Trementina: Los villanos de la película

por · Octubre de 2015

¿Qué hay de nuevo y bueno sonando en Santiago? Salimos a buscar y encontramos. En este vivencial, las 24 horas que pasamos con los niños terribles de la nueva música chilena.

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Invité a Trementina a mi casa a fines del 2013, la primera vez que vinieron como grupo a Santiago desde su natal Valdivia. Me entusiasmaron desde el comienzo. Aparte de gustarme, nunca habían dado una entrevista presencial y la historia que tenían para contar estimulaba mi olfato periodístico: cuatro veinteañeros shoegazers cuya música, grabada con precarios recursos en una pieza, llegó a oídos del dueño de un sello japonés que los fichó para editarlos allá, a 17 mil kilómetros de distancia.

Fue una conversación desordenada, pero me confirmó que había sustancia detrás de la onda. Lucas, el bajista, diagnosticó que «el shoegaze es súper internacional, es como si todos los grupos de este estilo viviéramos en el mismo país, están conectados». Coincidí. Seis años antes de conocer a Trementina, anduve obsesionado con el disco homónimo de Heavïness. Cantaban en inglés, pero eran suecos. Cuando respondieron el correo que les escribí, pidiendo fotos en alta resolución para sacar una nota sobre ellos en Extravaganza!, aproveché el pánico y solicité el envío de un CD. Me derivaron con su sello en Japón. Al par de semanas, recibí en Santiago, enviado desde Tokio, el material grabado en Estocolmo por nórdicos que sonaban como británicos.

Ese día quedé sorprendido por el calibre de los argumentos y conceptos que expuso Vanessa, la cantante, oradora veloz y muy lúcida a ratos. Consultada sobre la originalidad, lisa y llanamente dijo que «no existe». Para ejemplificarlo, se puso a hablar de maestros y aprendices, de Egon Schiele y Gustav Klimt, de Velvet Underground y Yo La Tengo. «No está mal que algo te influencie y te motive (…) Desde lejos, algunas cosas se ven idénticas a otras. Hay que acercarse para percibir la diferencia».

Cristóbal, el guitarrista, resultó ser un nerd musical. Como el más consumado instrumentista dentro del grupo, no esperaba que fuese de otra forma. Después de apretar stop, nos pusimos a conversar de rock de los 90. Tenía una copia en CD de Love Tara de Eric’s Trip. Intuí que le podía gustar y así fue. Aproveché para contarle que, como él y Vanessa, los miembros de ese grupo también eran pololos y que habían grabado ese álbum en plena separación («si terminan, hagan un disco así de bueno»). El orgullo reciente de mi colección en ese momento eran los dolorosamente costosos vinilos de My Bloody Valentine. Para mi sorpresa, Cristóbal prefería Isn’t Anything sobre Loveless.

El anhelo a corto plazo de Trementina: venirse a Santiago. Estaban aburridos de Valdivia, donde se sentían incomprendidos. Confiaban en que la capital sería la mejor opción para instalarse a desarrollar una carrera. Más lejos aun estaba el sueño de tocar en Japón, algo de lo que habían conversado tentativamente con Vinyl Junkie, la compañía responsable de distribuirlos en el mercado oriental.

Pasaron casi dos años antes de verlos de nuevo.

Cuentos de terror

Camino por Compañía escuchando “Fascination” de David Bowie en repeat. Es viernes, el reloj marca las 10 de la noche. Dirijo mis pasos hacia la casona del Barrio Yungay donde los miembros de Trementina viven juntos. La Peluquería Francesa es el punto de referencia. Desde la calle se escucha la música que viene del asado al que me convidaron. Punchi punchi de escuela dark y beat frenético. Abajo hay anticuchos vegetarianos y mucha gente. Arriba, nueve piezas. En la más grande, Simón, el batero, está con otro piño. Una amiga lo tatúa mientras el resto conversa alrededor del proceso.

Me entero de que muchas cosas cambiaron: no les gustó Santiago, el viaje a Japón se hizo realidad, Vanessa y Cristóbal terminaron. Él ahora encuentra que Loveless es mejor que Isn’t Anything.

