Ojos que miran hacia otra parte

por · Diciembre de 2016

Uno cierra Junkopia, el libro de poemas e imágenes de Jonnathan Opazo y Rodrigo Figueroa, o Quiltras, el conjunto de relatos de Arelis Uribe, y el mundo se siente más triste y desolado. Por mucho que haya en ellos una belleza enorme; uno se esconde en estos libros y, al salir de ellos, el mundo ya es otro.

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Es fácil esconderse en los libros. Alejandro Zambra dice que leer es taparse la cara y hay mucho de cierto ahí. Leer y, de paso, poner una barrera entre el mundo y el cuerpo. Un búnker para guarecerse cuando allá afuera las cosas no están saliendo como las planeamos.

Pero hay libros que no nos dejan conjurar esa ilusión (porque, sí, es una ilusión, no importa detrás de cuántos volúmenes nos escondamos), que abren el mundo de una patada y exponen al lector a paisajes que lo incomodan, que se quedan doliendo.

Esta semana leí dos libros que me dejaron sintiendo un poco así, a la intemperie.

Y es que uno cierra Junkopia, el libro de poemas e imágenes de Jonnathan Opazo y Rodrigo Figueroa, o Quiltras, el conjunto de relatos de Arelis Uribe y el mundo se siente más triste y desolado. Por mucho que haya en ellos una belleza enorme (y la hay, por montones), por más que se quiera sacar fuerza de las decisiones de algunos de los personajes (como la amistad precaria entre una mujer y una quiltra que la sigue por Gran Avenida); uno se esconde en estos libros y, al salir de ellos, el mundo ya es otro.

Junkopia nos enfrenta con imágenes de provincia. Con la maleza que crece entre electrodomésticos abandonados en medio de otros escombros, con una velocidad distinta, un tiempo empozonado. Los poemas se mezclan con fotografías, a veces borrosas, a veces más claras («Un sueño que se repite:/ la vida pasa/ como en un VHS con los/ cabezales sucios»). Y las historias que la basura tiene para contar de nosotros. Lo que se dibuja en todo aquello que desechamos, que dejamos atrás. Así, encontramos versos como los siguientes: «Y en el futuro se/ preguntarán a qué animal/ pertenecían las esqueléticas/ curvas de una montaña rusa». Y también: «Revistas/ pornográficas/ pierden su color/ en la vitrina de un/ kiosco».

En Quiltras los siete relatos intentan afirmar seguridades y certezas, si bien precarias, en el deslumbramiento frente a una amiga nueva, en un amor raro que se encuentra por Internet, en apostar por una educación que saque a los personajes de sus vidas, aunque sea por un momento. La familia, en cambio, incomoda. Como en el cuento “Ciudad desconocida”, donde la narradora comenta, luego de una clase: «Con el taller concluí que si América del Sur fuera un barrio, Chile sería el vecino arribista que se compra un auto grande y un perro muy chico y usa mucho la chequera y la tarjeta de crédito. Mi prima lo comparaba con El Chavo y decía que Chile era el Quico del Cono Sur. Yo no lo decía pero pensaba en nuestra familia y sentía que mis tíos eran Chile y su mamá y la mía eran los países perdedores o una mezcla entre Doña Florinda y Don Ramón: dueñas de casa miserables, que nunca podían pagar la renta».

La incomodidad frente a la familia está también en el cuento “Italia”, en el que la narradora se encanta con una chica de padres exiliados, a la que eventualmente pierde de vista: «Tenía miedo de que llegara el momento de invitarla a mi casa. No me veía llevándola hasta Quilicura en micro, presentándole a mi mamá, cada día más rubia y más gorda; a mi papá, hablando con la boca llena frente a la tele; a una versión grisácea y desganada de mí misma, sentada en ese piso minúsculo con piso de flexit».

Hay, en ambos libros, una desconfianza frente a la tecnología y su posibilidad de conexión. Si bien en Quiltras los chats y computadoras permiten diálogos breves y atisbos de otras realidades, lo cierto es que todo parece llevar a otras partes que no se quieren, o no verdaderamente, como el abuso o el acoso. Como en el relato “Rockerito83@yahoo.es”: «En Napster yo me llamaba Punkito. Aunque me gustaba escuchar pop y rock suave, en mi interior quería ser punk». Y después: «Y era Punkito y no Punkita porque había descubierto que si te ponías nickname masculino los hombres te joteban menos». O, en “Bienvenida a San Bernardo”: «Nos juntamos, no sé, cuatro veces y me aburrí. Para mí, hasta ese momento, las relaciones y las amistades por Internet eran menos reales, eran tangentes que desaparecían cuando apagaba el computador».

(Y el deseo es también a veces cansado, triste, en callejones, en parques, una sexualidad sin privacidad, con urgencia pero nunca con el espacio suficiente: «La pared de la/ estación de trenes/ tiene un mapa del/ deseo dibujado con/ spray».)

