Álex de la Iglesia, el director de Mi gran noche, es de los que imaginan situaciones enfermizas que le provocan carcajadas, pero que no las confesaría para evitar quedar como degenerado mental. Para eso tiene a sus películas, en las que no necesita disfrazar esos delirios privados.
No es la mejor película de su director y más bien parece un capricho que decidió consumar a la brevedad, una suma de sus fetiches, pasiones y vicios que habría calzado mejor en su filmografía hace diez años. Mi gran noche, de Álex de la Iglesia, es estridente y sobre girada. No se diferencia mucho de un especial de Año Nuevo cualquiera de la TV abierta: las sobadas de lomo y las emociones de cartulina se repiten en ambos universos, claro que acá el espectador puede ver las costuras sangrantes detrás de los bastidores por los que corre la neurosis, la vanidad, la psicopatía, el arribismo y también los líquidos seminales.
Si hay algo para aplaudir de pie en esta película eso es el espectacular manejo de acciones vibrantes en un gran set donde todos hablan, gesticulan y se mueven como si estuvieran bajo el efecto de algún estimulante. Todo lo demás huele a deja vu, aunque el humor no decae y la intriga —un tanto débil— tampoco.
De la historia, lo medular: Alphonso (Raphael, en un rol nunca antes visto), es un divo de pesadilla. Cruel e insufrible a mansalva con todo aquel que se anime a contradecirlo, siendo la principal víctima de sus ataques su mano derecha, Yuri (Carlos Areces), un ser castrado y patético, como buena parte de los héroes de De la Iglesia. Alphonso espera su entrada a escena en este show de Año Nuevo que lleva días grabándose en un galpón aislado, con una serie de figurantes y aspirantes a starlets de poca monta. Entonces el divo insufrible se cruza con Addane (Mario Casas), un símil oxigenado de Ricky Martin o Chayanne —de hace veinte años—, y su ego siniestro se deja caer sobre él, un tipo cándido pero absolutamente descerebrado que tiene enfermo de los nervios a su mánager, Perotti (Tomás Pozzi), un matón de cabaret argentino que debe solucionar los enredos sexuales de su representado. Más allá una pareja de animadores (Carolina Bang y Hugo Silva), que gustan de clavarse cuchillos por la espalda –esto último en sentido figurado aunque perfectamente podría ser literal en la mente del director—, mientras que los que coronan la historia de amor son José y Paloma (Pepón Nieto y Blanca Suárez), una pareja de figurantes fracturada por los fetiches, el miedo y la dominación materna que ejecuta Dolores (Terele Pávez, magistral) sobre el pusilánime José.
Los conflictos sindicales en el exterior del galpón son lo más cercano a una guerra civil, una que intimida a los directivos con la posibilidad de destruir la fantasía chatarra que se estructura a pesar del calor, el cansancio y el delirio que comienza a menguar la psiquis de todos.
Las máscaras comienzan a derretirse y dejan exhibir a los esperpentos ansiosos de fama y poder. La risa y lo miserable deciden tener sexo incómodo y trasnochado eyaculando como consecuencia una satirización del espectáculo. Un verdadero tablero político del que se desprenden las raíces de nuestra hiperconectividad; los ídolos rigen nuestras vidas aunque estos pongan en riesgo la vida del público a punta de balazos, de eso no hay dudas, una vez que el show se acabe, todo quedará en la nebulosa del chisme de pasillo y la desmemoria.