Desde hace unos tres años la dinámica se ha invertido.
Los bares del centro llenos, las calles vacías, el estadio vendido hace una semana. En el subterráneo de un local de la Alameda, saturado de hombres y mujeres en camisetas azules, el humo no alcanza a camuflar las puteadas que evidencian el nervio. La U empata con Libertad, uno a uno, y eso significa irse a penales —y eso significa cualquier cosa, toda la ilusión de una campaña memorable metida al shuffle de los penaltis, el mérito que desaparece y se encomienda a la suerte, al arquero, a los palos, al padre muerto o al hijo recién nacido, cualquier cosa. Entonces los hinchas, autorizados por los últimos títulos, agrandados por esta inusual racha victoriosa, putean y exigen. Acostumbrados, últimamente, a ganar siempre, se quejan. Y al final, siguiendo la costumbre, y después de quejarse, vuelven a celebrar.
Bicampeones locales, una Sudamericana, en semis de la Libertadores. Tantos logros que marea. No sólo al chico que se acostumbró a ver partidos miércoles y domingo, sino sobre todo al viejo que, siendo más joven, veía a la U recién ascendida mirar a Colo Colo salir tricampeón y levantar la máxima Copa. Para ese joven, ahora más viejo, que basó su orgullo, por tantos y tantos y tantos años, en acompañar cuando otros abandonan, en estar cuando los otros se van y creer cuando ya nadie espera nada, ¿lo de estos días será un premio a esa obstinación, o más bien un nostálgico cambio de personalidad y esencia: pasar de ser el popular y orgulloso perdedor al nuevo y exigente ganador?
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Colo Colo es el club más popular no tanto por su origen —la supuesta rebeldía de unos jóvenes que no querían seguir bajo el conservadurismo de unos viejos— ni por sus símbolos, sino por algo mucho más simple: de todos los clubes, el de Pedrero es el que más seguido gana. Y para un pueblo acostumbrado a perder en la vida como el chileno, incapaz de encontrar motivos de orgullo ni de honor en su entorno, no hay mejor refugio que un equipo que triunfa más de lo que pierde, ese que con seguridad entregará más alegrías que tristezas. A veces se piensa mal que lo más fácil es ser hincha del Colo, y así celebrar más seguido y con mucha más gente. Fácil si eres hijo de millonario y nunca moviste un dedo; así, Colo Colo es otra alegría inmerecida más. Pero para el tipo que se despertó de noche, se duchó frío, dos horas de pie en la micro a la pega, ocho horas dale que dale y sin saber si la próxima semana trabajará nuevamente, la misma micro de regreso a casa, un viaje largo y mal dormido, y todo para ver que nada cambia y mañana de vuelta a empezar: para ese tipo, Colo Colo es el espejo en el que se quiere mirar.
Por eso tres pilsen, la camiseta del albo y la pinta que cambia inmediata: de un anónimo más en el Transantiago a ser un hincha del popular, y sentirse lo más grande. Nadie quiere entrar al baño y ver una cara maltratada, fracasada y mal iluminada. La vida te hace perder lo suficiente como para además querer seguir perdiendo en la cancha —pensará alguien del Colo.
Pero de derrotas también se puede vivir —y no sólo vivir, sino también hacerse grande, pensará alguien de la U.
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Universidad de Chile. Un club y una hinchada que, históricamente, se identificaron mucho más con los valores de la derrota y el fracaso que con la vanagloria del triunfo. Lo de los 25 años sin campeonar, descenso incluido, pasó de ser un estigma a un emblema, la medalla de honor por una guerra larga, triste y humillante. Gozar con el simple hecho de ir al estadio y ver a la U, donde ganar empatar o perder sólo cambiaría un poco el estado de ánimo, pero no alteraría el fondo —mientras que al frente, acostumbrados a vencer y a jugar bien, no sólo se pifiaban las derrotas, sino también las victorias que se conseguían apenas, sin lucimientos.
