Skywalker

por · Septiembre de 2012

Su discurso final es una carta de amor escrita en una habitación en llamas

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Uno

Pop. Allende es una estrella de rock. O del pop. Allende es el cielo con diamantes. A estas alturas, lo mejor del 11 pasado es el hecho que le quitaron el copyright de nuestro presidente muerto preferido a la izquierda más dogmática y lo lanzaron de cara a las masas. Reingeniería: este 11 canonizamos a Allende. Mientras Pinochet envejece —casi contradictoriamente como una momia viva y gorda—, Allende suena en la discoteca de nuestra política como un viejo hit relanzado y remasterizado. Allende Tarantino: Allende al lado de Balmaceda, Manuel Rodríguez, Víctor Jara, y otros próceres al comienzo de Perros de la calle, mientras suena “Little green bag” —que podría llamarse “Little red bag”— todos caminando en cámara lenta, coolísimos, prendiendo un cigarrillo y acercándose con estilo hacia el desastre. Todos de traje y corbata negra, camisa blanca, camino a su propio funeral.

Dos

Mantra. Allende ya no como patrimonio de Silvio, ni de Gladys Marín, ni de sus deudos profesionales, sino como una marca, una camiseta, el logo que una banda de rock puede ocupar. Me gustaría ver a los Deftones con la cara de Allende o a Marilyn Manson (que en su autobiografía habla de Chile como un país donde los tanques andan por las calles con total tranquilidad) o Los Prisioneros. Ya lo hizo Jorge González cuando cantó en Mi destino esa historia minimal de un Allende que sobrevivía al horror, que dejaba de ser héroe, que se quedaba a vivir en el barrio y en la casa del lado. Allende como un vecino antes que un protagonista de la historia, una figura incidental, de una épica mínima y cercana, al alcance la mano. Un mito más de la cultura urbana: un héroe tal y como lo entendía Javier Cercas en Soldados de Salamina, alguien que tuvo el gesto correcto en el momento equivocado y que pasó a la historia. Como Luke Skywalker. Alguien que entendió bien el estado de las cosas en sus últimos momentos con la lucidez que sólo alcanzan los suicidas o los personajes literarios, esos largos racontos que se acometen en las novelas: desde adelante hacia atrás sin escalas, la comprensión absoluta de los errores personales y colectivos, las peripecias, el destino y el modo digno de solucionarlo para la posteridad. Supo del horror, de la violencia desatada como una caja de Pandora cuando se abre, y nos dio una herramienta para combatirlo, un mantra lanzado a quien lo escuchara: un discurso final para sostenerse en la derrota. Para esperar su vuelta. Allende como Arturo, como el padre de todos nuestros Hamlet. Como una lógica y una ética torcidas, sudacas y chilenas.

Tres

Allende como un escritor mejor que todos los Nerudas del mundo. Más cercano a la rabia de la Mistral, visceral como un De Rokha. Dandy como Huidobro. Un performance mejor que Carlos Leppe, las Yeguas del Apocalipsis y Luizo Vega juntos. Intenta escribir poesía en medio de un bombardeo. Rodrigo Fresán contaba que John Cheever proponía un ejercicio en sus talleres de escritura: el intentar redactar una carta de amor en medio de una habitación en llamas. Allende lo hizo. Su discurso final es una carta de amor escrita en una habitación en llamas. En un palacio en llamas. En un país en llamas. Eso lo hizo Allende y de paso nos legó una profecía, además de darnos una infancia feliz donde jugar. Allende Bogart: siempre tendremos París. Siempre, obligatoriamente, deberemos volver a La Moneda en llamas. Allende supo lo que se venía ese día. Por eso, decidió quedarse como el fantasma de ese palacio escombrado. Obi Wan Kenobi antes de Obi Wan Kenobi: se convirtió en algo mil veces más poderoso de lo que había sido jamás. Las viejas fans histéricas de Pinochet no tienen nada que hacer con él. Ni la DC. Tampoco los que han susurrado su nombre en las infinitas peñas realizadas en su honor. Porque Allende no tiene que ver con Miguel Littín sino con George Lucas. El 11 de septiembre es como El imperio contraataca, una película sin final feliz, con un cierre de stand by, donde el espectador queda atónito por los efectos especiales (despliegue de tropas, aviones volando rasantes por Santiago y lanzando bombas en barrios residenciales, personajes armados de pistolas intentando derribar tanques), el melodrama y el hecho de entregar cada 15 minutos un clímax más espectacular, más triste, más terrible y desgarrador que el anterior. Pero no es una película, solo se le parece y hay que pensar en ese triste espectador. Alguien que sale del cine una vez que la pantalla se ha ido a negro y camina hacia la luz en silencio, con el miedo y la desilusión y el pavor carcomiéndole la piel, sabiendo que al dormir las imágenes del filme volverán y, por la cresta, tendremos infinitas noches de pesadillas venideras.

