Putin, el hombre sin rostro

por · Marzo de 2022

Antes de la invasión a Ucrania, ¿fue Putin responsable de actos terroristas y los asesinatos de sus enemigos? Masha Gessen piensa que sí en su biografía El hombre sin rostro (Debate, 2022), escrita a las puertas de la reelección, en 2012. Ese mismo año, A.D. Miller, escritor y ex corresponsal en Moscú, comentó el libro, que presenta un retrato inclemente de su biografiado.

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Por A. D. Miller. 
Traducción: Patricio Tapia
 

En realidad, el rostro es bastante distintivo: los rasgos de comadreja, aparentemente agudizados por una cirugía estética; la sonrisa que es en realidad una advertencia; los ojos engañosos, capaces de alguna manera de parecer a la vez tristes y amenazantes. Ellos complementan una forma de andar que, como escribe Masha Gessen, proyecta “al mismo tiempo en cada paso una imagen de alerta y agresividad extremas”.

Mucho se ha dicho sobre el putinismo, una falsa democracia alimentada con petróleo que mezcla autoritarismo con nacionalismo. Se ha escrito menos sobre el hombre.

¿Qué lo hizo “tan desprovisto de emociones y tan cruel”, como dice Gessen, “tan corrupto y con una falta tan completa de remordimientos”, tan impresionantemente cínico? La respuesta corta de la autora es: la KGB. El Putin que surge de este importante libro parece ser un extorsionista y asesino en masa impulsado por el rencor.

Las conspiraciones de las que hace la crónica Gessen parecerán chocantes y barrocas para algunos. Para otros, serán vagamente familiares: algunos rusos que vivieron bajo Putin y personas extranjeras que hacen negocios con su régimen habrán escuchado tales acusaciones, pero prefirieren olvidarlas.

Al igual que otros, Gessen cree que el FSB (Servicio Oficial de Seguridad), la principal organización sucesora de la KGB, probablemente fue responsable de la serie de atentados con bombas en departamentos en 1999 que fueron atribuidos oficialmente a los terroristas —serie de atentados que ayudó a lanzar la segunda guerra de Rusia en Chechenia y la presidencia de Putin. Como ex jefe del FSB, razona la autora, el propio Putin habría conocido tal plan.

La visión de ella de los otros dos actos de megaterrorismo de la era de Putin es casi igual de condenatoria. Sospecha que el asedio al teatro de Moscú de 2002, en el que murieron 129 personas, también fue, hasta cierto punto, un trabajo interno (una teoría propuesta por primera vez por Anna Politkóvskaya, la periodista asesinada en 2006).

Gessen señala que el asedio a la escuela de Beslán de 2004, en el que murieron más de 300 personas, terminó con una brutalidad apresurada e innecesaria, y fue utilizado por Putin como pretexto para apretar las tuercas políticas. Tanto él como los terroristas, concluye Gessen, “buscaban aterrorizar y horrorizar” y en ese sentido “estaban actuando conjuntamente”.

Quizá la parte más novedosa trata sobre la crianza de Putin en el Leningrado de posguerra, “un lugar mezquino, hambriento y pobre que engendró niños mezquinos, hambrientos y feroces”.

Putin compartió una habitación con sus padres hasta que tuvo 25 años, desarrollando, según el análisis de Gessen, tanto su codicia como su temperamento vengativo. Se unió a la KGB en los descuentos de la Unión Soviética y luego, como un humilde oficial en Dresde, vio cómo el imperio se derrumbaba.

De vuelta en San Petersburgo, la autora sugiere que Putin perfeccionó “la política del miedo y la codicia” como ayudante de Anatoly Sóbchak, el jefe de la ciudad, y ella lo acusa de sobornar a los medios, comprar a los opositores y reprimirlos cuando es necesario.

Contrariamente a las propias afirmaciones de Putin, Gessen argumenta que todavía trabajaba para la KGB al momento del golpe de 1991 contra Míjail Gorbachov, y que encubiertamente apoyó a los intransigentes.

Sóbchak murió en el año 2000, justo antes de que se aprobara la sucesión de Borís Yeltsin por Putin en la primera seudoelección de su reinado. Gessen explora la idea de que el antiguo jefe de Putin haya podido ser asesinado. Ella culpa personalmente a Putin por el envenenamiento de Alexandr Litvinenko en Londres.

La familia de Gessen emigró a Estados Unidos cuando ella tenía 14 años, pero Gessen regresó a Moscú para trabajar como periodista en 1991. Su atractiva prosa combina la pasión de un nativo con un ingenio mordaz y cáusticos sobreentendidos que son característicamente rusos. ¿Pero es su Putin, uno auténtico? Si algunas de sus afirmaciones son discutibles, todas son plausibles.

Sin embargo, la visión de Gessen de él como un tirano sediento de sangre es incompleta: su animosidad personal y sus informes cargan y limitan su valiente libro. Si el propio Putin se inclina demasiado por el determinismo económico, creyendo que todo y todos tienen un precio, Gessen descuida la economía.

A menudo se ha visto que la violencia es una de las herramientas de su régimen, pero es una selectiva. El dinero, del que se ha acusado al Kremlin de utilizarlo para comprar aliados y lealtad, ha sido un arma más difundida y sutil.

Las ganancias económicas de Rusia en los años previos a la crisis financiera —debidas más al precio del petróleo que a las políticas de Putin— ayudan a explicar por qué los rusos comunes lo toleran, consentimiento sobre el cual Gessen tiene poco que decir.

Por el contrario, el desarrollo económico es parte de por qué muchos rusos ahora lo instan a seguir. Los miles que actualmente se manifiestan en contra suya quieren, entre otras cosas, poner fin a la depredación por parte de los funcionarios estatales, lo que les impide disfrutar de sus justas recompensas.

En comparación con todas las protestas anti-Putin anteriores —que fueron lastimosamente pequeñas y, en general, se dispersaron con fuerza extrema para asegurarse de que permanecieran de esa forma— las revueltas de las elecciones de marzo de 2012 fueron enormes y pacíficas. Gessen escribe sobre ellas en un epílogo; su narrativa principal termina con el anuncio de que, después de una farsa de cuatro años como primer ministro, Putin regresaría al Kremlin luego de las “elecciones” presidenciales.

Su visión regocijada y optimista de las protestas —ella piensa que este es el principio del fin para el presidente-gángster que tanto desprecia— concuerda bastante con su sombría descripción del dominio absoluto de él sobre su país. Si Gessen tiene la mitad de la razón sobre Putin, es poco probable que él se vaya tranquilamente.

* Artículo aparecido en “The Daily Telegraph” 12-02-2012.

Putin, el hombre sin rostro

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PANIKO.cl (@paniko)

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