Ya nadie eleva volantines

por · Septiembre de 2014

Se les teme porque mejor lo hacen los niños. Porque cielo no queda. Porque los cables abundan. Porque no hay tiempo, ni ánimo.

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Ya nadie eleva volantines. Porque cielo no queda. Porque los cables abundan. Porque edificios gigantes imponen más que dos palos de madera y un trozo de papel flotando en el cielo azulado lleno de puro chile. Sobre todo en estas fechas. O incluso antes, a finales de julio, cuando los volantineros ponen a prueba sus creaciones con pequeños testers ansiosos por que la primavera acompañe sus tardes de ocio en el parque o en las calles de su barrio.

Porque bastaron un par de medios pavos atrapados entre los cables para que la ambición matara al niño electrocutado. Y fue. Poco a poco la tradición del volantín fue estigmatizada, además, porque el hilo curado con vidrio molido y cola fría degolló a motociclistas apurados, cercenó dedos y cortó venas de descuidados transeúntes. Ajenos a la ciencia de la contra-corriente de aire que encumbra rombos de distintos tamaños y colores. No videntes del cable a tierra de Benjamines Franklines sin ansias de ciencia. Niños, jóvenes y adultos en busca sólo de entretención y evasión de realidades íntimas en la desequilibrada templanza del techo hogareño.

Igual o más ajenos somos hoy a la magia de ser capitanes de un objeto volador sumamente identificable para cualquiera que se haga llamar chileno, cuyo control, velocidad y dirección queda a nuestra merced. El volantín como dispositivo de dominio y poder. Un hábil y poderoso conquistador del espacio aéreo doméstico. Ese que nosotros, los que andamos a pie, podemos apresar con un poco de tiempo y la necesaria maestría de mantenerlo en el aire.

Los volantines son como postales que se adosan a un fondo sin fondo. A esa capa de color oscilante entre calipsos y grises, prefiera usted la estación. Son símbolos de enaltecimiento y encumbramiento de lo que nosotros no: nuestros propios cuerpos. Ícaros de papel, delicados y frágiles como el organismo humano. Cambiantes e inquietos según su tamaño. Que cuando uno con otro se encuentran, realizan comisiones y compiten. Tal como se estila en las convenciones sociales occidentales. Mismas virtudes y mismos defectos.

Pavos, medios pavos y ñeclas; si hasta incluso podrían tener edad. Mariposas también las hay y sexualizarlos no sería tarea ardua. Elevar volantín no es una rareza. El volantín es tan potente que no fue arrojado al baúl del patrimonio mental de nosotros, los chilenos, siempre tan pendientes de no verse ni escucharse auténticos. El volantín es tanto hoy como lo fue ayer.

Pero pasa que ya nadie los compra. Y quedan tan pocas personas elevándolos que terminan siendo profesionales; forman la elite del aire casero y lo amansan como buena fraternidad de intelectuales, como buen bar lleno de alcohólicos, como buen palacio de gobierno lleno de patrones. Si fuera disciplina olímpica, de seguro nos aseguramos aunque sea una medalla. Seamos sensatos: si se elevaran tantos volantines como pelotas se chutean, seríamos todos mediocremente talentosos con el hilo y el carrete, igual que en el fútbol.

Quizá es mejor que sea así. Que elevar volantín termine siendo un bonito adorno del Parque O’Higgins todos los 19 de septiembre. Mero techo que cubre las cabezas de soldados viviendo el momento más excitante de sus carreras en un país lo suficientemente cobarde como para inmiscuirse en una guerra.

Figura de una práctica bien olvidada. Reservada para memorias y recuerdos que tanto nos gusta acumular y evocar. Porque para vivir presentes mejor experimentamos vidorrias ajenas a través de pantallas abiertas en horarios primes. Porque la metrópolis se tragó al barrio. Y flanqueó a la plaza con obstáculos, con cables, postes, árboles demasiado grandes, concretos a prueba de gravedad y asfaltos exclusivos para el roce con los cauchos de neumáticos que ruedan a asesinos kilómetros por hora. Se les tiene miedo y se les teme. Porque mejor lo hacen los niños, porque no hay espacios, ni tiempo, ni plata, ni ánimo.

Y entonces ya nadie eleva volantines.

Ya nadie eleva volantines

Sobre el autor:

Alejandro González (@alejandrismos).

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