Danny Boyle dirige esta secuela abandonando por motivos desconocidos toda la esencia de lo que construyó con T1, sin el pinchazo intravenoso necesario para sentir que algo se está poniendo en riesgo.
Un reencuentro en constante súplica con su pasado hace de esta secuela —basada en la novela Porno de Irving Welsh— una junta intrascendente pero cargada de emotividad por lo que ya fue. Atrás quedó el desencanto nihilista como manifiesto de vida. En el momento en que Mark Renton (Ewan McGregor), comienza a vestirse forrado en Adidas a la par que lleva un Iphone como extensión de su mano, sabemos que todo está un poco perdido. Y eso hasta Iggy Pop, Queen y Blondie sonando detrás lo saben. Ahí, cuando las susceptibilidades y berrinches de turno exploten en un tanque de bencina, se puede alegar con toda seguridad respecto a ese detalle, T2 no busca criticar al paria rehabilitado (o en vías de, al menos) simplemente lo equipara con uno mas del montón, olvidando la biografía veinteañera para convertirlo sin concesiones, en un rockstar domesticado.
Esto va sobre un grupo de marginados emblemáticos, tipos que hicieron del «no hay futuro» un tatuaje espeso de líneas toscas en color grafito. Ahora todo es eventual, ningún motivo de los que se exponen en T2 es lo suficientemente fuerte para reunir veintiún años después, a estos no-tan-flemáticos estandartes de la escoria, la angustia y de las jeringuillas compartidas en alguna estación de trenes olvidada.
Mark Renton vuelve correr a campo traviesa por las calles de Edimburgo, donde todo se palpa como un deja vü, uno nada molesto, ahí están los encuadres congelados, la narrativa en elipsis, el trabajo de cámara energético, el sentido del humor sombrío y no menos deprimente, señales icónicas de esa transgresión cumbre que tuvo lugar con su estreno en 1996. También aumentó con los años la desconfianza entre los cuatro protagonistas, porque ahora y después de la traición de Mark, Simon “Sick Boy” Williamson (Jonny Lee Miller), David “Spud” Murphy (Ewen Bremner), y Francis “Franco” Begbie (Robert Carlyle), se ven obligados a entrar y salir de flashbacks porque el presente les resulta ferozmente aburrido, como un chiste mal rematado pero que en el trayecto sabe como mantener cautivo al espectador. Ni siquiera importa el ánimo de Mark por recomponer los vínculos que entre todos ayudaron a dañar lo suficiente. La banda vive en la añoranza –y en la certeza- del «todo tiempo pasado fue mejor», como entrampados en la resina de una mala mezcla de heroína que los tiene desdibujados pero jamás menos carismáticos que en los noventas.
Danny Boyle (Trainspotting, La playa, Exterminio, 127 horas) dirige esta secuela abandonando por motivos desconocidos toda la esencia de lo que construyó con T1. Obligando al cuarteto de encantadores drogatas a mantenerse a flote en una somera anécdota traducida como una resaca divertida, aunque de tan melancólica por el pasado, consigue la misma sensación de pasear por el borde de un acantilado. Pero esta vez, sin el pinchazo intravenoso necesario para sentir que algo se está poniendo en riesgo, como hace veintiún años atrás.