El Chile 2 México 1
La ciudad, para alivio de los mendocinos, estaba vacía de chilenos. Tranquilidad. Los hostales silentes, la plaza relajada. Mendoza volvió a ser argentina por medio día.
Después de un Uruguay-Perú entrete, donde los uruguayos buscaron y los peruanos encontraron, vino el Chile-México y el clima era de absurda confianza, como si todos hubieran vivido en el futuro y supieran que ese partido ya se ganó. Era claro: Chile podía ser su peor enemigo.
En una pizzería a las 10 de la noche estaba lleno de familias completas —papá mamá hijos grandes y chicos abuelas— llegando recién a comer algo. El mismo escenario en Santiago no se puede replicar: a la misma hora de un lunes, la gente se está yendo, los locales cierran, la ciudad se empieza a morir. Acá recién estaba empezando.
Habían por ahí sentados unos chilenos piola, casi escondidos en sus parkas, volviendo a jugar el papel de chilenos normales. También había otro, pero que hablaba como argentino y se llamaba Juan.
Juan: un chileno que terminó de crecer en Argentina y que habla, come y piensa como si hubiese nacido ahí. Dijo que se siente chileno, pero quizá se le nota sólo en la cara de estudiante tímido y mal afeitado, con sus lentes y su ojo derecho que mira a cualquier lado.
Es raro, porque Juan dijo sentirse chileno y ser hincha de la selección, pero mientras habla sólo se le ve elogiar la cultura argentina —o mendocina, en este caso— y demostrar lo orgulloso que se siente de pertenecer a ella. Primero, dijo, porque las minas son mejores. Segundo, siguió, porque la comida es mejor (“acá la gente está acostumbrada a comer bien y sin pagar mucho. En Chile es al revés”). Y tercero, porque estudia gratis y sólo paga $80 chilenos en su pasaje de micro.
Mientras, en la tele, Chile parecía ser todavía un equipo entrenado por Bielsa: la misma intensidad, la misma presión, la misma falta de finiquito. A Sánchez se le veía participativo pero nervioso, y a Suazo lento. Borghi insistió con Medel y Vidal en el medio, que acompañaban bien los ataques pero se les iban las marcas. Los argentinos que relataban en TyC el partido elogiaban el juego de la selección, pero pronosticaban el drama que se vendría si se demoraban en hacer el gol, si se seguían apurando tanto en la definición. Predicción cumplida.
Los mendocinos, me dijo Juan, odian a los chilenos. Secretamente, quizá. No te lo van a decir nunca. Porque pueden ser los más amables del mundo cuando tienen que atenderlos o venderles algo, pero en el fondo, decía Juan, los odian, y les revienta las pelotas que estén dejando la cagá y gritando sus gritos por donde van. Que estén apoderándose de su ciudad.
En Mendoza hay también bolivianos y peruanos, pero entre ellos se llevan bien, y los argentinos no les dan bola. No les molesta su presencia. Pero Juan dijo que a los chilenos los odian todos: bolivianos peruanos argentinos todos. Y parece verdad: cada vez que suena un ceacheí fuerte, de esos que salpican saliva, uno ve en el resto esa sonrisa que trata de simular la ebullición que vive por dentro cada mendocino cuando escucha a un chileno enrostrarle su chilenidad, como si fuera una especie de pueblo bárbaro, una tribu de trogloditas que viene a intervenir la civilización. Y así lo soportan y resisten: porque ellos, viste, son el país culto de la región.
Chile buscó y buscó por abajo, con paredes apuras y pases profundos muy profundos, pero los goles llegaron por arriba. Un córner luchado y un cabezazo de Vidal calcado al que le hizo a Venezuela por eliminatorias. Fórmula más que válida para destapar partidos que se complican solos, que se enredan por pura ansiedad, que casi se pierden de pura ilusión acumulada. Lo bueno es que el estilo no cambió como esperábamos todos, que se salió a presionar, a atacar y a proponer.
Mientras los favoritos se lamentan, Chile ocupa el vacío de buen juego que tenía la Copa, encanta a los medios argentinos y enloquece a las miles de muchas camisetas rojas que atestan la ciudad. Estará lindo ver cómo es que Mendoza soporta a un enjambre de agrandados chilenos, que crecerá en número y en zumbido.