Falsos árboles plásticos

por · Marzo de 2012

Falsos árboles plásticos

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Una crónica emo-romántica entre el backstage y el extraño país en que se transformó el Parque O’Higgins en abril del año pasado. En esta serie de artículos -que puedes seguir acá– te llevamos las escenas que nos marcaron del último Lollapalooza 2011. El primero en Chile, que este fin de semana va por más historia.

Falsos árboles plásticos

Una crónica emo-romántica entre el backstage y el extraño país en que se transformó el Parque O’Higgins en abril del año pasado.

// Por Daniel Hidalgo • Fotos: Álvaro Farías y Andrés Ghiorzo.

Cuando cabro chico, una tía me invitaba a pasar con ella las vacaciones en Olmué, junto al resto de su familia, o sea mi tío y mis primos, pero también junto a otras familias. Entre todos arrendaban una casa con una piscina enorme, rodeada de plantas y árboles, que no sé por qué la gente de Santiago les dice “cabañas”, quizá porque las construcciones son de madera y quedan lejos de su ciudad, cosa rara para alguien que siempre ha vivido en provincia, en una casa de ese material. En particular, recuerdo siempre el último día, tras la semana de vacaciones, en donde todas las cosas estaban reunidas en algún rincón, los bolsos, las bolsas, los sacos de dormir, listos para llevarlos al auto y ponerle el The End al paseo, y volver a donde siempre pertenecimos.

Esa misma sensación tuve casi 20 años después, el 3 de abril del año pasado. La escena era similar: estaban las mochilas cargadas, amontonadas bajo mis pies, los notebooks cerrados, y el resto del equipo amarraba unos cables y unos cargadores. Habíamos cubierto dos días de la versión chilena de Lollapalooza y cerrábamos la cortina con un gusto agridulce, habíamos dado harto, pero pudo haber sido mejor. Es parte del rito cuando te enfrentas a algo importante y lo superas, supongo. A lo lejos, o ni tanto porque era en teoría detrás de la carpa de prensa que abandonábamos, empezaban a sonar los primeros acordes de Jane’s Addiction. Perry Farrel había hecho vida social ambos días, paseando por el lugar, conversando con los periodistas y tomándose fotos, acompañado por algo así como un ejército de chicas que parecían actrices porno –con tatuajes eternos, altísimas, exuberantes, rubias platinadas en minifaldas y generosos escotes– pero ahora estaba en el escenario, adoptando el personaje del rockstar, dejando de lado el del empresario new age.

Avanzamos por un trayecto que desconocía, un atajo me decía el resto, y nos posicionamos a un costado del escenario. Y ahí estaba, Jane’s Addiction en pleno, rockeando, en vivo y no en un video de MTV, incluso el torso desnudo y lampiño de Dave Navarro, haciendo monstruosidades con la guitarra. Los muchachos acumularon sus bolsos a mis pies y me dijeron que debía cuidarlos mientras veían el show. Pensé que bromeaban y sonreí, pero en seguida los vi dispuestos a avanzar entre el público para agarrar mejor posición. Esperen, les dije, tengo que llamar a mi novia. Efectivamente Paula, la chica –mi chica– que me había acompañado intermitentemente entre los shows y mis idas y venidas a la carpa de prensa para redactar reseñas y noticias, había dicho que cuando me desocupara la llamara para encontrarnos en algún punto. Saqué el celular de mi bolsillo y noté que tenía tres llamadas perdidas. Me retiré un poco del escenario, para poder escucharla cuando ella me contestara y procedí a marcar. El celular hizo un sonido extraño y al verlo noté que se había descargado. Estaba muerto. Pensé en pedirle su celular a alguno del equipo así que volví a donde creí que estábamos, y digo creí, porque en realidad no vi a ninguno de mi grupo de trabajo, ni los bolsos en el suelo. Traté de hacer un plan, ubicar el ángulo exacto desde donde vi por última vez la tetilla con piercing de Dave Navarro, para así después mirar alrededor y dar con los muchachos.

