Love, segunda temporada: salir del arquetipo

por · Marzo de 2017

La serie de Netflix encanta por la simpleza con que muestra cómo se viven las relaciones que pretenden avanzar al borde de los 30 y las fichas que se pueden seguir metiendo a la máquina, cuando crees que ya apostaste todo y que, por así decirlo, deberías irte a casa.

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Love, la serie de Judd Apatow y Paul Rust para Netflix, sigue tratando el tiempo y las relaciones entre personas con la naturalidad que se exige a sí misma. Su primera temporada transcurre en tres semanas de la vida de sus protagonistas, Gus y Mickey. Uno, un profesor part time de una-niña-actriz-tipo-Drew-Barrymore-de-comienzos-de-los-noventa, la otra, una asistente radial adicta a todo lo que se puede ser adicto, pero con el encanto de las princesas rompecorazones millenial: está deshecha.

La segunda temporada nos toma en el mismo estacionamiento en que Mickey y Gus se besaron, pese al monólogo ¿disuasivo? en que explican su adicción al alcohol y las drogas, pero también al amor y al sexo, con Wilco de fondo (¡qué banda sonora!).

De ahí en más, la sucesión de episodios avanza un poco más a lo Master of None —episodios temáticos que esconden pequeñas dosis de la génesis de los personajes que nos van haciendo adictos a ellos a medida que explican un tema mayor—, que a lo Love —una historia que se impone en todo momento, pero caricaturiza de manera sutil la vida de la gente al borde de los 30 y de transformarse en lo que será el resto de su existencia.



Love sigue navegando sin dificultad alguna por mensajes en el smartphone, horarios prefijados para las llamadas entre parejas, matrimonios adormecidos, las siempre tediosas fiestas del trabajo y amigos de la midlife crisis, para mostrarnos a una mujer que quiere estar con alguien, pero que se empeña en que todo sea casual y porque «las cosas fluyan si tienen que fluir», o incluso no darse cuenta de lo que siente por él hasta tenerlo enfrente, al parecer, para no asumir sus miedos ante una relación seria con alguien que comienza a importarle demasiado.

Por el otro lado, esta temporada nos entrega un Gus igual de torpe, pero con más suerte que la anterior, que empieza a hacer elecciones en su vida para poder proyectar con Mickey algo que existe solo en su cabeza. Una postal de aquello es la memorable discusión sobre qué es el feminismo y si tiene o no derecho un hombre de recordárselo a una mujer que, dos segundos antes, dijo que su sueño era casarse con un viejo-millonario-senil para tener el castillo que merece.

Entre el paseo por los daddy issues de Mickey, su inseguridad, amarla —a veces a distancia—, odiarla e intentar comprenderla, la serie nos plantea la pregunta de qué pasaría si se tratara solo de ella y no del falso modelo de virtud e inocencia que pretende ser Gus, a la larga tan dañino como cualquier otra caricatura que se haga de la realidad.

Ahí radica el encanto de la segunda temporada de Love —que estuvo más ausente en la primera: despegarse del arquetipo que representa cada personaje —la chica hermosa, pero dañada o el nerd bien intencionado pero torpe a rabiar en el amor— para mostrar un poco más de su mundo a través de quienes ayudan a desnudar a los protagonistas en una sola interacción. Joya, por ejemplo, Daniel Stern (el flaco de los “Bandidos Mojados” en Mi Pobre Angelito), que acá es el padre-tormento de Mickey.

Love encanta por la simpleza con que muestra cómo se viven las relaciones que pretenden avanzar al borde de los 30 y las fichas que se pueden seguir metiendo a la máquina, cuando crees que ya apostaste todo y que, por así decirlo, deberías irte a casa.


Sobre el autor:

Gabriel Labraña (@galabra) es editor y conductor de #MouseLT en La Tercera.

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