Paredes de gemidos

por · Marzo de 2016

Antes de Tinder, encontrar pareja podía darse producto del azar, a partir de encuentros inesperados en sitios intrascendentes.

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Antes de Tinder, encontrar pareja podía darse producto del azar, a partir de encuentros inesperados en sitios intrascendentes.

Una vez me tocó quedarme en una residencia estudiantil en Buenos Aires. La casa parecía hecha de papel, tan frágil se veía que por un momento pensé que de llegar una tormenta, se la llevaría volando y quedaríamos desnudos en medio de la concurrida avenida. Yo llevaba poco dinero porque había perdido mi tarjeta de crédito y solo me quedaban unos cien euros. Mientras esperaba que me enviaran con urgencia la nueva, tuve que arriesgarme a pasar una noche en ese dudoso hospedaje.

Me tocó la habitación número 2. Estaba en un pasillo largo. El baño era compartido. El cuarto tenía una cama y una mesa de noche. No había lugar para guardar la ropa. Mi maleta ocupaba el pequeño espacio entre la cama y la pared. Tras cambiarme, escuché unas risas en la habitación vecina. No eran unas carcajadas fuertes, más bien eran suaves, casi íntimas. Imaginé que esa noche me costaría dormir si mis vecinos roncaban.

Salí a caminar por la ciudad ya que el encierro en esos pocos metros cuadrados alargaría las horas de sufrimiento. No pasé un buen rato durante mi paseo y me instalé en un McDonald a comer algo y a navegar en mi móvil. Mis amigos subían fotos alegres en distintas ciudades del mundo. Yo estaba atascado, solo, y con poco dinero en un local de comida rápida. Huí de allí. Solo quería llegar y acostarme a dormir. Pensaba que apenas recibiese mi tarjeta de crédito, me iría a un lugar cómodo que incluyese servicio a la habitación, y una masajista de final feliz.

Serían alrededor de las 9 de la noche. Estaba sentado en mi cama escribiendo en mi diario de viaje por América Latina. Escuchaba pasos, música popular, estornudos. Los ruidos nocturnos de la vida sin dinero.

Sin embargo, la vida sin dinero no significa vida sin placer. Lo descubrí esa noche cuando en la habitación de la izquierda escuché golpes en la pared. Una voz decía que dejase la ropa donde cayese, que no importaba. No tuve tiempo de escuchar el resto de la conversación porque en la habitación a mi derecha empezó a sonar una música de porno barato. Alguien en ese cuarto pedía que la apagara, que mejor sin banda sonora. Luego, unas risas. Unas risas que se convirtieron en solicitudes de “dámelo todo che”. Unas solicitudes que se transformaron en gemidos, simples gemidos. Primero empezaron a mi derecha. Sobre todo, de parte de él. Luego, a mi izquierda. La pareja de esa habitación disfrutaba en simultáneo. Eran, casi, una sola voz exclamando el sudor de dos cuerpos en trance.

Los gemidos, el crujido de los colchones, y las vibraciones en la pared me provocaron ganas de masturbarme. Iba a sacar mi pene y cerrar los ojos para imaginarme alguna escena con ese ruido de fondo cuando empecé a escuchar gritos. Por un segundo, creí que alguno de mis vecinos había llegado demasiado lejos y había cruzado el límite del sexo salvaje al sexo sádico y sangriento.

Pues no. Venía de otra habitación. Los gemidos se detuvieron. Mis vecinos y yo salimos de nuestras respectivas habitaciones. Le di rostro al imaginario sonoro que me había excitado. No eran tan atractivos como sus deleitados sollozos.

Los gritos eran de una chica empujando a un muchacho. Un vigilante terminó llevándoselo y dijo que todo estaba bien, que volviéramos a nuestras habitaciones. Mis vecinos fueron los primeros en cerrar sus puertas. La chica se sentó en un sofá en la sala común de la residencia. De lejos, me quedé observándola unos minutos. Puede que haya sido efecto de la emoción de mis vecinos, puede que verla vulnerable me haya llevado a preguntarle si estaba bien, si necesitaba hablar con alguien. Me vio. No sé qué habrá visto en mí, pero me dio un abrazo y lloró. No sé cuánto tiempo pasó así. No supe su nombre. Lo último que recuerdo de ese instante es que al terminar de llorar, se secó el rostro con las mangas de su suéter, y me dio un beso.

La llevé a mi habitación.

El pasillo se volvió un concierto de gemidos.

Paredes de gemidos

Sobre el autor:

Tobias Von Messel

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