Amy, el documental que examina el breve pero intenso universo de la diva sombría del soul.
«El amor está de alguna forma matándome», le dice Amy Winehouse a su mánager en medio de su incendiario romance con Blake Fielder. La frase retrata el breve pero intenso universo de la diva sombría del soul. Una chica judía de clase popular devorada a lo largo de 27 años por la intensidad de sus sentimientos.
Hay un momento crucial en Amy, el exhaustivo y bien alimentado documental dirigido por Asif Kapadia. Winehouse posa frente al lente del maestro del escándalo fotográfico, Terry Richardson, en su estudio. Entonces la retratada juguetea con un trozo de espejo roto simulando escribir sobre su vientre una escarificación que reza «Amo a Blake». Ese gesto congrega la vida, pasión y muerte de este ícono pop, encontrando toda su lógica en los afectos y el dolor, dos elementos que en ella siempre aparecieron indisolubles.
Esa breve pero poderosa epifanía hizo que Amy Winehouse se convirtiera en una mártir posmoderna del bullying y el veneno mediático. Hordas de comediantes y periodistas dándose un festín con su agobiante estilo de vida, sin contemplación ni ética alguna. Ni siquiera hay que pontificar desde el aburrido cuartel de los policías de las redes sociales, es tener un mínimo de compasión frente a alguien que no logra remediar su bulimia y drogadicción. Pero, claro, ¿a quién le importa todo eso? Si estamos ante una tentadora encarnación de mitos trágicos en la senda de Morrison/Joplin/Cobain, lo que queda por delante es solo demoler para suministrar la mayor cantidad de imágenes angustiosas de este bonito cadáver. El mismo que pedía dejar James Dean.
Y de repente cae un torrente de contratos, presentaciones y ofertas. Aparece el padre que la abandonó para hacerse cargo de su vida, mientras la madre, que nunca tuvo el carácter para manejar esa tempestad de tatuajes, corsets y una arrebatadora colmena como insignias, se mantiene en un —¿cómodo?— segundo plano.
Y atrás quedan unos cuantos romances de iniciación para dar paso a su imperecedera obsesión por Blake. Todos hitos que conforman la procesión del altar Back to black (2006), que terminó por instalarla en todas las entregas de premios.
Luego cae el telón y llega el mareo, los nudillos rotos y la resaca temblorosa de perder al amor de su vida y a sus amigos del barrio. No queda otra salida que cubrir los miedos con dosis peligrosas de heroína, crack, alcohol y cocaína. Los nubarrones de flashazos, a la salida de su casa en Camden Town, la enceguecen hasta irse a negro. Comienza el exilio familiar, con guardaespaldas incluidos, en la Isla de Santa Lucía, pero aún así todo es morbo, con Mitch Winehouse a la cabeza de convertirla en un souvenir.
Así y todo ni las rehabilitaciones exprés, ni los segundos aires regalados en un dueto con su ídolo Tony Bennet, ni los proyectos con Questlove y Mos Def, ni una descontaminada nueva relación con el cineasta Reg Traviss, alcanzan para desenredar la madeja que escondía en su enmarañado peinado. Como una medusa londinense que estuvo continuamente mordiéndose a sí misma, haciendo de su cuerpo una instalación permanente, Amy Winehouse es retratada sin mala leche, con reveladoras capas que enaltecen a la chica de ojos furiosamente delineados.