Electra y el desencanto

por · Marzo de 2016

En los nueve relatos que conforman su primer libro, Paulina Flores se abre a lo social además de la cita pop.

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Sigmund Freud habría destapado una champaña de haber leído Qué Vergüenza (Hueders, 2015), primer libro de Paulina Flores. La díada padre e hija aparece, una y otra vez, no solo como otro posible conflicto de la escena familiar, sino como el motor de la vida psíquica en formación de las niñas que protagonizan los relatos.

Esto se observa de entrada, con el cuento que abre el libro y además lo nomina, un texto impecable que en 2014 ganó el Premio Roberto Bolaño en su categoría. Ahí se lee respecto a la relación de las dos hijas con un padre que pasa por un mal momento laboral y económico:

«Nada parecía decepcionarlas, pero él se escondía en su pieza porque ni siquiera lograba sostener sus miradas. Lo cierto es que no sabía quiénes eran: ¿quién era la más aplicada en el colegio? ¿A cuál no le gustaban las ensaladas? ¿Cuál de las dos detestaba los baños? ¿Quién le temía a la oscuridad?» (17).

En ese cuento, la expresión «qué vergüenza» cobra un significado especial en sus últimas páginas, donde destaca un fragmento notable —por doloroso y bien descrito— en que padre e hijas descienden por una larga y empinada escalera tras la humillación que recibe el primero por un equívoco que involucra a las segundas.

El vínculo padre e hija se releva, otra vez, en el cuento que sigue a continuación, “Teresa”. En una narración con trazos oníricos y personajes enigmáticos, se enseña la curiosa relación entre un padre joven y negligente y su pequeña hija, que viste un traje blanco sucio, habita junto a él un departamento inhóspito y es expuesta a situaciones bastante inadecuadas. “Teresa”, que es como fingió en una ocasión llamarse la protagonista, presenta una serie de imágenes de cargado erotismo. Esto surge a partir del encuentro casual de Claudia con aquel padre despreocupado; es, no obstante, un erotismo de tonos sutiles y ambiguos, un registro que la autora maneja con soltura y al que volverá en otros cuentos, como en “Laika” —con una experiencia que linda entre el abuso y la exploración infantil de la sexualidad— y en “Afortunada de mí”, ahora con ciertos rasgos perversos, de objeto sexual desplazado.

A continuación sigue el relato “Talcahuano”, texto de mayor extensión y evidentemente uno de los más logrados. Los protagonistas, unos adolescentes perdidos entre la miseria y la épica de los sueños absurdos, intentan el robo de los instrumentos musicales de una iglesia, para lo que se convierten en improvisados ninjas. Las descripciones de la pobreza de la ciudad y las vidas precarias que la pueblan, así como la de ese grupo de amigos tramando un plan delirante, poseen una sensibilidad y belleza que recuerda la mejor tradición de la narrativa social chilena.

En “Talcahuano” y el relato que le sigue, “Olvidar a Freddy” otra vez emergen las figuras paternas como ejes de la trama, aunque las relaciones (o la ausencia de ellas) son con díadas del mismo sexo: hijo/padre en el primero; hija/madre en el segundo.

Este último relato, “Olvidar a Freddy”, recrea de un modo nítido las frustraciones de la clase media baja, como otros textos lo harán con la clase baja, especialmente “Últimas vacaciones”. Porque en el libro las historias remiten siempre a la periferia o la provincia, a los trabajos innobles, a los sueños de la infancia o la primera juventud que jamás se cumplen.

Ese factor es crucial. El cuento “Sueño Americano”, de hecho, pone de manifiesto el gozne entre la juventud y la adultez mediante un elemento que se repite en muchos otros relatos: el desencanto. La sensación es de adolescentes que creyeron ser más inteligentes, cultos, creativos, singulares o lúcidos de lo que realmente eran, o, quizás, de lo que el peso de la realidad permitió que fueran. En fin: se trata de esos sueños de grandeza que germinan en edades tempranas y quedan irresueltos por la única gran urgencia que deben resolver quienes no nacieron en el privilegio: sobrevivir cada día.

Lo propio puede decirse de “Afortunada de mi”, texto que cierra el libro, largo y bien construido, de estructura más enrevesada que los anteriores, en general lineales, cronológicos, y con narradores bien definidos. En él accedemos a dos historias en paralelo: la de una niña sumergida en la fragilidad de su vida familiar donde, nuevamente, la hija tiende a idealizar al padre hasta que la imagen se derrumba con estrépito, y la de una joven que, en medio de una soledad casi absoluta, abre las puertas a una experiencia límite que promete arrancarla de la monotonía y falta de sentido.

Qué Vergüenza es, en suma, un libro macizo, bien escrito, contundente. Impresiona la madurez de la autora (máxime porque el tema de la madurez está presente en todos los relatos), su despliegue de una prosa rigurosa y pulcra, lejos de las piruetas formales o estructurales que sirven, muchas veces, para suplir la falta de anécdota o la solvencia narrativa.

Los relatos de Paulina Flores son más tradicionales que los de sus contemporáneos; también mejor escritos, más elaborados. En sus cuentos hay trabajo, trabajo con las palabras, elecciones de un verbo o un sustantivo adecuado, descripciones arduas, atmósferas construidas con esmero y detención.

Su irrupción como autora se da en el marco de esta especie de «mini-boom» de la narrativa chilena, claro que ahora bajo el paraguas heterogéneo, variopinto, de las editoriales independientes. Ahí refulge la clave de la cultura de masas, la subjetividad y el minimalismo como pautas escriturales; Flores, no obstante, se abre a lo social además de la cita pop, aborda un «afuera» —el mundo objetivo, positivo, de las clases media y baja— que convive con lo interno de sus personajes, y trabaja formatos de extensiones respetables (“Afortunada de mí”, en métrica actual, sería una novela).

Resulta, entonces, indudablemente meritorio su primer libro: en ciertos elementos dialoga y se espejea con su generación; en otros, por fortuna, escamotea esas marcas de época, e ingresa en terrenos estilísticos y temáticos que sus coetáneos —a veces por ignorancia, otras por mera comodidad— ignoran olímpicamente.

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Qué vergüenza
Paulina Flores
Hueders, 2015
228 p. — Ref. $10.000

Electra y el desencanto

Sobre el autor:

José Rivera Soto (@jbodhishavuot) es sociólogo y doctor en literatura. Como narrador ha publicado las novelas Siete Judas (2008) y La liberación (2013). Es director literario del sello independiente Luna de Sangre Ediciones.

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