La experiencia Lollapalooza

por · Abril de 2012

La experiencia Lollapalooza

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Me pidieron que hiciera una nota sobre Lollapalooza Chile, pero que no tuviera nada que ver con música. Que escribiera de “la experiencia Lollapalooza”, que me paseara por los stands, que observara a la gente, que hiciera el lado B. La verdad, no me gustó tanto la idea, pero como me sentía tremendamente comprometido, acepté. Sin embargo, en algún momento todo pareció irse al carajo y al final, terminé viviendo la verdadera experiencia Lollapalooza. Paso a detallar.

// Fotos: José Symon.

Un pequeño gran cagazo

Llegué al Parque O’Higgins alrededor de las 11, ya que había coordinado reunirme con el resto del equipo a las 11:30 afuera de la carpa de prensa. Durante la cola de la entrada principal, un par de chaquetas rojas notaron que llevaba en la muñeca una pulsera naranja –para el VIP Claro LG– y de seguro confundiéndola, me informaron que “todo tipo de pulsera debe entrar por la entrada de Rondizzoni”. Aunque ahora sé con certeza que mi pulsera naranja no era la que ellos creyeron que era, les hice caso, me dirigí a la segunda entrada, y en solo un par de minutos ya estaba en Lolla. El único problema fue que esa puerta no contaba con pulseras, por lo que debía dirigirme por dentro del parque a la entrada principal y solicitar una con mi ticket de cortesía, para poder ingresar ambos días.
Aquí fue donde comencé a pagar. Comencé a pagar porque me mandé un condoro heavy, de esos que no te tenís que mandar cuando estái trabajando: perdí mi entrada.

Con una angustia tremenda avisé al equipo, y desesperadamente comencé a viajar por eternos laberintos de carpas y containers, conversando y escalando jerárquicamente por cada uno de los encargados; primero el de las cintas, después el jefe de seguridad, y por último, producción. Finalmente, a las 2 de la tarde –3 horas después de iniciado el hueveo– llegué a una cola donde una señorita joven, rubia y de apariencia muy amigable escuchaba por una ventanilla a cada persona que tenía atados urgentes, e intentaba solucionarlos.

En primera instancia me ignoró (estaba pendiente de su Macbook y de su radiotransmisor) pero, al final, decidió escucharme. Le expliqué mi caso: venía a cubrir los stands de cada auspiciador, que no tenía pulsera porque por Rondizzoni no me la habían dado, y antes de llegar al otro extremo del parque había perdido mi ticket.

Colorada y con una cara de indignación tremenda, primero soltó, de manera muy tajante, que esa no era su responsabilidad y que no tenía cómo comprobar que yo tuve alguna vez un ticket en mis bolsillos. “Cierto”, pensé. “Me habrán mandado de un medio oficial, pero no tiene por qué conocernos a todos ni tener una lista”. Sin embargo, siguió hablando y antes de que yo pudiera responderle, su sermón se convirtió en desprecio, que acabó abruptamente con ella poniéndose de pie, elevando el tono a son de grito, diciendo a las personas que estaban alrededor de ella “¿¡que hace este pendejo aquí!?”, para después inclinarse y rematar con un “¿sabes? ándate, ¡FUERA!”. Faltó poco para que saltara de su ubicación y tratara de estrangularme.

Le dije, atónito y reventado, pero lo más sutilmente posible –como he aprendido a reaccionar en este tipo de situaciones–: “¿habrá alguien más comprensivo en algún lado con quién hablar?”, “NO, CHAO” respondió. Ella manejaba el show. Esa persona de apariencia tan amable era la jefa, la encargada del Lollapalooza, y me había echado indignada.

Me escabullí por entremedio de una reja y una carpa, metiéndome en la muchedumbre sin mirar atrás, pero con la impresión de que el griterío significaba guardias, y no estaba en condición de enfrentarme física ni emocionalmente a nadie más, mucho menos con los dos pernos de titanio nuevecitos que soportan mi rodilla (y que me gané en una disputa similar). Bueno, dije, “por lo menos ando con mis cámaras y puedo hacer mi trabajo”, así que proseguí a revisar cada uno de los famosos stands del festival.

Stands, concursos, famosillos

Me saqué el mal gusto tomando fotos y paseándome. Llegué al box de adidas con una tenida especialmente diseñada para ello (conjunto de polera más jockey). Esto lo habíamos planeado con el team el día antes, pero no resultó. Ya no se podía subir al VIP del segundo piso. “Me mandé otra cagada”, pensé. Aún así aproveché los flippers del primer piso para desquitarme en el Street Fighter II con algunos desconocidos y dejarlos bien picados –perdón, pero le pego con Ken– y después de emputecer a varios me largué. Así llegué al stand de Snickers. Tenías que aguantar arriba de un skate, como esos viejos juegos con toro mecánico. “Bienvenida fuerza centrípeta”: todos salían a la cresta, nadie ganaba. Chao. Seguí con el de Huntcha. Estaban casando a parejas al estilo Las Vegas, lo que me pareció de lo más genial. Extrañé a mi polola Maricarmen, me hubiera gustado que Elvis nos casara. Así que la llamé y después de un “te quiero”, seguí. Llegué al stand de Chevrolet, donde montones hacían fila para ver quién gritaba más fuerte. ¿El premio? un auto. Lamentablemente muy pocos pasaron la mitad de la barrita que medía la intensidad del grito, lo que valía a decir siga participando. Seguí el recorrido y vi los stands para el ticket VIP, que para ser honesto no parecían muy VIP que digamos. Lo mismo con el stand público de Google, que promocionaba su plataforma social Google+ sin mucha aceptación.

