Jamie Oliver cambió mi vida

por · Diciembre de 2011

Jamie Oliver cambió mi vida

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Arroz. Arroz con salchicha, salchicha con puré, puré con huevo, huevo con fideos, fideos con salsa. Fin del recetario.

Cinco platos y algunas variables ridículas era todo lo que sabía cocinar. También los panes que no fallan, la palta que se muele fácil, el jamón, la lechuga y el tomate. Una vez hice porotos pero terminaron en el patio como maicillo. El resto del tiempo, supervivencia de la basura: mucha galleta salada envasada, chaparritas tibias y serranitas de kiosco. Y la dependencia total y absoluta de la cocina de mamá, que por muy rica que sea, la misma se repite semana tras semana, una y otra vez.

Mientras, veía a mi hermana mayor mirar el canal Gourmet, y sentía cómo su juventud se terminaba de acabar, como el más mínimo residuo de rebeldía se extinguía con esos cocineros televisivos y bien vestidos en la pantalla: tan artificiales, tan fingidos y postizos y empaquetados —cocinando comidas innombrables con ingredientes inalcanzables en cocinas inmaculadas que dan asco de lo limpias—, no podían representar mejor ese esnobismo culinario tan vomitable, esa fascinación por la sofisticación que entrega el poder de consumo, y que evidencia que cualquier tipo de lucha —personal, grupal, social— ha llegado a su fin.

No parece haber síntoma más claro: cocinar siútico es el paso final de un capitalista maduro y anestesiado.

En ese contexto, la resistencia se ejercía sabiendo poco, cocinando menos, comiendo fome. Ni ahí con el sushi. Pico con el curry de pollo y la leche de coco. Comer es una necesidad biológica y debe ser satisfecha con rapidez, urgencia y simplicidad.

Para confirmar —y perfeccionar— esta ley existencial, Jamie apareció en mi vida.

FOX Life siempre fue para mí un canal de mujeres. Y peor: un canal para mujeres dueñas de casa. Comedias rosadas y el Dr Phil tratando de engañar el aburrimiento endémico de las señoras y sus tardes vacías. No: me prometí que ni yo ni ninguno de mis herederos perdería jamás un minuto de su vida viendo FOX Life.

Ayer vi dos horas consecutivas, incluidos los comerciales, pegado en un especial navideño de cocina.

Pero no el especial típico de la milf pelo liso bien maquillada que cocina rico. Era el especial de Jamie Oliver, el hombre que cambió mi forma de ver la cocina y —por lo tanto— también mi vida entera.

Oliver es inglés, tiene 36, y hace ya varios años que es toda una celebridad en el Reino Unido y el mundo entero. De pelo despeinado rubio y una hiperquinética forma de mover las manos mientras habla, es un cocinero que se aleja de los amaneramientos en la comida y se centra en la esencia de las cosas: cocinar volviendo a las raíces, deshaciéndose de la cursilería posmoderna pero también de la peligrosa artificialidad e inmediatez de los alimentos actuales. O sea: comida inteligente para las masas.

Un día, sin ninguna intención, pero aburrido ya del pollo con papas de todos los miércoles, me topé con él en la tele. Mi día no tenía ningún destino: le di una oportunidad. Justo estaba hablando de la salsa boloñesa, la salsa que todo el mundo ama y que es cosa de comprarse un tarro en el súper para tenerla cinco minutos después lista sobre tus fideos. Pero él decía: ¿qué es esto de la salsa boloñesa? Imaginémonos a los boloñeses de hace cientocincuenta, doscientos años: ¿qué posibilidad habría de que estuvieran comiendo esto que comemos nosotros ahora? Ninguna. Entonces empezó: voy a pretender que soy una signora boloñesa de la clase baja de hace dos siglos. Tengo que alimentar a mi esposo y mis seis hijos. El aceite es muy caro así que saltearemos todo con grasa de cerdo. ¿Cuál es la mejor forma de conseguirla hoy en día? Tocino barato. Cuatro lonjas de tocino a la olla a presión. Orégano. Cebolla. Zanahoria. Apio. Ajo. La carne. ¿Carne molida? Bah: la carne molida es un privilegio del siglo XX. Medio kilo del corte de vacuno más barato y directo a la olla. Sal. Después de un rato, los tomates. Cinco tomates enteros, adentro. Un poco de agua, unas hojas de albahaca y chao: se tapa la olla y después de una hora de cocción, la salsa boloñesa original como nunca la probaste.

Jamie no tiene ninguna falsedad: un tipo simple y sin mucha onda, de pantalones anchos y un seseo al hablar, que sólo pretende demostrar que no hay nada más fácil y rebelde que cocinar simple, barato y volviendo a los orígenes. De hecho, hace tiempo que tiene una campaña por mejorar la alimentación escolar en Inglaterra y Estados Unidos. Su misión es que los niños dejen de comer pizza tres veces al día, que se obligue a que salgan del colegio sabiendo cocinar al menos diez platos, y que así se reduzcan las ridículas tasas de obesidad que empiezan a dominar gran parte del mundo —un dato: dos tercios de los norteamericanos son obesos y las enfermedades alimenticias son su principal causa de muerte.

Su buena onda puede llegar a ser desagradable, pero lo que cocina tiene tanto sentido y amplitud que creerle el cuento es cosa de minutos frente a la pantalla. Después de que terminó con la salsa boloñesa, Jamie siguió con unos raviolis hechos desde la misma masa, tan fáciles y ricos que me dije: yo puedo hacerlos. Y los hice. Raviolis a la boloñesa para toda mi familia, y nadie podía creer la cantidad de sabor que tenían en sus bocas. Un triunfo inspirado en mi nuevo mentor y última adicción televisiva.

Como leer esa novela que te abrió la cabeza, o ese disco que modificó tu pinta, o esa película que te cuestionó la existencia entera: Jamie Oliver, con su cocina elemental, cambió mi vida.

Jamie Oliver cambió mi vida

Sobre el autor:

Cristóbal Bley es periodista y editor de paniko.cl.

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