El libro de Naoko Abe, El hombre que salvó a los cerezos, entrega visiones del Japón moderno y sus relaciones con Inglaterra durante los siglos XIX y XX, así como la evocativa historia de un inglés y su devoción por un árbol.
Por Laurence Green.
Traducción: Patricio Tapia
Si vamos a leer la historia como el relato de grandes individuos, entonces pocas personas estarían mejor situadas para simbolizar los lazos entre Japón y Gran Bretaña a lo largo del siglo XX que Collingwood “Cherry” Ingram. Nacido en 1880 y viviendo hasta los cien años, la amplitud de la vida de Ingram —y su pasión por cultivar y preservar los árboles de cerezos— se percibe de una estatura apropiadamente épica. Esta maravillosa biografía, escrita de manera tan elocuente por Naoko Abe, captura de manera crucial no sólo la historia de la propia vida de Ingram, sino el espíritu de la época en que vivió: los últimos días del Imperio, de Gran Bretaña y Japón, que luchan por equilibrar la tradición eterna con los ritmos implacables de la modernización. Es un relato elegíaco, teñido con la misma belleza agridulce de los amados cerezos de Ingram, pero uno que resuena con la humanidad y el deseo de las personas buenas y honestas de preservar lo que más les importa.
El libro rápidamente presenta una irresistible imagen de Ingram, un arquetipo perfecto del ocioso caballero eduardiano, si es que alguna vez hubo uno. Al detallar su crianza privilegiada y sus ilustres antecedentes familiares (su abuelo fue el fundador de The Illustrated London News), los capítulos iniciales se sienten casi como un episodio de Who Do You Think You Are, el programa de la BBC sobre las historias genealógicas y familiares de las celebridades. Estos capítulos del libro son copiosamente evocadores de la época, dando inicio a un verdadero “Quién es Quién” de figuras prestigiosas de las clases altas británicas que continúa a lo largo del libro. A medida que la relación de Ingram con Japón se desarrolla después de los viajes en 1902 y 1907, aquellos familiarizados con la interacción temprana de las relaciones entre Japón y Occidente encontrarán referencias a muchas caras conocidas: Engelbert Kaempfer, Lafcadio Hearn, Algernon Freeman-Mitford, entre otros. Dicho esto, si bien los conocedores de los períodos pertinentes de la historia japonesa sin duda sacarán más provecho de este volumen, Abe se esfuerza por ilustrar que esta edición del libro (adaptada de una versión japonesa publicada hace algunos años atrás) ha sido completamente desarrollada con el material adecuado para facilitar a los recién llegados el apropiado contexto cultural e histórico.
Por supuesto, Abe —una periodista y escritora japonesa que ahora vive en Londres con su marido británico— se siente particularmente bien posicionada para catalogar la vida de Ingram. El ojo de reportera para los detalles meticulosos y una poderosa narrativa central se combina con algunas anécdotas personales muy cautivadoras que le dan un toque más cálido y una forma de expresión, a ratos, casi novelesca. Para un libro que debe depender en gran medida de las palabras para transmitir la belleza incontrolable de los cerezos en flor, parece natural que se le dé rienda suelta al uso de una rica panoplia de descripciones, asegurando una emotividad en el lenguaje que eleva esto por encima y más allá de un simple relato de los hechos de la vida de Ingram. Y para cuando fallan las palabras, una sorpresa adicional del libro es la amplia colección de bocetos de archivo, dibujados a mano por el propio Ingram, un hombre, din duda, de muchos talentos.
De aficionado entusiasta a experto con aspecto de estadista, es palpable la pasión de Ingram por el árbol de cerezo así como la misma obsesión de un observador de trenes pero por la catalogación y la recolección de nuevas variedades. El libro recuerda muchas aventuras memorables, entre las que destaca la de los esfuerzos de Ingram para restaurar la variante del Taihaku o “gran cerezo blanco” para Japón. Después de cuatro años de esfuerzos fallidos para enviar una muestra cortada de su jardín de regreso a Japón, finalmente encontró una solución: encajar los tiernos vástagos en papas y enviarlos a través del ferrocarril Transiberiano, asegurándose de que llegaran lo suficientemente rápido y lo suficientemente húmedos para evitar los peligros de marchitarse en el camino.
Las propias palabras de Ingram, registradas meticulosamente en las entradas de su diario, resuenan con un lirismo fervoroso y un evidente amor por la belleza natural. El efecto es como bañarse profundamente en sucesivos lavados de las flores de cerezo, cada nueva gradación de color besando suavemente los sentidos. Este es un libro para los amantes de la naturaleza de principio a fin, y se saldrá de él sintiéndose como si le hubieran dado un curso intensivo de horticultura, algo que imaginamos que el propio Ingram —cuyo tomo de 1948, Ornamental Cherries se convirtió en un clásico instantáneo— aprobaría.
Yendo más allá de la propia vida de Ingram, el verdadero corazón del libro reside en su contraposición de los gloriosos idilios de la campiña británica a finales del siglo XIX y principios del XX con los horrores de la guerra y la consiguiente pérdida de una edad de la inocencia, de alguna forma más sencilla. Tanto para Gran Bretaña como para Japón, al parecer, la vieja forma de hacer las cosas —de comprometerse y apreciar lo salvaje en lugar de suavizarlo y homogeneizarlo— estaba condenada a morir lentamente frente a la modernidad; tanto más cuando estas imágenes de pasados idealizados se transformaron y se convirtieron en burdas visiones del nacionalismo. El doloroso detalle dado a los horrores que enfrentan los prisioneros de guerra británicos, así como los últimos momentos fugaces de los pilotos kamikaze japoneses, son casi demasiado para soportarlos. Y, sin embargo, se sienten como simbólicos, no sólo por presentar una instantánea de la compleja y enredada relación entre Gran Bretaña y Japón antes y después de la Segunda Guerra Mundial, sino también por cómo Ingram tuvo que enfrentar sus propios sentimientos por Japón. Al utilizar la vida de Ingram como una “entrada” en las complejidades morales más espinosas de la historia, los lectores son guiados a través del material con una mano sensible pero inquebrantable.
Para aquellos que son novatos en la historia de las relaciones anglo-japonesas y el significado simbólico del árbol de cerezo, no podría haber una mejor introducción que esta. El libro de Abe es extremadamente accesible. Y para aquellos que ya han leído innumerables repeticiones paso a paso de la historia japonesa desde la Restauración Meiji en adelante, la opción de Abe es un desvío refrescante. La universalidad de la historia de Ingram —y cómo se vincula con narrativas más amplias sobre Gran Bretaña y Japón— tiene un claro atractivo.
A la vez una historia trepidante y un trabajo serio de ambición académica, el relato de Naoko Abe sobre la vida de Ingram, triunfa gracias a que es más que una simple biografía. Es una carta de amor a las alegrías que la vida puede revelar cuando encuentras una pasión y la haces tuya.
Artículo aparecido en The Japan Society Review 14-4 (2019). Se traduce con autorización de su autor y de la revista.