Vi también los puestos de Rock Recycle llenos de bolsas de basura. Algo que sí se notaba en el show, ya que gracias a ellos no había un solo papel en todo el parque O’Higgins. Al menos durante el día. Jamás pensé que vería algo similar en Chile: los muchachos se lo tomaron muy enserio.

A pesar de todo, el stand que más me gustó –y perdonen si les parece ridículo– fue el de Twistos, que estaba completamente fabricado con pallets reciclados. Para un Ingeniero Civil esto es algo impresionante.

“Chao, listo, terminé” me dije. Noté que la invitación de Claro – LG, programada para las 17:15, estaba próxima a iniciar, por lo que me metí y me apotinqué en uno de sus sillones. Sus fotógrafos me ignoraron y al poco tiempo comenzó un show bastante mediocre que siguió con regalos para la gente linda, para los famosillos. Cansado del espectáculo de adulación, me fui, no sin antes ser arrollado por el megalomaníaco de Nicolás López, que entró a la zona arrasando prepotentemente –cual bestia primitiva y selvática– todo lo que se encontraba a su paso.

“Ya tuve suficiente de esta mierda”. Me fui a la carpa de prensa porque, a pesar de que no estaba acreditado como tal, quería estar allá. Quería conocer al resto del team, a esas figuras que tengo en Twitter y Google Talk, que me han ayudado a redactar y sacarle provecho a mis experiencias, pero que nunca he tenido la oportunidad de estrecharles la mano. Entré sin problemas porque los guardias jamás me revisaron. Ahí estuve un par de horas. Compartí con Guillermo Tupper, mi buen amigo y tremendo rockstar de la Horizonte (conductor de “EP”), conocí a Isidora Cousiño, quien me indicó que no gritara mientras las radios entrevistaban a celebridades y un par de tips más, y a Isidora Urzúa, quien conversó un buen rato conmigo, aunque los tipos de la Rock & Pop insistían en que me fuera. A pesar de todo, las protagonistas de la exitosa I am fans to you se portaron la raja conmigo. Acabado, me tiré a la sombra de un árbol, deseando que las 2 horas que faltaban para los Monkeys pasaran rápido. Mientras descansaba, noté que al fondo del área de prensa había una sección con gran seguridad, y por curioso, me fui a investigar. Al tiro noté que era el VIP para artistas y, sin nada más que perder, me hice el gringo, y persuadí en inglés a los guardias para que me dejaran entrar. Hasta ahora no se por qué funcionó. Pero lo hizo.

El paraíso, auspiciado por Jack

Una vez dentro del VIP, pedí que me sirvieran un Jack Daniels on the rocks (“el vaso lleno, por favor”), jugué ping pong con el miembro de una banda que no reconocí, y los de Cage The Elephant me invitaron una Corona. Después, y tratando de ser discreto, traté de capturar toda el área, desde los lugares de reposo para los artistas, hasta el comedor y los diferentes stands –Jack Daniels, Corona, Google, Concha y Toro y VitaminWater– que se encontraban ahí, más el chef que preparaba dos corderos asados para todos los del lugar. Mientras hacía mi investigación encubierta divisé a la magnífica Fran Valenzuela, así que me acerque, me presenté y tuve la oportunidad de conversar un rato con ella. Supongo que los georgianos tenemos buena relación entre nosotros (un aura que nos acompaña o algo así), porque no solo se tomó una foto conmigo, sino también nos invitó muy amablemente –a mi polola y a mí– a su próxima presentación en Matucana 100.

De un instante a otro, como si ya hubiese pagado mis pecados, salí del purgatorio. La estaba pasando la raja, viviendo la verdadera experiencia Lollapalooza. En ese momento escuché el griterío; no me di ni cuenta y los Arctic Monkeys ya estaban en el escenario. Pedí que me rellenaran con whiskey el vaso y corrí a verlos. Empujando a la muchedumbre, me aproximé mucho al centro, donde la gente salta y canta histéricamente, así como nos gusta a todos los que gozamos con buenos shows. En esa y de repente, sentí un apretón: era la Coni, una amiga del Bachillerato en Humanidades que no veía hace como 6 años, pero que era tan o más fanática de la banda que yo. Con mi inesperada nueva partner vacilamos a concho el resto del show. La zorra. En un par de horas mi día, que había comenzado como la mierda, estaba resultando ser de lujo. Cuando el concierto terminó, invité a la Coni a la parte VIP de bandas, pedimos una botella de tinto y actualizamos todos esos años perdidos.

El lugar cerró y me despedí cariñosamente. Ella quería volver a ver a Calvin Harris y a Björk, y yo quería volver a mi casa. Rematé en prensa hablando con Edo Bertrán –que llevaba como 12 horas ahí– quien conversó conmigo –a pesar de todo– muy amistosamente. Al rato y en el mismo sector de prensa, me llevé la puteada de mis jefes indignados porque perdí mi entrada, pero a esas alturas no me importó tanto, había conseguido el objetivo propuesto. El día completo había sido un viaje inesperado que a pesar de las adversidades salió perfecto, tirita de prensa en mano o no.

Tomé el último metro en dirección a mi hogar, me lancé a mi cama, y, antes de dormir me di cuenta de la tremenda suerte que tuve y de la fantástica experiencia que viví, porque por esas cosas raras de la vida estuve, aunque sea por un rato, en el cielo. Si me volvían o no a invitar a cubrir Lollapalooza otra vez, daba lo mismo. Me pidieron ver el otro lado del festival y eso fue, precisamente, lo que hice.

La experiencia Lollapalooza

Sobre el autor:

Franco Iovi (@francoiovi)

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