Shakira, según García Márquez

por · Abril de 2016

En junio de 1999, el Nobel retrató cómo Shakira forjó su destino para ser una figura de talla mundial.

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En junio de 1999, el Nobel colombiano retrató cómo su compatriota Shakira forjó su destino para ser una figura de talla mundial.

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Shakira voló de Miami a Buenos Aires el lunes primero de febrero, perseguida por un periodista que quería hacerle por teléfono una sola pregunta para un programa de radio. Por motivos diversos, aunque naturales en los oficios de ambos, no pudo alcanzarla en los veintisiete días siguientes, hasta que le perdió la pista en España en la primera semana de marzo. Lo único que le quedó al periodista fue el argumento y el título del reportaje: «¿Qué está haciendo Shakira cuando nadie la encuentra?». Shakira, muerta de risa, lo explica agenda en mano: «Estoy viviendo».

Había llegado a Buenos Aires en la tarde del primero de febrero, y trabajó el martes hasta pasada la medianoche, sin tiempo para celebrar aquel día sus veintidós años. El miércoles regresó a Miami, donde hizo una larga sesión de fotos para publicidad, y grabó varias horas para la versión en inglés de su último disco. Al día siguiente, viernes, continuó la grabación desde las dos de la tarde hasta el amanecer del sábado, durmió tres horas, y siguió grabando hasta las tres de la tarde. Esa noche durmió unas pocas horas y el domingo temprano voló a Lima. Allí grabó un programa el lunes al mediodía, hizo una presentación en vivo, participó a las cuatro de la tarde en un programa comercial y estuvo hasta la madrugada en una fiesta de promoción. Al día siguiente, 9 de febrero, concedió once entrevistas de media hora cada una para radio, televisión y prensa, desde la diez de la mañana hasta las cinco de la tarde, con una pausa de una hora para almorzar. Debía llegar de urgencia a Miami, pero a última hora tuvo que improvisar una escala en Bogotá para una visita de consuelo a los damnificados del terremoto de Armenia. Esa noche alcanzó su último avión para Miami, donde ensayó cuatro días para compromisos en España y París. También sacó tiempo para trabajar con la cantante Gloria Estefan en la traducción inglesa de sus discos, desde el almuerzo del sábado hasta las cuatro y media de la madrugada del domingo. Volvió a su casa con las primeras luces, se tomó un café con un pan y se acostó a dormir vestida. Una hora y media después la despertaron para una serie de entrevistas por radio que ya tenía comprometidas. El martes 16, ya en Costa Rica, hizo una presentación en vivo. El jueves 18 viajó a Miami y a Caracas, y allí participó en el programa Sábado Sensacional. Apenas durmió, pues el 21 tuvo que volar de Venezuela a Los Ángeles para asistir a la entrega de los premios Grammy, con la esperanza de ser una de las escogidas, pero la pesada de los Estados Unidos barrió con los premios grandes. No se amilanó: el 25 dio el salto a España, donde la esperaban para trabajar el 27 y el 28 de febrero. El primero de marzo, cuando por fin pudo dormir una noche completa en un hotel de Madrid, había volado tanto como una azafata profesional: más de cuarenta mil kilómetros en un mes. Los compromisos que Shakira hace en tierra firme no son menos traumáticos. Entre músicos, iluminadores, tramoyistas e ingenieros de sonido, el equipo que viaja con ella es una escuadra de combate. Ella se ocupa de todo en persona. No sabe leer música, pero en los ensayos está pendiente de cada instrumento, con un sentido crítico severo y un oído privilegiado que le permiten interrumpir un ensayo para coordinar la nota exacta con sus músicos. No solo colabora con ellos en el escenario sino que se preocupa por la suerte personal de cada uno. Muy pocas veces se deja ver el cansancio, pero no hay que engañarse. En una serie de cuarenta conciertos que hizo en Argentina no dio una mínima muestra de fatiga, pero en los últimos alguien la esperaba en entre bambalinas para llevarla cargada hasta la camioneta. En diversas ocasiones ha tenido taquicardias, inflamación del colon, o alergias de la piel.

Esta situación se ha agravado con los arduos preparativos de la versión inglesa de ¿Dónde están los ladrones? para los Estados Unidos, con la afortunada colaboración de Emilio Estefan y su esposa, Gloria, que son productores actuales de sus discos. Es una de las presiones fuertes que Shakira ha sufrido en su vida. Habla un inglés de uso diario, pero ha tenido que someterlo a prácticas agotadoras para depurar su acento, y está tan obsesionada que a veces sigue hablándolo mientras duerme. En vísperas de su estreno hizo una crisis de fiebres durante toda la noche y no durmió más de una hora. «Fue uno de los momentos más extenuantes de mi vida», dice. «Lloré casi toda la noche pensando que no iba a ser capaz».