Alrededor de la mesa de la cocina, empieza el desahogo grupal: «Estamos desilusionados de Santiago, de Chile. Pensábamos que acá no íbamos a tener los problemas de pueblo que tuvimos en Valdivia, pero ha sido la misma hueá. Cahuines y rechazo. No le caemos bien a nadie. Somos los malos en todas las historias». Pido un ejemplo: «Como Cristóbal le pega a su guitarra en “Stargazer”, para lograr un sonido específico y porque es parte del show, inventaron que éramos de plata y por eso no cuidábamos los instrumentos». Aquí Vanessa se sulfura: «Nosotros estamos solos acá, a la chucha lejos de nuestras casas. Cuando volvemos de tocar, no hay una mamá esperándonos, no hay nadie. Todos tenemos que trabajar de meseros, atendiendo giles. A mí no me pagan las cosas mis viejos.»

Cristóbal asegura que «la escena indie en Santiago está controlada por ciertos hueones que se pasan los pitutos entre ellos. Las marcas les dan plata y ellos la mueven con su círculo. Le pagan más a sus amigos que hacen el catering que a las bandas que invitan a telonear grupos extranjeros. Te marginan si eres puntudo y no les quieres chupar el pico, porque a ellos les encanta que las “bandas chicas” les chupen el pico. Pero nosotros en Valdivia ni siquiera sabíamos quiénes eran, así que los miramos como iguales. Lo peor es que, cuando vienen bandas de afuera, ellos son los que representan al país.»

No hay forma de citar los cuentos de terror que siguen. Los cuatro se agolpan a narrarlos e interrumpirse entre sí. Nadie termina una frase. Tienen que ver con el chaqueteo de parte de otros músicos («prefieren andar peleando en vez de trabajar juntos»), la incomprensión de los locales («siempre nos piden tocar más bajo»), el desdén por los equipos adecuados de algunos organizadores de conciertos («son herramientas, no tocamos con cualquier hueá»), la lentitud del sello a cargo de la distribución chilena de su LP («desde el año pasado estamos esperando el vinilo») y la hostilidad de cierto productor local («se rió de nosotros porque queríamos grabar una canción por pistas y usando metrónomo»).

Con pena, Vanessa declara que «acá hay una caza de brujas. Los que te escuchan dicen “ah, suenas como esto y esto otro”. Nadie te dice “qué bacán que ustedes sean jóvenes y hagan música, seamos amigos”. Nosotros llegamos acá y publicamos la dirección de la casa. “Vengan los que quieran”. Y llegaron personas que nos seguían, gente que no conocíamos de antes, y se quedaron ¡y se curaron!».

Me doy cuenta de que Trementina y yo estamos de acuerdo en algo esencial.

Que lo explique Lester Bangs: «Si el rock and roll es una forma de arte verdaderamente democrática, entonces debe partir por casa. Eso significa que las infinitas y totalmente repugnantes murallas entre artistas y audiencia deben venirse abajo, el elitismo debe perecer, las “estrellas” tienen que ser humanizadas, desmitificadas, y la audiencia tiene que ser tratada con más respeto. De otro modo, todo es insignificante, una estafa, y esta música está tan muerta como los Stones y Led Zep».

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Algo huele mal

Japón es otro mundo, explican. Una realidad paralela. «Antes de tocar en vivo, te pasaban una pauta en la que podías marcar qué querías, hasta podías elegir el tipo de luz». Entre sus compromisos, el festival Whitenoise Superstars, donde compartieron con la banda que da nombre al encuentro, Astrobrite. De Scott Cortez, su líder, no sintieron nada parecido a la antipatía santiaguina. Todo lo contrario.

Aparte de un festival bautizado en honor a uno de sus discos, Astrobrite inspiró al ascendente grupo ruso Pinkshinyultrablast, llamado así por otro álbum de su autoría. Se trata de un proyecto de relevancia superior a la media, y aun así su timonel se relacionó en backstage con Trementina de una forma cercana, opuesta al trato que acusan haber recibido en Chile de parte de músicos mayores. «Antes de Astrobrite, una de las bandas japonesas que se presentaba tocó un cover. Scott quedó pa’ la cagá. Nos decía “¿cómo voy a poder superar a un japonés tocando mi propia canción?».

Otro con el que hicieron buenas migas fue Narasaki, auténtico rockstar nipón («cachamos que era famoso porque la gente en la calle le pedía fotos y autógrafos»), voz y guitarra de una banda de culto, Coaltar of the Deepers, que desde 1991 cultiva una iteración del shoegaze basada en la proeza técnica. Su calidad instrumental es reconocida en distintos terrenos, no sólo en la escena a la que pertenece, donde ocasionalmente colabora con Astrobrite. También musicaliza series y películas de animé, Dragon Ball por ejemplo, y es una de las mentes detrás de ese extraño y fascinante engendro llamado Babymetal. «Narasaki los encuentra muy buenos», le dijo emocionada la tour mánager a Trementina, que recién de vuelta en Santiago se enteraron de la magnitud del piropo que habían recibido.

