Tesoros del Inca: oda triste a la salsa peruana

por · Julio de 2014

Hermosas salsas peruanas, las amo. Como el profeta de Peñalolén a sus siete mujeres, como Parived a la Tonka. Las amo y no puedo comerlas, porque si las como me matan.

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Volví al nutriólogo. Tenía que hacerlo. A los treinta años no se puede andar por ahí haciendo asados con interiores todas las semanas y comiendo como un tiranosaurio para escribir crónicas confiado que en las venas hay pequeños garys medels despejando bolas de triglicéridos. No se puede. A los 30 años uno comienza a descomponerse. Es así. Como un pedazo de carne del Líder.

No exagero: tengo un amigo con gastritis y otro con rectorragia. Lleva dos semanas cagando con sangre y mientras tanto come hamburguesas con papas fritas. Ambos tienen 30 años. Se descomponen. Pero yo más rápido: según el nutriólogo tengo los triglicéridos dos veces encima del máximo normal, el colesterol a tope y el páncreas liberando azúcar como un carro de algodones. Con mi sangre podría armar tapaditos y ni notarían que no es salsa golf. En fin. ¿A qué venía antes de deprimirme? Ah, claro, a lo del título: soy adicto a las salsas peruanas. Y me las prohibieron.

Oh, hermosas salsas peruanas, que el garzón pone en la mesa, en pocillitos de cerámica, con cucharita para enano inca. Oh, hermosas salsas peruanas, de ajo, cilantro, orégano, rocoto, huancaína y olivo. Las amo. Como el profeta de Peñalolén a sus siete mujeres; como Parived a la Tonka. Las amo y no puedo comerlas, porque si las como me matan. ¿Y si yo quiero vivir para comerlas? ¿Y si yo quiero vivir para comer y no comer para vivir, como decía mi madre? «Esto es una basura», le dijo una gorda evangélica a un amigo mientras le chupaba el pico, y salió corriendo. Él siempre creyó que se refería a la vida. Esta basura de vida.

El martes fui con la Gloria al lugar que más he visitado en los últimos tres años: Los Tesoros del Inca, en San Antonio, ahí entre Monjitas y Santo Domingo, al lado del mall del sexo. Nos sentamos donde siempre. Yo estaba deprimido, igual que ahora. Ya había recibido la noticia: si sigues comiendo así, dijo el doctor, en tres años eres paté. Miré la carta como quién lee el obituario: ahí pasaba el arroz chaufa, el lomo saltado, el tacu tacu, el rocoto relleno bañado en queso y crema; el ají de gallina, el seco de vacuno, el pollo asado con papas fritas. Todos muertos para mí.

No puedo tragar nada de eso. Solo pescados y verduras y pollo y pavo con verduras. Tres frutas al día. Yogurt light de colación. Dos litros de agua al día… Esta basura de vida.

Como siempre, pedimos un ceviche de pescado ($5.500) para empezar, y antes de que lo trajeran vino el garzón con la panera llena de pan y los dos pocillos de salsa, una de orégano y otra de rocoto. Me mirarían durante toda la noche, hermosas, cremosas, virginales.

Al parecer la reineta del ceviche había muerto para semana santa, pero eso no importó: la leche de tigre que hacen estos tipos es capaz de darle vida a la comida de Carola Correa: ácida, lechosa, sabrosa a jengibre, cilantro y ajo. Perfecta para mojar la cancha, la yuca, el camote y la lechuga que viene de adorno.

Las salsas me miraban. Alguna vez me las comí a cucharadas y después del ceviche ya pedía otra porción. Ahora permanecían ahí, mirándome, impolutas. Pedimos el fondo: la Gloria un arroz con mariscos (4 mil y algo) y yo una parihuela. Había escuchado cosas sobre la parihuela: que era la zorra, un caldo superior al caldillo de congrio, mejor que la paila marina, mejor que cualquier otra sopa con mariscos que jamás se hubiera inventado. Puede ser. Quizá sí. Pero no cuando estás deprimido.

El arroz con mariscos de la Gloria se veía hermoso. Según el doctor puedo comer tres cuartos de taza de café de arroz al día así que le robé un par de cucharadas. El arroz era rojo, salpicado con granos de ese choclo mutante, y cubierto con un puñado de camarones, pulpo, calamares, y trozos de pescado, todo salteado en salsa de ají panca. Todo al dente, muy bien cocido, o quizá recién descongelado en el microondas. Cómo saberlo. Estaba bueno y la Gloria no pudo resistirse y al mismo tiempo que me servían la parihuela —cinco lucas y algo, un caldo rojo insípido, espesado con chuño, con camarones, calamares, ostiones, machas, reineta, y una pinza de jaiba—, bañó su arroz con mariscos con la salsa de orégano y yo miraba, así, con esta cara, y por la chucha, pensaba, por qué yo no: por qué los genes de mi padre, buen hombre con gota, hipertensión; por qué los genes de mi abuela paterna, operada del corazón, diabética, muerta… Esta basura de vida.

La parihuela era una mierda. Me saltó una gota de sopa y el polerón quedó hediondo a pescado podrido. Adoro este lugar y sus salsas y todos sus platos que no puedo comer. Vayan. Pídanlos. Brinden por mí… ¿De qué mierda voy a escribir ahora? ¿Les interesa algo sobre el vegetariano del centro? ¿Voy a comer sopa de pasto y croquetas de cartón piedra con los krishnas? ¿Me inyecto salsa de queso del Doggis y mando todo a la mierda? No quiero ser dramático, pero ustedes me entienden. Comer es algo serio.

Hay algo que no le conté a nadie. Cuando la Gloria se paró al baño después de tanta inka cola, llevé la punta de mi índice derecho al pocillo de salsa de orégano. Lo hundí. Penetré esa salsa cremosa y fría, y lo saqué cubierto de ella, bañado en ella. Me lo metí a la boca mientras un garzón que limpiaba tenedores al otro lado del comedor me miraba. Fue un momento triste y a solas con mi adicción. Me sentí bien. Luego mal… Esta basura de vida.

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Los Tesoros del Inca
San Antonio 523, Santiago

Tesoros del Inca: oda triste a la salsa peruana

Sobre el autor:

Luis Berríos

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