Madre espejo

por · Noviembre de 2019

Algunos de los mecanismos poéticos que operan en Sara Moncada (Ediciones Carlos Porter), de Cecilia Gajardo.

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Soy el editor de este libro y hasta ahora no había intentado dilucidar algunos de los mecanismos poéticos que operan en el texto, en este poema dramático medianamente largo, escrito en un puro impulso de inspiración y expiración. Al estimular la publicación de Sara Moncada hace más de un año, lo hice guiado por una seguridad intuitiva. Preferí no conceptualizar la emoción que su lectura me producía cada vez que me internaba en esa esfera recortada del mundo donde la frecuencia (la caída, la continuidad) de las palabras se daba simultáneamente con una imaginería de nitidez casi irreal. Sucesión de imágenes, proyección de significaciones. 

Sé que la poesía tiene una forma particular de eludir los embates teóricos y que por lo tanto todo lo que pueda decir ahora será tentativo y desmañado. Es muy difícil establecer en qué momento de la lectura de un texto uno tiene la certidumbre de estar presenciando un fenómeno poético. Sucede, me parece, simultáneamente a la transferencia de alguna clase de emoción y a un reconocimiento radical de algo (un fragmento de realidad o de lenguaje) que hasta ese grado estaba para el lector en un estado de inminencia: a punto de ser revelado. Hay otros factores en esta experiencia, que podríamos llamar isotopías: sonoridades que quedan suspendidas y se retoman en otra zona del texto, imágenes específicas y sus variaciones, líquidamente desplazadas de una zona asociativa a otra.

“Madre espejo” fue la primera figura (más verbal que imaginaria) que se me filtró en la conciencia mientras leía el poema de Cecilia Gajardo. Un par de palabras juntas, ambas con significaciones cargadas. Podría haber sido también madre espejismo. O, parafraseando a Allen Ginsberg, madre muerte, que es equivalente a madre luna, a madre riego, a madre consolación. Están también, cerca de este paradigma, y no tendrían que segregarse, las luminosidades de la Virgen en sus letanías. Finalmente se trata, en ese caso, de los múltiples atributos de la madre de todo el mundo convertidos en mantra, en cadencia hipnótica. La sustracción mental que implica el proceso logra que el espesor del yo se adelgace hasta transparentarse con el objeto propiciatorio, aquello que está afuera de uno mismo. Es la forma, por lo demás, en que se da el fenómeno de la poesía (la palabra fenómeno es probablemente la más precisa para el caso). 

El título del poema: Sara Moncada. Basta pronunciar ese nombre y más de alguien nos mirará con una sonrisa interrogativa, como buscando confirmación. Cuestiones de santiaguinos. Durante treinta años, pasando por Pedro de Valdivia cerca de Bilbao, todos vimos la placa con el nombre Sara Moncada de Arias en la entrada de piedra de una mansión transformada en clínica. Como se aprecia en la foto de portada del libro, la clínica fue desmantelada y la casa ha ido irradiando el aura incierta de los espacios olvidados. 

Da la impresión de que Cecilia ha infiltrado el texto del poema en un recinto simbólico y vacío. Da la impresión también de que esto es una especie de performance no realizada, o ejecutada virtualmente: las palabras en la casa cerrada, los ecos en un inmueble abandonado. La realidad (calle Pedro de Valdivia, años 70, 80, 90) y el libro mismo considerado como “mundo al que uno se asoma” parecieran atraerse mediante efectos de vacío.

La situación del poema: la hija (la visita) habla al oído de la madre (la paciente). Otro acto de infiltración: ésta vez se infiltran palabras de una persona actancial a otra. Lo que el texto pone en escena es la enunciación que lo constituye, la producción de esa voz que enhebra escenas dislocadas procedentes de la memoria y de la sombra de la memoria. La hija echa a andar el automatismo de un summing up ante la madre yacente. Su voz es la causa eficiente de sí misma.

“Se acerca la hija al oído de la moribunda:”. Este verso –el primero– parece ser el único en el libro que se verifica en una órbita externa a la voz predominante, como si fuera una instrucción didascálica. No obstante, en el doblez y repliegue de la puesta en escena uno podría entender que la hablante habla también de su propia situación de habla, o sea en esa entrada, en ese impulso inicial usa la tercera persona para indicarse a sí misma.   