¿De qué se extraña? Shakira parece haber olvidado demasiado pronto que ese vértigo indomable nació con ella, y quiera Dios que la acompañe hasta su más tierna vejez. Es la hija única de un conocido joyero de Barranquilla, don William Mebarak, y su esposa, doña Nydia Ripoll, una familia de ascendencia árabe tutelada por los ángeles de las artes y las letras. La precocidad descomunal de Shakira, su genio creativo, su voluntad de granito y una ciudad natal propensa a la invención artística solo podían ser los gérmenes de un tan raro destino. Sus primeros años parecen saltos de décadas. Sus cronistas aseguran que a la edad de diecisiete meses recitaba el abecedario, a los tres cantaba los números, a los cuatro bailó la danza del vientre sin maestro en una escuela de monjas de Barranquilla, donde un funcionario sibarítico de los años treinta quiso erigir un monumento consagrado al culto de Shirley Temple. A los siete años, Shakira había compuesto su primera canción. Entre los ocho y los diez escribió sus primeros versos, y sus primeras canciones con letra y música originales. Por la misma época firmó su primer contrato para entretener a los obreros en las minas de carbón de El Cerrejón, en la alta Guajira. Aún no había comenzado bachillerato cuando una empresa disquera le grabó su primer disco. «Siempre estuve muy familiarizada con mi capacidad de crear —dice—, recitar poemas de amor, empecé escribiendo cuentos y sacaba muy buenas notas, excepto en matemáticas». Sin embargo, le aburría a morir que los amigos de sus padres la obligaran a cantar en las visitas. «Prefiero una multitud de treinta mil personas que cinco gatos escuchándome cantar con la guitarra», dice. Con su rostro de niña perfecta y su engañosa fragilidad, tuvo siempre la certeza absoluta de que iba a ser un personaje público de resonancia mundial. No sabía en qué arte o en qué parte, pero no tenía una sombra de duda, como si estuviera condenada al fatalismo de una profecía.

Hoy el sueño está más que cumplido. La música de Shakira tiene una impronta personal que no se parece a la de nadie, y nadie la canta ni la baila como ella a ninguna edad con una sensualidad inocente que parece inventada por ella.

Se dice fácil: «Si no canto me muero». Pero en Shakira es cierto: si no canta no vive. Lo único que le devuelve la paz del espíritu es la soledad en medio de las muchedumbres. Una vez en el escenario no tiene el temor escénico, sino todo lo contrario: el terror de no estar allí. «Me siento —dice— como un león en la selva». Es uno de esos pocos espacios donde tiene la oportunidad real de mostrar lo que es, lo que ha sido, y lo único que será sin duda hasta la muerte. Es el caso ejemplar de una fuerza telúrica al servicio de una magia sutil. La mayoría de los cantantes se hace poner las luces de frente para no enfrentarse al fantasma de las muchedumbres. Shakira escogió lo contrario. Ha instruido a sus técnicos para que no instalen las luces fuertes contra su cara, sino que las vuelvan hacia el público, para que ella pueda verlo y vivirlo mientras canta. «La comunicación es total», dice. La muchedumbre anónima e impredecible no solo le revela entonces una complicidad del corazón que la actriz va moldeando a medida que actúa según los pálpitos de su inspiración. «Me gusta ver los ojos de la gente cuando canto para ella», dice. Algunas caras que no ha visto nunca las descubre entre el público y las recuerda para siempre como si fueran de viejos amigos. Una vez, de improviso, reconoció a alguien que había muerto desde hacía años. Y más aún: se sintió reconocida desde otra vida. «Canté toda la noche para él», dice. Son milagros secretos que hacen la gloria —y muchas veces el desastre— de grandes artistas.

