Sonar mal para estar bien
Es un desastre pero es adorable. Entre canciones, el Gato intenta decirle algo al público, pero a Miguel también se le ocurre lo mismo, y los dos hablan al mismo tiempo y a ninguno se le entiende nada. Murmullos sobrepuestos, que se confunden entre algún acople y el grito honesto de un fan borracho en la primera fila. El baterista, extremadamente flaco, intercambia risas con el percusionista, un poco gordo. Hay energía, hay desorden, hay cariño y hay mucha gente en el pequeño escenario del Cellar. Son los 107 Faunos en vivo en Santiago de Chile.
// Reseña: Cristóbal Bley • Fotos: La Vitrola.
¿Una banda? ¿Un colectivo? No importa mucho. En estos tiempos hiperinformados, donde todos sabemos casi todo de todos, de los 107 Faunos sabemos más bien poco y eso se agradece. Son de La Plata, Argentina, tienen tres discos, sus canciones son lindas y pare de contar. En su sitio web aparecen más de cincuenta personas que han tocado al menos un show completo junto a ellos, pero ninguna está esta noche acá. Hoy, cantan el Gato y Miguel, ambos —además— guitarristas. Mañana, quién sabe, podría ser cualquiera.
Hay grupos que parecen estar haciéndole un favor al público cuando tocan en vivo. No los miran, no les hablan, no se mueven. Se paran con esa actitud soberbia e indiferente del que cree que sus canciones son suficientes. Que con tocar los mismos acordes del disco alcanza, y ni siquiera: sobra. Y para peor son incapaces de manchar con sudor esa camisa nueva que parece vieja ni de ensuciar esos zapatos puntudos que tienen sin lustrar. Son bandas a las que les encanta decirse indie, aunque lo cierto es que de indie sólo tienen la i, de insípidos e insufribles.
Pero gracias al cielo y a Gimnasia y Esgrima de La Plata, los Faunos son otra cosa. Suben al escenario como si lo hicieran por primera vez, miran a las cien personas que hay como si fueran cien mil, y una dosis de euforia de alta pureza se les mueve por el cuerpo. Están nerviosos y están felices, completamente preparados para sonar bastante mal. Lo que pasa es que esta noche, sonar mal es estar bien.
Alguien me dice: en Argentina tienen fama de pasarlo mejor ellos que el público en sus shows. Por ahí leo: son tantos, y tienen tan poco tiempo, que ocupan sus tocatas para ensayar. No sé si es verdad. No sé si los 107 Faunos son realmente una banda o solo unos amigos que se hacen pasar por músicos para ser felices. Acá hay poca gente, son las tres de la mañana de un sábado de fin de semana largo, pero es fácil el mejor concierto del año para mí. Hay problemas de sonido: las voces bajan y suben, el bajo no se escucha, la guitarra se satura y el teclado se pierde. Pero se entiende, y los que sabemos las canciones las gritamos, y al gritarlas también las saltamos: desde la banda cae una felicidad intensa, más propia del amateur que lo hace por pasión que del profesional que toca por rutina, y de la que es muy difícil no contagiarse. La alegría de sus caras en un grito desafinado, la mueca gozadora del batero en un redoble inicial. Probablemente, sus canciones en vivo suenan peor que en los discos, pero se sienten tanto mejor con los errores e imperfecciones propios de la euforia y el cariño.
Entre los murmullos del Gato suenan las gracias, pero también se asoma algo de humedad en sus ojos. Lo que dice no se entiende, y el bajista encima hace sonar una nota. Es un desastre pero es completamente adorable. Vivan los Faunos. Viva el rock. Y, como diría Coldplay (y Frida Kahlo), viva la vida.