Y cuatro

Simpatía por el demonio. No hay nada que se le compare: intentaron sepultar su recuerdo, intentaron difamarlo, borrarlo, omitirlo, convertirlo en un demonio. No pudieron, salvo lo del demonio, porque siempre es mejor un demonio que un santo. Allende sobrevivió la caída del muro de Berlín, el fin de la URSS, a Bin Laden y Hussein. A todos. A los amigos y enemigos que se llenaron la boca con su nombre, que le redujeron los contornos y la profundidad del rostro con las líneas toscas de los graffitis de Ramona Parra. Sobrevivió al cartel de «Se busca» o al reflejo borroso en el vino navegado. Allende es ahora puro rock, pura música electrónica, puro punk. Allende es indie. Allende es la última moda. Allende supo que se venía el no future y nos quiso dar un futuro. Allende es a la vez muchos Allendes. Un personaje literario. El único presidente de Chile que pudo haber estado en Viaje a las estrellas. Un tipo armado con un fusil ruso —¿era el mismo que ocupaban Los Magníficos?— Un poeta en llamas. Un logo. Un suicida lúcido. Un cuerpo manchado en sangre. El tipo que descansó durante años en la tumba equivocada. Alguien que le robaba las corbatas a los amigos. La víctima de nuestra conspiración predilecta. Un JFK de pacotilla. El Sombrero Loco —sugerencia: reemplazar los sombreros por las corbatas— de Alicia en el país de las maravillas invitando a la niña rubia a celebrar su no-cumpleaños feliz con una lógica sencilla y tortuosa a la vez. Todos los días son una fiesta. Para qué celebrar tu cumpleaños si puedes celebrar tu no-cumpleaños. La estadística es obvia: 364 contra 1 día de celebración. Da lo mismo que sea feliz o infeliz. Pasa, sucede y permanece. Por eso, escribo esto ahora, cuando han terminado las elegías y los discos homenaje y la moda se aparece como un código más para ser comprado y reapropiado. Tal vez ese sea el sentido de este nocumpleaños donde se cumplen estos 30 años: entender a Allende —y por ende— entender la historia como un objeto irrefutable, despojarlo de las lecturas militantes y volverlo oro sólido. Tal vez, ese sea el sentido final de su discurso: una botella no lanzada para su presente inmediato, sino para bastantes años adelante. Allende como un moribundo irónico que escribe un testamento con trampas para sus albaceas y herederos. La letra pequeña del contrato los obligará en algún momento a asesinarse entre ellos —o como pasó: ser asesinados por terceros—, desprenderse de su fortuna y entregársela a otras personas. Esas otras personas somos nosotros. Esa fortuna es la memoria. Repito: por eso redacto esto después del 11. Hola, tanto tiempo sin vernos, feliz no-cumpleaños.

* Imágenes de la instalación Pop la patria (2009) de la artista visual Carla Mc-Kay. Publicado originalmente por The Clinic en 2003.

Skywalker

Sobre el autor:

Álvaro Bisama (@alvarobisama) es autor, entre otros libros, de las novelas Caja negra (2006), Música marciana (2008), Estrellas muertas (2010), Ruido (2012), El brujo (2016) y el volumen de cuentos Los muertos (2014).

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