Mejor es morir que vivir sin vida

por · Abril de 2016

El siglo XX y lo que llevamos del XXI, no ha sido muy pródigo en escritores malditos: la abulia consumista, el culto paranoico hacia la celebridad, la veneración por el estatus son territorios poco propicios para esta especie de creadores.

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Un conocido novelista nacional dijo recientemente que Romain Gary había sido un escritor maldito. Y otro personaje, de cuyo nombre no quiero acordarme, declamó, hace un tiempo, a propósito de la publicación de Correr el tupido velo, de Pilar Donoso, que al fin había nacido la primera escritora maldita de Chile. Gary perteneció a la alta clase media francesa, colaboró con numerosos gobiernos gaullistas y ha sido el único caso en la historia que obtuvo dos veces el premio Goncourt. En cuanto a Pilar Donoso… no ahondaré. Sí, ya que con ese predicamento llegaríamos a la conclusión de que las memorias de estrellas de cine, de multimillonarios o de individuos notorios, también caben dentro de la categoría de obras imaginadas por malditos, si es que revelasen uno que otro escándalo, una que otra monstruosidad a la moda.

En principio, detesto las definiciones, las clasificaciones, las catalogaciones y esto se debe a una fobia derivada de mis antecedentes como abogado, donde todo se definía según el Código Penal, el Código Civil, el Código de Comercio y así, sucesivamente. De modo que casi siempre opto por manifestar lo que una cosa es o no es, antes que largarme a emitir dictámenes. Así, para empezar, diré que un escritor maldito carece de buenos modales, huele mal, se rasca las partes privadas delante de cualquiera y es antipático hasta decir basta. Igualmente, proviene del mundo del hampa, él mismo suele ser un delincuente, nunca o casi nunca es miembro de partidos políticos, no recibe ni acepta premios, no asiste a ferias, congresos, kermeses u otras veladas sumamente espirituales, por ningún motivo haría clases en una universidad, desprecia el dinero, la popularidad y el reconocimiento, no viaja como poseso, en suma, no es un pasajero frecuente de One World y todas las líneas aéreas asociadas con ese holding. Tampoco acepta entrevistas, huye de la publicidad como de la peste, desprecia a la autoridad y si accede a que sepamos detalles sobre su intimidad, lo hace única y exclusivamente por medio de lo que escribe.

En las contadísimas excepciones de aquellos que proceden de la aristocracia o la burguesía —Sade, William Burroughs, Paul Verlaine—, se trata de personas que abjuran de esa extracción social para pasar extensas temporadas bajo las rejas y terminar como mendigos, narcodependientes o desechos humanos. ¿Alguien podría figurarse a Rimbaud, quien abandonó la poesía a los 19 años porque no podía cambiar el mundo, mereciendo algún título honorífico tras dedicarse al comercio de esclavos? ¿O a Baudelaire, quien odiaba tanto a su padrastro y amaba tanto a su madre, que no se le ocurrió nada más amable que tomar de querida a una mulata, proclamar el ocio y el dandismo como valores excelsos y contraer una sífilis que lo llevó muy prematuramente a la tumba? Hay otros ejemplos, si bien no son tantos, puesto que el escritor maldito pertenece decididamente a una raza exigua y diferente, la raza de los descastados, los desheredados, los que desprecian la muerte, los que adoran el vicio, los que aborrecen el éxito.

Así, François Villon, asesino a sueldo, mercenario, ladrón, un marginal entre los marginales, publicó en 1461 La balada de los ahorcados y luego El Testamento, textos sin precedentes en la lírica francesa y que marcan el nacimiento del verso moderno; ¿lo hizo por arrepentimiento poco antes de ser condenado a la horca? Nada de eso, ya que, tras escapar por un pelo del patíbulo, sus huellas se pierden en un cúmulo de rumores, cada cual más horrendo. O Christopher Marlowe, rival de Shakespeare, con tanto o más genio que él, pero muchísimo más guapo, disoluto, canalla y, huelga decirlo, homosexual altamente peligroso que no vacilaba en acuchillar a sus rivales: de hecho, Marlowe se convirtió en un problema de tal envergadura que a la reina Isabel Tudor le importó un pepino que hubiese concebido Doctor Fausto o Tamerlán, porque ordenó que lo apuñalaran, haciendo aparecer su asesinato como una riña entre pandillas opuestas. De Sade se ha dicho y escrito tanto y se sabe tan poco que me esforzaré por ser breve. Aun así, es conveniente recordar que fue liberado de la Bastilla el mismísimo 14 de julio de 1789, que el manuscrito de Los 120 días de Sodoma fue encontrado por casualidad años después y que el marqués pasó el resto de lo que le quedaba por vivir en el asilo de locos de Charenton, donde dirigió espectaculares producciones teatrales, a las que acudía un público de diversos estratos, en especial duquesas, condesas y herederos de sangre azul.

