Tiempo de inventarios

por · Mayo de 2017

El primer libro de Mónica Drouilly, Retrovisor, trae a personajes que se definen en tanto a su relación con las cosas y los proyectos que se inventan para pasar las horas. Un universo narrado con sensibilidad y pausa, de individuos solos y algo perdidos en el tiempo.

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Hay un libro de Leanne Shapton que no me canso de recomendar: Important Artifacts and Personal Property from the Collection of Lenore Doolan and Harold Morris, Including Books, Street Fashion, and Jewelry. En él nos enfrentamos al catálogo de subasta de los objetos que pertenecieron a una pareja que ya no lo es más. Hay muy poco texto (apenas las descripciones de las cosas) y nos paseamos por fotos que van contando de a poco una historia que queda doliendo en el corazón. En Retrovisor, primer libro de la escritora chilena Mónica Drouilly (1980), nos encontramos con siete cuentos en los que los personajes se van mostrando al lector en tanto su relación con los objetos – lo que guardan, lo que botan a la basura, lo que desean tener –, los proyectos que se autoimponen (desde experimentos para padecer de un dolor exquisito hasta la receta para preparar una torta de milhojas para el cumpleaños de un hijo) y su forma de lidiar con una soledad que llega a sentirse como claustrofóbica. Porque la verdad es que estos personajes no están solos, están encerrados dentro de sus cabezas y parecen incapaces de establecer una relación con alguien que no sea un objeto o la cuenta de Amazon. Siete cuentos donde no hay ni un solo diálogo. Algo que resalta esa sensación de soledad pero también vuelve la lectura algo pesada.

“Retrovisor”, el cuento que abre la colección (soy de las que lee en orden los libros de cuentos, pero, en este caso, recomendaría empezar a leerlo por el final y hacia atrás) centra su atención en un objeto aparentemente inocente: un gato de peluche. En una narración, que va mezclando tiempos en desorden, nos enteramos de que fue el regalo de un hombre a su novia, que ella lo bota a la basura cuando la relación se acaba, el conserje del edificio lo recoge y lo deja en una animita en la carretera a la que le pide por la salud de su nieta. El gato sirve para conectar los destinos de diferentes personajes que no hablan entre sí, e incluso no se conocen. Personajes que ni si quiera tienen nombre (y son llamados «la mujer», «el hombre», «un conserje»). Hay también otros objetos gatillan reflexiones tristes, como las corbatas del ex, de las que se dice: «Nota también que esa cantidad grosera de corbatas se acumuló desde que ya no sabía cómo comunicarse con él y que cada vez que no encontraba la manera de decir una cosa, le regalaba un tipo nuevo de azul, como si estuviera tratando de tener un Pantone completo y personal reunido en la casa».

En el cuento, y en el libro en general, las cosas parecen remplazar a las palabras, subrayan la incomunicación, dicen algo que nadie más va a decir, como, por ejemplo: «…piensa que ha construido su vida, su casa y sus relaciones sobre una enorme cantidad de objetos que no le importan a nadie».

Sin embargo, el cuento falla cuando fuerza la interpretación para el lector, tratando de conectar todo en torno a la figura de la animita (cuando la atención en el gato ya es conexión suficiente): «Piensa que durante el último tiempo ha desarrollado un tipo particular de mal de Diógenes que consiste en coleccionar objetos de gente que ya no existe, y que su casa parece una animita de libros y cómics y juguetes antiguos en memoria de lo que han dejado de ser. Una animita hecha por nosotros mismos para nosotros mismos…»

El segundo relato,“Antónimos”, comienza con: «Miguel llegó a mi casa de la misma manera que llegó a mi vida: por error». La narradora invita a un compañero de universidad a que se quede en su casa mientras él se recupera de un accidente que lo tiene con la mandíbula destruida y afirmada precariamente con alambres. Ambos desarrollan una especial cotidianeidad y ella una particular obsesión con el accidente de su amigo. Dice así: «Hasta que llegó Miguel con su sonrisa plateada, no había tomado conciencia de mi propio cráneo. De su aparente firmeza, de la fragilidad de sus uniones». Para agregar poco después: «Esa parte donde la mandíbula se une al cráneo, que puede desencajarse frente a una gran sorpresa, comenzó a llamar mi atención cada vez con más intensidad».

La relación entre ambos toma un giro violento, perverso incluso, y la oscuridad se agradece. Algo que viene anunciado por el siguiente comentario de la narradora: «Con el tiempo, empecé a disfrutar mucho de mis experimentos mandibulares. Al abrir la boca permitimos voluntariamente la entrada al cuerpo de las amenazas que hemos dejado afuera, no es un acto trivial, a veces también dejamos salir cosas, sonidos, principalmente».

El tercer cuento, y a mi juicio el más débil del volumen, “Mujer con torta de mil hojas”, va narrando, en breves viñetas, los preparativos del cumpleaños de un niño. Si bien hay momentos que revelan las fisuras en el matrimonio de la protagonista o incluso una inseguridad venenosa, el exceso de frialdad al narrar y la poca empatía acaban por perjudicar al relato.