Quedo, en cualquier caso, con la sensación de estar parcialmente fuera de aquello de lo cual se habla: asuntos de madre e hija, temas que van de lo sabido-nunca-dicho a lo íntimo y de ahí a los consejos –un mantra particular, diferido– de cómo se hacen las cosas, cómo se cierne la harina, cómo se forran cenefas, cómo se orea la tierra del jardín, cómo se poda, se exfolia, se humectan las superficies, se bruñe. Cómo se sonríe en las fotos, con qué ropa se acude a las ceremonias. Sea como sea siempre se trata de la forma correcta de funcionar en la vida. Funcionar en lo práctico, en lo simbólico-social. El objetivo de este arte de vivir es conservar el lugar que se tiene en el mundo, el que se considera como propio. 

Entonces: una mujer habla al oído de otra. Habla con entonaciones alternadas, superpuestas en el flujo de la enunciación, entre ellas su propia voz de niña. Revisa también en forma retrospectiva el habla de la otra. Aquí hay un patrón o más bien una matriz: una forma (verbal, oral) fue alguna vez transferida de la madre a la hija. La que habla lleva impresa en la superficie de su habla el habla de la madre. Opiniones, consejos, advertencias. En lo que tiene de teatral Sara Moncada, la casa (el libro) es el escenario ocasional de un monólogo. Insisto: voz dramática en un recinto vacío, cruzado de ecos y de psicofonías.

Pero el hilo de la voz no se da aquí a la manera del hierático sicofante en sus coturnos. Diría incluso que la voz en su decurso va dejando ver movimientos de cuerpos, de un cuerpo frente al otro. Podría pensar la escena de la madre y de la hija en términos coreográficos o escultóricos. La madre en decúbito dorsal sobre la cama de vaporosas sábanas (salpicadas con agua de hortensias), con un brazo plegado bajo la cara para suplir la ausencia de almohada y el otro lánguidamente extendido, la muñeca flectada, la mano inerte al borde la cama; junto a ella la hija en la actitud de quien se deja caer hacia adelante, en escorzo, hasta poner una de sus rodillas en el piso e inclinar suavemente la cabeza: sus labios susurrantes buscan el oído. El habla y la escucha.

Sara Moncada, página 21:

“Hay una torre de ropas blancas y no sé cuál es cuál
no me atrevo a probarme nada
no me puedo ver en un espejo nuevamente
no sería la primera vez que siento que
es la primera vez de estar frente a un espejo.”

En versos posteriores aparece explícitamente el rostro de la madre mirado por la niña:

“… las madres no tienen manchas, sólo lunares en el rostro
que si los unes con un lápiz
verás una constelación inventada.”


“Las madres se inventan pecas
por estar tardes enteras bajo el sol
si las unes con un lápiz
verás un rostro rayado sin direcciones concretas.
No me muestres tu cara, madre
la dibujé en una servilleta de café.”

En este punto entendemos el texto como una severa retrospección en la que la voz (el pensamiento, la mirada) de la niña remota se actualiza en la situación presente en el mismo flujo que su voz de adulta. Teatral confusión; triste, ominosa belleza.

En un texto sobre el rol psicológico  del espejo Myrta Casas de Pereda cita a Clarice Lispector: “¿Qué es un espejo? Es el único objeto inventado que es natural”. Y luego cita a Winnicott: “En el desarrollo emocional individual el precursor del espejo es el rostro de la madre”. Ya sabemos qué sucede después, cuando la niña se descubre en el espejo real mientras distingue la voz de la madre como algo separado de sí misma: epifanía de la individuación.

El poema, planteado como una puesta en escena aquí y ahora, mira adelante y hacia atrás en un mismo movimiento. Me imagino que este texto fue escrito como restitución simbólica, como reparación de nexos, como rito de enajenación, lo que sea que permitiera dilucidar una brecha dolorosa en la estructura temporal del alma. Tratándose de un poema feroz, revela en todo momento las acciones un tanto desesperadas de la unción, de la fertilización, de la esperanza en la regularidad estacional de la vida.

Madre espejo

Sobre el autor:

Roberto Merino

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