Algo huele mal en Chile, temo. Las cosas que cuenta Trementina se parecen a las que me decía C-Funk en un desayuno post entrevista. Meses antes de que Los Tetas regresaran, conversamos sobre su carrera en solitario y abordamos temáticas similares. C-Funk, que repartía su tiempo entre California y Santiago, acusaba el chaqueteo nacional y aseguraba que «allá ningún músico se da tanto color como acá». Una vez, no tenía bajo para dar un concierto y Greg Christian, de los fundamentales metaleros Testament, que ensayaban al lado, le cedió el suyo por iniciativa propia. Cuando lo invitaron a telonear a Raphael Saadiq, prominente figura del soul, fue él quien personalmente le preguntó si no tenía problemas en usar sus equipos por asuntos de tiempo («me lo pidió por favor»).

La prensa, pienso, es bastante parecida. La mayoría de los colegas a los que me acerqué cuando empecé a escribir jamás me pescaron. No respondían correos electrónicos, jamás los veía en un concierto y, si los pillaba, eran pesados en persona. A ninguno le importó que hubiese alguien nuevo y entusiasta dedicándose a lo mismo que ellos. ¿Quién sí se dignó a dialogar un poco? Everett True, una de las plumas anglo que más he gozado leer, el amigo personal de Kurt Cobain que vivió y documentó el grunge, el compinche de Alan McGee que inauguró el catálogo de Creation Records. Un bacán de verdad. Incluso tomó en cuenta una sugerencia mía y publicó en su blog acerca de Colombina Parra.

Cómo no entender la desazón de Trementina.

Noto que hay un patrón: congenian más con extranjeros. «Mientras grabamos “Fall Into Your Bed” con Pablo Giadach, apareció Jack Endino y le gustó tanto que terminó metiendo mano en la producción», asegura una orgullosa Vanessa. «Yo le dije “oye, ¿y qué pensai? ¿A qué encontrai que se parece? Porque acá siempre nos comparan con My Bloody Valentine», y se quedó pensando. Después de un rato callado, dijo «a nada, no sé. Los de My Bloody Valentine cantaban tan mal, que tenían que subirle la sensibilidad al micrófono y susurrarle. No tenían personalidad, y a ustedes no les falta personalidad».

El tecladista de The Black Angels, Kyle Hunt, les puso una tentadora oferta sobre la mesa. «Nos dijo “les cobro dos palos y se vienen por dos semanas a grabar en Austin conmigo, en un estudio a orillas del río, donde han estado los Explosions in the Sky. Vengan, se quedan en mi casa, hacen una gira”.» Estanislao López, responsable de mezclar el material de una recomendable agrupación argentina de tinte shoegazer, Asalto Al Parque Zoológico, fue más allá: masterizó gratis “Fall Into Your Bed”. «El Estanislao estaba rayado, pero rayado, con nosotros».

Nosotros siempre flotamos

No todo es tan oscuro en Santiago, hay grupos con los que han formado lazos. Abajo, rondando la parrilla en búsqueda de un anticucho, Cristóbal me presenta a Lou, una pálida chica vestida de negro que, junto a su amigo Andy, forma un dúo de witch house llamado Blame Venus. Como Trementina, llamaron la atención de oídos foráneos: los invitaron a tocar a Moscú en Witchout, un evento que congrega a una considerable porción de la juventud alienada por el régimen de Putin. El otro grupo del que me hablan con aprecio es Velódromo, compañeros de generación y -detalles más, detalles menos- de estilo. «Vinieron a la casa. Ellos son como nosotros, no están ni ahí».

En una ida a comprar cerveza, pasamos a la Plaza Yungay por unos porros. Buscando papelillos, nos instalamos en la pieza de Simón, que anda un poco tripeado y muy comunicativo, y me muestra que usa un tom como mesita porque «lo vi en tu departamento y de ahí saqué la inspiración». Conversamos largo y tendido con él y Lucas. Conecto el celular a los parlantes, pongo el último disco de Kurt Vile. Estoy a gusto. Como fui criado en Concepción, siento que no hay nada como la hospitalidad sureña.