Con el cuarto cuento el libro repunta y ya la maravilla no abandona hasta cerrarlo. En “Domésticos” un desconocido toma un especial interés en un perro que se ha perdido. Durante sus caminatas, sigue los carteles que lo buscan, llama por teléfono dando pistas falsas, se obsesiona con dibujarlo e incluso arma un sitio web para ayudar a encontrarlo. Ana, la dueña del perro, que nunca llega a conocer a Lucas, se preocupa de que alguien esté queriendo a su perro más que ella misma. Dice: «Alguien estaba buscando a Samy con mucho más ímpetu que ella. Si ese alguien insistía en su afán, era posible que el perro regresara a casa. A su casa».

En el quinto cuento, una mujer se obsesiona con padecer un «dolor exquisito» como el que ve en una obra de teatro del mismo nombre y de la que compró una libreta de apuntes con detalles de su elaboración. Así, comenta que: «En esa libreta de apuntes todos sufren mejor que yo. El dolor los ha definido. Ya saben quiénes son: sus contornos son inconfundibles, llevan las facciones de la persona que son y de la que serán. Pienso en ese momento que yo aún no llego a ser. Que no he encontrado mi rostro, uno hecho por mí misma. Que llevo una cara que me dieron, la primera que encontré».

La protagonista define entonces su desafío, su proyecto: «Voy a partir al revés. Voy a crear una historia para vivir el dolor. Y después la voy a escribir. La voy a contar tantas veces que se va a transformar en un dolor exquisito».

De a poco, ella va definiendo sus criterios. Se da cuenta de que, para sentir un dolor exquisito, debe construir una relación con una persona que le importe (aunque luego parezca que ni siquiera eso es garantía de nada). Se dedica a coleccionar posibilidades de dolor de la misma manera que colecciona los libros de Sophie Calle, una artista que admira, y su relación más significativa parece ser con la página de Amazon. Comenta: «Amazon me odia. Quiero comprar Douleur Exquise, el libro de Sophie Calle que inspiró a García Wehbi, pero está agotada». O, después: «Amazon me quiere. Me quiere y me conoce. Me cuida también. El 7 de abril me avisa que Douleur Exquise está a la venta. 27,31 euros».

En “Croquis estival con brisa leve” también tenemos un proyecto. Lucas, tal vez el mismo personaje de “Domésticos”, un estudiante de astronomía, decide tomar un curso de Arte Oriental y se preocupa de entregar un buen trabajo final sobre los haiku. Por último, “Cosmogonía invernal aún en tránsito”, cuenta, de modo brillante, en dosis justas, el abandono temporal de una madre y el impacto que éste tiene en sus hijas, en su familia. Nuevamente, el ojo está puesto en los objetos, y lo que ese inventario dice de los personajes y sus acciones. Miremos, por ejemplo, el comienzo: «Ganó un caso, vendió el Peugeot, perdió el juicio, tomó su impermeable negro de hombreras anchas y se fue a Moscú. Mi madre. En 1994. Dejándonos a mi hermana y a mí solas con mi padre. Sin auto. En pleno invierno».

Pero la madre vuelve y con ello llegan nuevas cosas al inventario familiar. Dice la narradora: «De esa época conservo una matrioska hermosa y terrible de diez figuritas. Un pin alado de la hoz y el martillo. Cinco rublos. Un catálogo de L’Ermitage. Un diccionario ruso-alemán-inglés. Un interés oscilante por la obra de Igor Stravinski. Conocimiento parcial del alfabeto cirílico y admiración infinita por los idiomas que se declinan». Y también: «Mi hermana no tuvo su Barbie Malibú. Tuvo, en cambio, un puercoespín de peluche comprado en algún Duty Free entre la Patagonia y Siberia, también un juguetito artesanal en madera de unas gallinitas que picoteaban mediante un sistema de cuerdas, unas matrioskas chiquititas, una bolsa de Milky Ways, una postal del Kremlin y un trauma infantil alojado en alguna parte súper importante del cuerpo. Pasó los siguientes diez años de su vida adherida a mi madre, temiendo que de un día para otro se le fuera a desaparecer».

Retrovisor es un libro de cuentos que explora, con sutileza, con atención al detalle y al peso de las palabras, todas las formas en las que podemos estar solos, esos proyectos, más o menos útiles, que hacen que las horas avancen. A ratos peca de repetición de fórmulas, como la inclusión de recetas (para un salpicón, una torta de milhojas y un chapsui de pollo) en tres de los siete cuentos, y una insistencia en enfatizar conexiones que el lector puede hacer solo, pero el resultado es, sin duda, un debut importante, la configuración de un mundo que se escucha distinto dentro del panorama de la literatura chilena reciente.


Tiempo de inventarios

Sobre el autor:

María José Navia (@mjnavia) es autora de SANT (Incubarte editores, 2010) e Instrucciones para ser feliz (Sudaquia Editores, 2015). Es Doctora en Literatura y Estudios Culturales (Georgetown University), y escribe el blog Ticket de cambio.

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