House of Cards: Las muecas del poder

por · Febrero de 2015

Este viernes se estrena la tercera temporada de House of Cards, el thriller político que logra conectarnos de manera morbosa con las aspiraciones megalómanas del incorrecto Frank Underwood.

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La oferta de terror y suspenso en televisión está bastante diversificada y establecida desde hace algunos años. Para muestra, las ya consagradas American Horror Story, The Walking Dead, Hannibal, Bates Motel y Penny Dreadful están pobladas por asesinos, muertos vivientes y monstruos milenarios. Pero para Beau Willimon, adaptador y guionista de House of Cards, existe otra forma de plantear el miedo, desde un punto más sugerente y sin maquillajes ni efectos especiales.

Uno donde el mal se viste de traje y promete trabajar 24/7 en favor del bienestar de la gente. Podría ser un abogado militante del partido demócrata con una carrera basada en la meritocracia, alguien confiable y con un manejo del lobby impresionante. Podría ser Frank Underwood (Kevin Spacey en una actuación más allá del bien y el mal), un lobo con piel de lobo que sabe manejarse muy bien entre los pasillos de la Casa Blanca y el Capitolio.

En dos temporadas y una tercera a punto de estrenar por Netflix (este viernes 27 de febrero, a las 5 AM de Chile), House of Cards ha dado una cátedra siniestra en torno a la adicción y abuso del poder, en donde el verdadero miedo reside en estar cercados por inescrupulosos dispuestos a todo con tal de llegar al salón Oval y dirigir entonces los destinos de la nación más poderosa del mundo.

En la serie, Frank en compañía de Claire (la impactante Robin Wright), su mujer, ha barrido con todos los obstáculos a punta de cobrar favores, alejar colaboradores, manipular, intrigar, traicionar, y claro, cómo no: también asesinar. Porque para este frío y aséptico matrimonio —que funciona más como una sociedad anónima que como un vínculo conyugal— todos los medios son válidos para escalar posiciones. Ya hacia el final de la segunda temporada, en una escena que quita el aliento, el esfuerzo rinde frutos: Frank Underwood logra convertirse en el jefe supremo de los Estados Unidos de América.

Tony Soprano y Walter White son antihéroes queribles, que tienen todo nuestro respeto, sabiendo de antemano que no dirigen precisamente una ONG. Lo que más nos gusta de ellos es que se nos parecen. Tipos del montón puestos a luchar contra el mundo, desde el lugar incorrecto, a partir del statu quo del momento. Frank y Claire Underwood no son del montón, son educados y triunfadores, y nadie los ha empujado a hacer lo que hacen.

Entonces, ¿qué es lo realmente aterrador de House of Cards? Que el espectador logra conectar de manera morbosa con las aspiraciones megalómanas de Frank.

Sabemos que estamos frente a un psicópata que, como ya se ha dicho en varias críticas, rompe la cuarta pared actoral para hacernos cómplices de sus truculencias. A ratos, el espectador se vuelve más que un cómplice, algo así como un rehén. Hay algo en la psiquis perturbada de Underwood que parece gozar al confesar sus próximos pasos, y dejarnos atados de pies y manos, imposibilitados de alertar a alguien. Aunque, ¿realmente haríamos algo? Si Frank decidió hacernos parte en esto, es por algo, es porque tal vez estamos tan corrompidos como él, y si somos sus rehenes, siempre es mejor cooperar que tratar de escapar.

Gracias a House of Cards, el thriller político logró acaparar nuevos terrenos a los que en apariencia el thriller convencional no tenía cómo llegar. Tal vez en esta tercera temporada, el Presidente y la Primera Dama necesiten de nuestra ayuda y nos quiten la mordaza y los nudos, aunque sea por unos minutos, para obligarnos a ensayar frente al espejo, junto a ellos, los discursos, manierismos y muecas del poder.

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House of Cards: Las muecas del poder

Sobre el autor:

Fernando Delgado es comunicador audiovisual y guionista de series y teleseries en TVN, MEGA y CHV.

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