Falta harto para que acabe la noche, pero ya se conversa sobre qué almorzaremos al otro día. No sé si quedarme o no. Por mi cabeza rondan los consejos de Everett True para aspirantes a críticos musicales. «Don’t outstay your welcome», o básicamente «no abuses de tu bienvenida». Pico con las reglas, sentencio. El sábado resultó ser un placer: comimos falafel y tortillas, bajamos unas Baltica en lata, volvimos a la Yungay, escuchamos a Martin Newell. Las chicas se hicieron masaje capilar y lucían como si un dinosaurio les hubiese lamido la cabeza, cosa que se tornó chistosa cuando una de ellas se puso muy seria a leer a Rimbaud en voz alta y en inglés. Andy de Blame Venus me contó cómo es tirarse speed y 25i. «Toquemos para el Andrés», dijeron los Trementina, y se mandaron una versión fantástica de “Fall into Your Bed”. No me di cuenta y ya era hora de once. Lucas me preparó el mejor sándwich de la historia, delicioso, con carne y queso. Sólo tuve una palabra para describirlo cuando me preguntó qué tal: «¡excelso!». Decido irme 24 horas después de haber llegado, únicamente porque necesito una ducha y mi cepillo de dientes.

Pero volvamos a la noche anterior.

La vida es un agrado en la casa de Trementina, suficientemente grande y aislada como para que el ruido no sea una preocupación. Cerca de las tres de la mañana, después de tomarnos la mitad de un ácido entre los dos, Cristóbal se puso a guitarrear con el hermano mayor de Simón en batería. Es una bulliciosa improvisación stoner que me hace pensar en una mezcla instrumental de Sixty Watt Shaman y Kyuss. No fue sólo el LSD: sé que estuvo buena porque se llenó de gente. Hubo baile, besos, risas.

Derretido en un sofá, le digo a Cristóbal que «hagamos la entrevista más rancia del universo». Jamás había tenido la oportunidad de grabar una conversación a tan altas horas de la madrugada, menos en estas condiciones. Quise aprovecharla. Nos sentamos en la mesa de la cocina, atacamos una bolsa de pan y tratamos de sostener algo parecido a un diálogo coherente. Fallamos. Como estaba en una frecuencia similar, entendí todo lo que quiso comunicarme, pero, a la hora de transcribir, me di cuenta de que nuestro diálogo consistió en una serie de balbuceos, carcajadas y frases inconclusas.

De todos modos, saco en limpio algunas cosas.

-La decisión de emigrar es definitiva: «Nos queremos puro ir, vamos a juntar las lucas y en un año más fijo que ya no vamos a estar acá en Chile».

-El grupo es un proyecto de vida: «Somos pendejos y nos gusta el hueveo, todo lo que querai, pero nuestro trabajo es nuestro trabajo. Nos tomamos en serio lo que hacemos».

-La clave de la calidad de Trementina está en una dinámica que explota las habilidades individuales y las vuelve un aporte para el conjunto: «Cuando se me ocurre algo en la guitarra, yo sé que la Vane le va hacer una melodía y una letra; que el Lucas, que es un clever, le va a hacer un bajo y hasta un video, y con el Simón dentro ya va a ser una canción».

-“Fall Into Your Bed” es el comienzo de una nueva etapa: «Hemos cambiado caleta y esa canción tiene lo que andábamos buscando. Algo que a la gente se le pegue».

Cristóbal comenta que ahora en Chile hay cada vez más grupos tocando shoegaze. Que el género «se masificó». Basta esa afirmación para encender la mecha del debate. Le confieso que una vez preparamos un especial sobre discos de 1991 en una publicación donde trabajé con un periodista de renombre, de esos que venden un supuesto entendimiento de fenómenos y tendencias musicales, y nunca pude lograr que apreciara la importancia de Loveless. Para él, empecinado en reforzar la falsa idea de que todos los nombres canónicos del grunge hicieron algo imprescindible ese año, importaba más poner Badmotorfinger de Soundgarden, pese a ser una obra menor en comparación a Superunknown. Por la cresta, me acuerdo y me da rabia. Hasta aparece Innuendo de Queen. ¡Innuendo de Queen! My Bloody Valentine quedó fuera de ese recuento, pese a su impacto en grupos tan populares como Deftones y Smashing Pumpkins, y al eco que tuvo en radios de estos lares mediante los mejores años de Lucybell y el entrañable Play de Solar.