No hubo caso. Estaba solo y perdido en un planeta extraño o en un programa MTV Live de los 90’s. Cuando se me ocurrió ir a la carpa de prensa, para encontrar algún enchufe para cargar el celu, ya había pasado media hora. Imaginaba a Paula triste y decepcionada, imaginando que la había olvidado y la imagen era terrible. Pensaba en alguna posibilidad remota de que se haya encontrado con algún conocido, pero no, era difícil, Lollapalooza era como otro país. Debía rescatarla cuanto antes. Me metí por ese atajo que descubrieron los muchachos, y sabía bien dónde empezar pero no por dónde seguir. Fue raro que, pasando por el Movistar Arena, viera mucha gente –rubia y alta, como de fiesta electrónica–, pero en un estado que parecía de intemperancia. Parecían borrachos, no sé cómo, y chocaba con ellos o ellos chocaban conmigo. Una rubia apareció por mi espalda y se me colgó del cuello y gritaba algo en un idioma que parecía ruso mientras me guiaba a no sé dónde. Le sonreí para que me soltara, pero no había caso. Tuve que forcejear hasta que se enojó y me dio un empujón.

Llegué frente a unas rejas, había unos guardias y les dije: soy prensa. Así con prepotencia, como me han enseñado mis amigos periodistas. Y uno de los guardias abrió un espacio por donde pasé y sentí pasto en mis pies. Estaba oscuro. Árboles. Pasto. Parecía un bosque, o incluso esa casa veraniega de Olmué cuando jugábamos a la escondida antes de dormirnos. Y ahí vi la bendita carpa de prensa.

Avancé y corrí las cortinas cuando estuve en la entrada. Era rarísimo. No solo la carpa parecía más grande, sino que por dentro ya no había mesas, ni sillas ni periodistas de la tele ni nada de eso. No me demoré mucho en entender todo, aunque no me solucionaba el conflicto real de encontrar a Paula y después a mis amigos. Dentro de esa carpa habían uvas, bebidas energéticas, plantas exóticas en maceteros, televisores gigantes y videojuegos. Pero más: nuevamente el ejército de actrices porno gringas estaba frente a mis ojos, era un batallón completo de sexualidad hiperdesarrollada. Y junto a ellas, en unos sillones, unos gordos con camisetas de equipos de béisbol que se reían a carcajadas.

Abrí un poco más los ojos, debo hacerlo para enfocar, por mi astigmatismo, y logré reconocer a uno de los gordos: era Eric Wilson, el bajista de Sublime, ahora reformados en Sublime with Rome, y a su costado, unas seis tetas más allá, estaba precisamente ese nuevo vocalista: Rome Ramírez. No sé si en sus vasos había energética o whisky pero bebían y se cagaban de la risa, mientras las minas les celebraban todo. El resto no distaba mucho: chica con tetas gigantes, un gordo medio chicano, chica con tetas gigantes, un gordo medio chicano, hasta el infinito. Era como esos programas de giras que miraba en MTV cuando chico, cuando hacían notas del Lollapalooza gringo o del Ozzfest. Había roto los límites de la pantalla.

Un tipo con una polera de no sé qué equipo, moreno, gordo y bajo, con bigotes y dos trenzas bajo su jockey, se me acercó y me dijo algo así como “¿oye, broder, qué tú haces aquí?”. No supe qué contestarle, y le mostré mi celular descargado. Él lo entendió y medio indiferente miró a los costados y luego me levantó los hombros como desmarcándose de mi problema. “¿No hay algún enchufe dónde pueda cargarlo?”, le pregunté. Volvió a levantar los hombros.

Salí de la carpa, una vez más, en dirección al escenario para ver si podía intentar nuevamente la ruta hacia la carpa de prensa real. Escuchaba a Perry Farrel despidiéndose, dando el cierre a su show. Pero después recapacité y vi otra imagen de Paula y esta vez la vi viendo el concierto de Jane’s Addiction, no podía ser de otra forma. Calculé que, si bien había harta gente, no era tanto y que si recorría los bordes de la masa podría encontrarla.

A veces pasan cosas medias raras, medias milagrosas, porque apenas tomé distancia del escenario, hacia atrás, escuché que alguien me gritaba ¡Daniel! Entre las sombras de la noche y de mi astigmatismo, logré ver la silueta de Paula. Corrí a abrazarla y ella hizo lo mismo. Y nos besamos. Y sin separar los labios, ella me dice algo: “se me descargó el celular, te estaba buscando por todas partes”.

Al resto del equipo pániko, los encontré como media hora más tarde en el show de Kanye West cuando, con Paula de la mano, buscábamos un baño relativamente decente como para que una chica pudiera usarlo. Estaban molestos, no nos cuidaste las mochilas, po, me recriminaban. Oye, les dije, primero pregunten qué me pasó. Ya, a ver qué chamullo vas inventar, me respondieron ellos.

Falsos árboles plásticos

Sobre el autor:

Daniel Hidalgo (@dan_hidalgo). Publicó los libros Barrio Miseria 221 (2009) y Canciones punk para señoritas autodestructivas (2011).

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