En Junkopia está la muerte en todos lados («Los suicidas/ son los frutos/ maduros de los/ rascacielos».). Se trata de poemas buitres que sobrevuelan el terreno de lo que siempre falta («La muerte debe ser/ como el contenido silencio/ de una fábrica en desuso»). En Quiltras, la solución de muchas de las historias es, efectivamente, salir corriendo, hacia cualquier parte, ojalá sin ser vistas, ojalá lo más rápido posible. Es el caso de “Bestias”, en el que la narradora comenta: «…y entonces corro, corro, corro. Corro como en todas las escenas clichés de las películas donde alguien corre por vivir».

El peso de lo que no se dice tiene en Quiltras un espacio enorme. Los secretos, los rumores, enterarse de la vida de los demás por Facebook o las palabras de otros; esas vidas que siguen avanzando en el lugar de lo no dicho («…y pasó lo que sucedía en una familia como la mía: en vez de resolver los problemas, dejaron de hablarse». Y, más adelante: «Confiaban en que el silencio esfumaría las penas, que al dejar de nombrarlas también dejarían de existir») En Junkopia, lo que no se dice, quiero creer, es ese espacio en blanco que se cultiva en cada página. Cada poema, solo tres, cuatro o seis versos y lo demás, en blanco, enorme: a la intemperie. Un canto incómodo de voces solas: «Todas esas/ voces en la/ calle tejen/ un chaleco/ que nadie/ se pone».

Michel De Certeau decía que, al caminar, hablamos. Que nuestros recorridos cuentan una historia: así, en lugar de tomar el camino más eficiente entre A y B a veces nos desviamos para pasar por un parque que nos gusta o, por el contrario, para evitar algún café en el que nos rompieron el corazón. Pienso que a esto habría que agregar otra cosa: nuestras velocidades también cuentan algo. Y en los pasos de los personajes de Uribe hay tanto miedo. Hay movimiento, sí, pero como con los dientes apretados. Como en el cuento “Bestias”: «No anda nadie y eso me asusta. Me dan más miedo los paisajes vacíos que los repletos de gente, no sé por qué. Mi única arma de defensa es arrugar la frente, caminar rápido y esperar que no pase nada malo de aquí a mi casa».

También los viajes en avión (a Temuco) y en bus (a Valdivia) llevan al desencanto, a la decepción. Caminos por los que se avanza, apenas, que no llevan a ninguna parte. Como en “El kiosco”, historia en la que la protagonista visita un colegio de provincia para redactar un informe y se encuentra con un universo precario: «Caminamos por un pasillo angosto y oscuro. El colegio entero era una especie de laberinto de madera. Lo habían ampliado sin planificación y había salas unidas a pasillos que no conectaban a ninguna parte. Parecía una toma de terreno y no un colegio».

Entonces: salir corriendo.

Pero a dónde.

(Y en Junkopia: »Corre por/ las orillas de/ un cordón/ industrial un/ atleta que no va/ hacia ninguna/ parte».)

Arelis Uribe no lo resuelve y ese es parte del problema. El de los lectores, claro, el libro funciona muy bien en su tono de belleza desolada. El último relato, que le da su nombre a la colección, sin embargo, nos deja justo en el momento antes de la revelación. No en el momento del viaje, sino el instante de golpear a la puerta y entonces: la posibilidad.

Quiero creer que hay algo de esperanza ahí. No en la felicidad del viaje, sino en la ferocidad de una decisión que no se piensa demasiado. Una decisión que es mezcla de cerebro y corazón.

Una decisión quiltra.

En Junkopia casi no hay velocidad. Hay un aire detenido de cosas solas («Nada/ como la fugacidad/ del tiempo/ sobre las/ cosas»). Un inventario triste donde, extrañamente, abundan, vaya a saber uno porqué, los ojos, la televisión, las lavadoras («Gente caminando al trabajo./ Los televisores de la vitrina/ muestran un atentado/ terrorista»; «La vida está/ en el punto donde convergen/ las miradas de las mujeres desnudas/ que adornan las paredes de una/ vieja vulcanización»; «Rojo arrebol/ de invierno: hora de/ grúas detenidas/ mirándose a los ojos»).

Ambos libros nos hablan de un realismo incómodo pero, por sobre todo, de una suerte de estrabismo, de ojos que nunca se pueden quedar fijos, de ojos que siempre, inevitablemente, miran hacia otra parte. Así, por ejemplo, describe la narradora de “Quiltras” a su mejor amiga, al despedirse de ella: »Me dio pena pero no me sorprendí. Siempre habías estado en otra parte, desde el día que llegaste al colegio que nunca habías estado verdaderamente aquí».

O también, de vuelta a Junkopia: «El ojo se ensucia/ cuando observa el/ mundo, su desastre».

junkopia

Junkopia
Jonnathan Opazo y Rodrigo Figueroa
Bifurcaciones, 2016
152 p. — Ref. $9.000

quiltras

Quiltras
Arelis Uribe
Los libros de La Mujer Rota, 2016
85 p. — Ref. $7.000

Ojos que miran hacia otra parte

Sobre el autor:

María José Navia (@mjnavia) es autora de SANT (Incubarte editores, 2010) e Instrucciones para ser feliz (Sudaquia Editores, 2015). Es Doctora en Literatura y Estudios Culturales (Georgetown University), y escribe el blog Ticket de cambio.

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