Cada vez que los cruzados tuvieron que consolidar su liderato, enfrentándose además a equipos inferiores, parecía que jugaban contra sí mismos.
Toda vida es esencialmente sufrimiento, concluyó Schopenhauer llegando a los cincuenta años. Un hincha de la Católica, en cambio, obtiene esa sabiduría desde muy niño, lo que quizá es un favor en términos de resiliencia hacia los estragos de este mundo, pero que en la práctica no es más que un triste y repetitivo camino que comienza con ilusión y termina con un predecible desamparo.
Mario Salas, el entrenador, justo después de perder con el colista y dilapidar la enésima opción de obtener el título, tuvo un arrebato de honestidad. «Nuestro sino es caer», reconoció, «pero también levantarnos». No sirve demasiado que Salas comprenda el mito de Sísifo ni que compruebe que el fútbol, como la vida, carece de sentido: un director técnico no está para filosofar sobre el absurdo sino para encontrar un estilo de juego que lo lleve al triunfo.
Si ha sido entretenido este torneo —probablemente el peor del último tiempo, cuya principal figura extranjera es un arquero de 38 años y sus mejores jugadores unos repatriados sin éxito en Europa— eso es por la impericia de la Católica. Un equipo que por plantel y continuidad debió haber sido campeón en dos de los últimos tres campeonatos, pero que dejó pasar las oportunidades —a favor del morbo y el dramatismo— como quien se olvida de activar el despertador la mañana de un examen: por pura ingenuidad.
A pesar de ser un equipo impreciso —su efectividad en los pases apenas llega al 70%, con más de cien pelotas perdidas en el partido contra San Luis— y de no tener demasiadas variantes tácticas —el 4-2-3-1 solo fue modificado en la desesperación, ingresando centrodelanteros a cambio de volantes—, los cruzados han sido el cuadro de mejor juego en el torneo, el de más tiros al arco —13 por partido— y con mayor cantidad de goles. Pero cada vez que tuvieron que consolidar su liderato, enfrentándose además a equipos inferiores, parecía que jugaban contra sí mismos, mirándose al espejo, no se sabe si confusos o espantados ante lo que veían. Petrificados, perdieron en Arica y Quillota, igual que el año pasado en La Florida y Antofagasta.
La reflexión existencial de Salas, aunque fue inoportuna para los hinchas, igual puede ser reveladora de lo que pasa en la Católica: es como si entrenador y jugadores, en una especie de iluminación tibetana, supieran que después de la victoria no hay nada, que como decía Graham Greene, todo éxito no es más que un fracaso aplazado.
«Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota», declaró Bolaño en una entrevista, «pero que hay que salir y dar la pelea, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel, e intentar caer como un valiente, y que eso es nuestra victoria». Lo triste, o esa es la impresión que deja, es que la UC no ha dado la pelea, no ha caído valientemente y, por lo mismo, ni siquiera se ha quedado con el indeseado triunfo moral.