Así se forjó esta rivalidad impuesta y artificial, que no nació espontánea en el origen de estos clubes, ni de manera natural por cuestiones barriales, ideológicas o geográficas. A la prensa se le ocurrió, simplemente, que los dos cuadros más populares tenían que ser, por defecto, enemigos acérrimos. Y así, hoy, blancos y azules se odian sin motivo.
Pero así y todo, y en beneficio de la rivalidad, hay dos formas de encarar el sentimiento hacia un club que son antagónicas —y cada una mejor que la otra, según sus propios hinchas—: el triunfalismo albo versus la fidelidad azul.
Que no se malentienda, eso sí. No es que a los azules por principio no les interese ganar, ni que los albos sean en esencia infieles. No. Pero sus identidades se han formado a partir de la presencia permanente del triunfo, en unos, y de la ausencia prolongada de éste, en los otros.
El asunto es que hoy, y desde hace unos tres años, la dinámica se ha invertido. Colo Colo no ha ganado nada desde fines de 2009 —cuando clasificó último a playoffs y salió campeón, cortesía de Paredes contra Católica en Santa Laura— y la U lo ha estado levantando casi todo —dos semifinales de Libertadores, una Copa Sudamericana y tres torneos nacionales desde el Apertura 2009. Ahora, los hinchas de cada uno viven lo que por tanto tiempo solían vivir los otros: la malacostumbre de ganar siempre; la frustración de perder seguido.
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—Hay tres tipos de hinchas de la U —dice Diego, hincha de la U, 26 años—: los viejos, que vieron al equipo en Segunda, que vivieron toda su juventud soportando el apodo de fracasados, y que vieron el título del 94 como una felicidad inmensa pero nunca como algo permanente; los medianos, como yo, que vivimos de chicos el bicampeonato, que conocimos la historia sufrida de la U pero que también supimos que se podía salir campeón, y bien seguido; y los pendejos, que desde que se acuerdan la U sale campeón o pelea campeonatos, y que están acostumbrados a ganar.
Para Diego, que de Maradona tiene sólo su contextura, el intenso éxito que vive hoy el club trae diferencias en cómo se vive el fanatismo en la tribuna. Mientras unos esperan secretamente que la U pierda —para poder cantar que aunque no ganemos en la cancha, esta hinchada no te dejará— hay otros que sólo van a sacarse fotos para el facebook, mostrándole al resto que están ahí, alentando a un equipo que gana siempre, pero sin ponerle mucho empeño ni aguante.
—La peor weá que le pudo haber pasado a la hinchada de la U fue esto de la “hinchada hay una sola”. La peor weá. Por mucho tiempo la gente de la U se caracterizó por su humildad, por estar ahí en las buenas y sobre todo en las malas, pero cuando empezaron a correrse la paja cantándose a sí mismos, creyéndose los mejores y a ponerse por encima del equipo, se fue todo un poco a la mierda. La hinchada creció, pero se llenó de weones que se creían más importantes que los jugadores —dice Diego, enojado, como contrariado por vivir las alegrías de tanto triunfo con las consecuencias que ello trae: nuevos hinchas, distintos a los de antes.
La duda está en lo que pase si este momentum, de ganar mucho y jugar mejor, se prolonga por un tiempo más. Los sueños azules de toda la vida se están haciendo realidad: el tricampeonato está cerca, la Libertadores nunca fue más posible y el estadio propio dejó de ser la promesa televisiva de un doctor vociferante. El cambio de paradigma parece inminente.
¿Serán los hinchas de la U, si ganan la Libertadores, los colocolinos del futuro, esos que insoportables enrostran la Copa del 91 frente a cualquier desventaja en la conversación? ¿Estarán ahí los viejos fans, aquellos que se criaron en las decepciones y la angustia, para bajar a los nuevos y enseñarles que esto es sólo circunstancia, que la vida es más perder que ganar? ¿O desaparecerán, entre el humo y las puteadas, como los largos años de derrotas?