarle a los demás.

»Yo no creo que lo de contar su historia y lo de traicionar a la pandilla lo haya hecho por razones blancas o negras, creo que eran razones grises que bailaban entre querer salvarse y verse metido en un tremendo problema del que ya no podía escapar, porque ya la pandilla lo tenía en la mira. Pero también creo que hay un poquito de pensar que algo de él era importante, y yo creo, quizás estoy siendo grandilocuente, en la palabra legado, aunque él no la conociera. En algún momento el concepto de esa palabra atravesó la cabeza del asesino de la Mara Salvatrucha.»

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Óscar Martínez estará en FILSA como uno de los autores invitados por la Cámara Chilena del Libro y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Su mesa lleva por nombre «Moldear el mundo a letras», quedó fijada para el sábado 31 de octubre, a las 18:30 horas, y va sobre crónica y ensayo en Latinoamérica junto a otros invitados.

losmalos

Los Malos
Varios Autores. Edición de Leila Guerriero
Ediciones UDP, 2015
555 p. — Ref. $18.000

Un oasis de horror en medio de una fosa llena de mierda

Sobre el autor:

Alejandro Jofré (@rebobinars) es periodista y editor de paniko.cl.

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