El siglo XX y, de más está decirlo, lo que llevamos del XXI, no ha sido muy pródigo en escritores malditos y tal vez ello sea inevitable: la abulia consumista, el culto paranoico hacia la celebridad, la veneración por el estatus son territorios poco propicios para esta especie de creadores. Y uno de los rasgos perversos de nuestra época consiste en convertir la transgresión en mercancía inmediata: cuando murió el Che Guevara se abrió enseguida una boutique con su nombre en Chelsea, Londres y esto, que sucedió en 1967, fue apenas el preludio de la repugnante andanada de celebraciones que vendría a continuación por cualquier cosa que oliera a iconoclastia, rebeldía, sedición. Por consiguiente, no debe llamarnos la atención que se defina como levantiscos a autores o autoras tan desabridos como Gary, Pilar Donoso o inclusive a quien detenta el último premio Nobel.

Pero hasta el comienzo de la segunda mitad de la centuria recién pasada sí que hubo escritores malditos y resulta evidente que, para variar, Francia se lleva la delantera. La primera que se me viene a la memoria es la incomparable Violette Leduc, hija ilegítima, muy poco agraciada, desventurada en todo lo que hacía, lesbiana, quien, a lo menos, dejó tres ficciones supremas: La asfixia, La bastarda y El taxi. En ellas, Leduc aclama sin restricciones el resentimiento, la ira, la maldad, la angustia y la soledad sin paliativos que significa ser mujer, sin educación, sin cultura universitaria, sin nada que pudiera considerarse una gracia. Es cierto que tuvo la amistad y el patrocinio de los mandarines literarios de ese período, a saber, Albert Camus, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre; con todo, mientras los títulos de estos prosistas podrían ser perfectos, Leduc resplandece por su imperfección, sus errores, su sintaxis descalabrada y un estilo indefinible que puede chocar, estremecer, aunque no deja indiferente ni al más catatónico de los lectores.

Sin embargo, el escritor maldito por excelencia de la época contemporánea es Jean Genet, quien escribió cinco novelas delirantes, renovó el drama actual, dirigió un cine alejado de la industria, compuso poemas deslumbrantes y es, sin lugar a dudas, un genio. Hijo natural abandonado por su madre, fue criado en provincias por padres adoptivos y debido a que desde muy pequeño adquirió los hábitos de robar y traicionar, que mantuvo hasta el postrero de sus días, lo internaron en numerosas colonias penales, pasó muchísimos años en prisión, practicó el vagabundaje, ejerció con deleite el oficio de prostituto y jamás de los jamases intentó ganarse el favor de nadie. Para Genet, la crueldad y la violencia son las expresiones poéticas con las que los jóvenes se afirman en el Mal. Si hubieran sido obedientes u ovejas intercambiables, Genet no podría haber dicho: «En cuanto a mí, he elegido, estaré siempre del lado del crimen y ayudaré a los niños a no entrar en vuestras casas, vuestras fábricas, vuestras escuelas, vuestras leyes y santos sacramentos, sino que les enseñaré a violarlos». Mientras la literatura y el arte burgués glorifican el crimen y la violencia, la vida burguesa producida por la penitenciaría es la encarnación misma de esos aspectos «románticos» y «líricos» del Mal. De este modo, se adelantó a Michel Foucault, quien veía en el reformatorio la forma disciplinaria en su estado más intenso, el modelo en el que todas las tecnologías coercitivas de la conducta se concentran: la familia, el ejército, el taller, la escuela, el sistema judicial y la cárcel.

¿Tiene todo esto algo muy novedoso? Por supuesto que no: los escritores malditos son los sucesivos y genuinos avatares del mito fundacional de la cultura y la literatura occidentales: el mito de Electra. La doblemente parricida princesa de Argos vive para odiar, vive para la venganza, vive para el Mal. Ya dije aquí mismo que ella dijo que el amor mata. Solo la aversión, el encono, el rencor nos hacen vivir de veras. O, dicho con sus propias palabras, mejor es morir que vivir sin vida.

Mejor es morir que vivir sin vida

Sobre el autor:

Camilo Marks es novelista y crítico literario. Como reseñista, ha colaborado, desde 1988 hasta el presente, en diversos medios escritos. Es autor, entre otros libros, de La crítica: el género de los géneros y La dictadura del proletariado.

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