¿Masivo el shoegaze? En la puta vida. Me consta que predomina la ignorancia en torno a ese legado. Fuera de la burbuja indie, claro.

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No somos todos iguales

Vanessa, que ya se había ido a acostar, pasa por afuera de la cocina y Cristóbal la invita. Anda en pijama y su pelo parece un homenaje a Gloria Trevi y la Chimoltrufia. Siento la tentación de burlarme, pero ando igual de ridículo: llevo puesto un casco de bicicleta demasiado chico para mi enorme cabeza, con la correa a punto de estrangularme.

Llama mi atención que Vanessa se ponga a hablar sobre lo que preparan para «cuando saquemos el primer disco». Pregunto qué es, entonces, ese material ya editado (Brilliant Noise en Japón y Almost Reach the Sun en Chile). «Son epés, mini discos. Lo que suena de nosotros ahora es del 2013, cuando no teníamos ninguna pretensión como banda. Recién sacamos “Fall into Your Bed”, que es de abril del año pasado. La idea es que nadie sepa nunca en qué estamos, sino ir un paso más adelante, mostrando la cola. Hemos cambiado. Recién ahora con el viaje a Japón sentimos que ya sabemos cómo se toca esto. Evolucionamos tanto que, cuando lancemos nuestro primer disco, va a ser WOW».

«Nos costó lograr un acuerdo entre los cuatro sobre cómo había que sonar, pero en estas canciones llegamos a un punto en que estamos OH YEAH». La voz de Trementina se explica con onomatopeyas. «Todos estamos felices y eso no es fácil. Cristóbal es un shoegazer del alma, yo no. A mí lo único que me importa es que la música me dé un FFFSSSHHH», dice gesticulando como si recibiera un golpe de energía. «Que me den ganas de bailar, de sentirme liberada».

Hablando de soltarse, en la pieza contigua hay una pareja teniendo una épica sesión de sexo. Por sus gritos, al menos ella lo está pasando fenomenal. Cristóbal aplaude y vitorea como barrista. Vanessa reacciona igual que Cecilia Bolocco en Viva el lunes cuando Álvaro Salas contaba chistes subidos de tono. Lo reta, pero tampoco se aguanta la risa: «es la sinfonía del amor, así le decimos en la casa».

Los miro y no deja de sorprenderme lo civilizada que es su relación. El término del pololeo entre Cristóbal y Vanessa pudo haber sido la condena a muerte de Trementina. Que el grupo lo sobreviviera reafirma su compromiso con la música. «Primero éramos amigos, Cristóbal no tocaba con nadie salvo conmigo, porque se ponía rojo, y yo sólo tocaba con él porque no me atrevía a hacer música. Crecimos juntos, y eso va más allá de quién se acueste con quién. Tenemos un sueño en común y dejamos todo botado para venir a vivir acá con los chicos, porque al final los cuatro somos parte de algo, de una relación entre todos. Siempre nos vamos a respetar y apañar».

Trementina destila arrojo. Me cuesta imaginar que su cantante haya sido tímida alguna vez, pero asegura que así fue y que por eso aprecia a quienes la escuchan: «el arte es muy personal para mí, las canciones de Trementina están ligadas a mi vida. Siento que, si te gustan, te está gustando una parte de mí. Si te gusta mi música, te caigo bien yo. Antes era algo muy mío, ahora es muy nuestro. No puedo creerme el cuento si, en el fondo, te estoy dando mi cariño y me estoy exponiendo».

Caigo en cuenta: hay una profundidad casi insondable detrás del ruido, de los colores, de la juventud exultante. «Tengo un tipo de bipolaridad y cuando chica tomaba pastillas hasta que el psiquiatra me dijo “no debería contarte esto, pero te voy a matar si te sigo dando pastillas. Déjalas. Todo esto es un invento de los doctores para controlar a la gente que se les escapa de las manos”. Nunca se me va a olvidar. Si le hubiesen dado pastillas a todos los bipolares del mundo, no tendríamos artistas, no tendríamos nada. Yo no quiero vivir reprimiéndome. ¿Por qué tengo que terminar una carrera, tener hijos, casarme, trabajar y morir? ¿Por qué mierda, si somos miles de millones, todos tenemos que hacer lo mismo?».

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Trementina: Los villanos de la película

Sobre el autor:

Andrés Panes (@panesandres) es periodista musical.

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