El fenómeno más entrañable en la vida de Shakira es la contaminación masiva de las muchedumbres infantiles. Cuando apareció Pies descalzos, los publicistas decidieron promoverlo en los intermedios de los conciertos populares del Caribe. Tuvieron que cambiar de idea, porque el público juvenil se lanzaba al ruedo para bailar y cantar con Shakira y solo quería más de lo mismo para el resto de la noche. Hoy es un fenómeno digno de una cátedra magistral. Las escuelas primarias de cualquier nivel social se han convertido en donaciones masivas de Shakiras, vestidas, habladas y cantadas como ella. Más curioso aún: la fiebre más alta está en el promedio de las niñas de seis años. Las grabaciones piratas de Shakira son moneda corriente en los cambalaches de los recreos y se venden a dos por cinco en las puertas de las escuelas. Los adornos de sus cabellos, sus collares y aretes se agotan al salir, y en los mercados se venden al por mayor las anilinas para cambiarse los colores de las trenzas según la moda del día. La heroína de la escuela es la primera que aparece en clase con el disco. Los grupos de estudio más concurridos se convocan en casas particulares, y al cabo de un repaso rápido de la tarea empieza el pandemonio. Los cumpleaños son fiestas de Shakiras, en las que solo se canta y se baila a Shakira. En las más puristas —que no son pocas— no hay hombres invitados.

Es difícil ser lo que Shakira es hoy en su carrera, no solo por su genio y su juicio, sino por el milagro de una madurez inconcebible a su edad. Cuesta trabajo entender semejante poder de creación compatible con sus trenzas negras de ayer, las rojas de hoy, las verdes de mañana. El año próximo será suyo: está previsto que entrará en discos y en vivo en los vastos mercados de Europa, Estados Unidos, Asia y África, donde millones de fanáticos la esperan cantando sus canciones en numerosos idiomas. Tiene más premios, trofeos y diplomas que muchas veteranas grandes. Se ve que es como ella quiso ser: inteligente, insegura, recatada, golosa, evasiva, intensa. Barranquillera de hueso colorado, desde el mundo entero y desde las nubes de su Olimpo añora las huevas de lisa y el bollo de yuca, y una casa de techos muy altos que no ha podido comprar frente al mar, con dos caballos y mucha tranquilidad. Adora los libros, los compra, los acaricia, pero no tiene el tiempo que quisiera para leerlos. Anhela a los amigos que se le quedan en los adioses apresurados de los aeropuertos, pero sabe que no será fácil volver a verlos.

Sobre el dinero que ha ganado, dice: «Tengo menos de lo que dicen y más de lo que yo digo». Su sitio predilecto para oír música es el automóvil cerrado, a todo volumen, sin molestar a nadie. «Es el lugar ideal para hablar con Dios, hablar conmigo misma, tratar de entender», dice. Confiesa que odia la televisión. Dice que su contradicción más grande es creer que existe la vida eterna pero siente el terror insoportable de la muerte, por la pérdida de los sentidos.

Hubo épocas en que concedió hasta cuarenta entrevistas diarias sin repetirse. Tiene ideas propias sobre el arte, la vida terrenal y la eterna, la existencia de Dios, el amor o la muerte. Sin embargo, sus entrevistadores y publicistas ocasionales se han empeñado tanto en que las explique, que la han vuelto experta en respuestas fugitivas, más útiles para escamotear que para revelar. Rechaza toda idea relacionada con la fragilidad de su fama, y la exasperan las versiones de que puede perder la voz por sus supuestos abusos. «En plena luz del mediodía —dice Shakira— no quiero pensar en el ocaso». De todos modos, los especialistas lo ven como un riesgo improbable, pues su voz tiene una colocación natural capaz de sobrevivir a sus excesos. Ha tenido que cantar agotada por las fiebres, ha perdido el conocimiento por cansancio, pero nunca ha sufrido la mínima alteración de la voz.

«La peor frustración de un cantante —dice con su impaciencia final de entrevistada— es haber escogido la carrera de hacer música y no hacer más música todos los días por estar haciendo entrevistas». Su tema más resbaladizo es el amor. Lo exalta, lo idealiza, y es el alma y razón de sus canciones, pero lo elude con humor en la charla personal. «La verdad —dice a carcajadas— es que le tengo más miedo al matrimonio que a la muerte». Acepta de buen talante haber tenido cuatro novios visibles, y por lo menos tres en la penumbra. Llama la atención que parece haber tenido los que correspondían a su edad, pero ninguno a la altura de su madurez. En cambio, el cantante puertorriqueño Oswaldo Ríos, el mayor de todos, parece haber sido el menos maduro. Shakira habla de ellos con afecto pero sin dolor, y parece recordarlos como a seis fantasmas efímeros que uno tras otro se le habían ido quedando colgados en el ropero. Por fortuna, no hay motivos para desesperar: el próximo 2 de febrero, bajo el signo de acuario, Shakira cumplirá —apenas— sus primeros veintitrés años.

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Aparecido en revista Cambio en junio de 1999.

Shakira, según García Márquez

Sobre el autor:

Gabriel García Márquez fue un escritor y periodista colombiano. Autor, entre otros libros, de Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Vivir para contarla. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.

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