Miguel San Miguel: exijo ser un héroe
«Ustedes están aquí para ser la mano de obra que hará levantarse a Chile. El que crea que está acá para ir a la universidad, mejor que se cambie de liceo. Está perdido» le dice un profesor de matemáticas a algún curso del Liceo 6 de San Miguel. Entre esos estudiantes está un chico llamado Miguel Tapia, al que le interesa un carajo la universidad. No se imagina ganándose la vida de otra forma que no sea teniendo una banda de rock. Es lo único que piensa mientras escucha a The Beatles una y otra vez, y por las ventanas de su casa se cuelan los murmullos avasalladores del Chile de Pinochet.
De cierta forma lo agobian y lo cercan, el horror de la guerra sucia, la cesantía, los muertos insepultos, las molotov y los agentes de la CNI que secuestran a sus vecinos en la esquina de su casa. Es 1979 y, tal como Juan Herrera de Los 80 quiere mantener unida a su familia en medio del ruido de fondo, Miguel quiere tener una banda en el momento más gris de nuestra historia.
Miguel San Miguel cuenta la historia de Los Prisioneros antes de que asaltaran Latinoamérica con sus canciones y se convirtieran en la banda más trascendental de la historia del país. Todo esto bajo visto desde el ángulo de un Miguel Tapia adolescente, que pasa sus días soñando en sentarse en un sillín de batería y visitando a su novia que vive en el block de enfrente.
En esa esquina oscura e inexplorada por mucho tiempo —quizás— está la mayor virtud de la primera película de Matías Cruz: llenar de épica un momento de la banda que parecía olvidado. Sacarnos de la cabeza a las masas enfervorizadas, los egos y los líos de faldas. Llevarnos de regreso a la base, donde todo comenzó, a la honestidad del San Miguel que antecede al desastre.
Tras este filtro en blanco y negro, con hermosos planos a contraluz, podemos ver los primeros destellos del liderazgo de un volátil y cínico Jorge González (Mauricio Vaca). La honestidad y ganas de Miguel Tapia (Eduardo Fernández). Y como no, la debilidad e inseguridades de Claudio Narea (Diego Boggioni).
Ahí, en esa intimidad, en esos paseos por Gran Avenida y Departamental, carentes de una nostalgia innecesaria, todo huele a sueños juveniles. En esa frágil y valiosa efervescencia adolescente, hay una fábula con una enseñanza clara: lo importante es resistir, ser obstinado y hacerlo bien. Querer ser estrellas de rock sin saber tocar ningún instrumento pero seguir adelante ante todo. Exigir ser héroes en una época en que Chile está plagada de los mismos.
Por eso, quizás uno de los momentos más lúcidos de Miguel San Miguel es una escena en que el profesor de matemáticas le pide a González que cuente el supuesto chiste del que se ríe con Tapia y Narea. El chiste no existía, solo se estaban mostrando la letra de lo que sería “¿Quién mató a Marilyn?” y “La voz de lo ’80”. «Es que usted no lo entendería, profe», le responde Jorge con una gran sonrisa en la cara. Hay un triunfo silencioso ahí, el de los excluidos ante los que le tienen miedo a estar vivos. En esa escena, los últimos vientos de los ’70 se mueren.